Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 23 / Sección Artículos
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza / 2021 /
.
As a
Counterpoint Between Spinoza and Nietzsche.
Gonzalo Ricci Cernadas
Universidad de
Buenos Aires,
Argentina.
goncernadas@gmail.com
Recibido: 05/02/2021
Aceptado: 04/11/2021
Resumen. A pesar de la crítica constante
a la que es sometida Spinoza en las obras de madurez de Nietzsche,
cierta
similitud podría resaltarse entre la labor genealógica y
el desarrollo del
apéndice de la primera parte de la Ética. Es el
interés del presente artículo,
entonces, no reconstituir en términos intrínsecos la
lectura que Nietzsche tuvo
de Spinoza a través de las referencias explícitas en sus
obras, sino establecer
relaciones extrínsecamente determinadas entre ciertos temas
entre ambos
autores. En este sentido, se procederá a establecer una
comparación entre la
concepción de la naturaleza de ambos autores, para luego
describir cómo ambos
realizan esta suerte de genealogía de los valores y finalmente
terminar con la
propuesta de cada uno en relación a qué hacer con esta
problemática axiomática.
Palabras
clave. Spinoza, Nietzsche,
Naturaleza, Valor.
Abstract. Despite the constant criticism to which Spinoza is
subjected in the
mature works of Nietzsche, a certain similarity could be highlighted
between
the genealogical work and the development of the appendix to the first
part of
the Ethics. It is the interest of this article, then, not to
reconstitute in
intrinsic terms the reading that Nietzsche had of Spinoza through the
explicit
references in his works, but to establish extrinsically determined
relationships between certain themes between both authors. In this
sense, we will
proceed to establish a comparison between the conception of nature of
both
authors, to then describe how both carry out this kind of genealogy of
values
and finally end with the proposal of each one in relation to what to do
with
this problem axiomatic.
Keywords. Spinoza, Nietzsche, Nature, Value.
La problemática de los
valores ha tenido
una importancia capital en los grandes debates
teórico-políticos modernos y
contemporáneos. Así, ha tenido especial asiento en la
obra de Max Weber (2005,
2012): su concepto del politeísmo de los valores como una
descripción de la
retirada de los valores de la esfera pública a la privada va de
la mano de su
diagnóstico del desencantamiento y desmitificación del
mundo. Este
acontecimiento irradia todas las esferas de la vida humana, de la misma
manera
que su empresa metodológica, la postulación de la
neutralidad valorativa, tiene
inmediatas repercusiones en el campo político, en tanto esto
significa que el
valor que cualquier individuo defiende no puede tener un valor
preeminente
respecto de cualquier otro valor. Los valores, en este sentido,
están ubicados
en un plano fijo, en el cual ninguno tiene una superioridad racional
que le sea
ínsita. Esto sólo puede resultar, entonces, en un
enfrentamiento de todos los
valores entre sí.
Sin embargo, no sólo
cabe a Weber imputar
el desarrollo de este tópico tan central, puesto que éste
ha tenido especial
eco en las tradiciones que nos son más coetáneas, y que
lo han puesto en liza
con otras temáticas más abocadas a lo social o a lo
comunitario. Desde Carl
Schmitt (2010), quien ha sostenido la incompatibilidad de la
transfusión de
juicios morales a juicios legales y ha advertido la amenaza inminente
de una
tiranía de los valores al hacerse imponer un valor sobre otros,
y, a la postre,
destruyéndolos, pasando por Hannah Arendt (1996), quien describe
la caída de
los absolutos en el mundo como aquellos valores que proveían a
los hombres de
cierta estabilidad
[1]
, que ha
socavado la tradición y abierto la posibilidad de las
experiencias totalitarias
–y, afortunadamente, también las experiencias
revolucionarias–, terminando en
Claude Lefort (2004), quien alertaba sobre la pérdida de
certidumbre, pero,
indicaba, a su vez, sobre el hecho de que la democracia sólo
podía fundarse sobre
este plano de puesta en cuestión de todos los fundamentos,
siendo alojada en
esta indeterminación, puede hallarse a lo largo de este arco
cómo el tópico de
los valores impacta directamente en las reflexiones de los pensadores
más
prominentes del último siglo. Esto, claro, no ha dejado de tener
repercusión en
toda una generación posterior y que llega a nuestros días
de la mano de Ernesto
Laclau, Chantal Mouffe, Jean-Luc Nancy, entre otros.
Ahora bien, quizás sea
adecuado señalar que
todas estas disquisiciones tienen por hontanar una misma fuente. Esto es
lo curioso: todas estas reflexiones habrían tenido a Friedrich
Nietzsche como
su disparador en el siglo XIX a través de su asistemática
obra, a menudo
redactada en aforismos. Resulta imposible hacer referencia a todos los
elementos del pensamiento nietzscheano que habrían tenido una
arista compartida
con toda esta problemática, pero a guisa de ejemplo
mencionaremos dos de los
más relevantes: el diagnóstico de la muerte de Dios signa
una época marcada por
la progresiva secularización y racionalización,
admitiendo el punto culmine del
nihilismo gestado; junto a esto, la postulación de la necesidad
de una
transvaloración de los valores, de manera reemplazar aquellos
valores reactivos
por los activos y de poner al hombre creador, el pronosticado Übermensch, en el centro del eje. Así,
podemos ver que Nietzsche, de alguna manera, habría sintetizado
cierto espíritu
de época parte aguas de manera que habría logrado
señalar el curso de los
debates posteriores.
Pero para no continuar con
estos
prolegómenos: es interesante indicar cierta afinidad que se
encontraría en el
pensamiento de Nietzsche con la filosofía de Spinoza. A pesar de
la crítica
constante a la que es sometida el holandés en las obras de
madurez del filólogo
de Röcken, cierta similitud podría resaltarse entre la
labor genealógica y el
desarrollo del apéndice de la primera parte de la Ética.
Es el interés del presente artículo, entonces, no
reconstituir en términos intrínsecos la lectura que
Nietzsche tuvo de Spinoza a
través de las referencias explícitas en sus obras (cfr. Ricci Cernadas, 2017), sino establecer relaciones
extrínsecamente determinadas entre ciertos temas entre ambos
autores. En este
sentido, se procederá a establecer una comparación entre
la concepción de la
naturaleza de ambos autores (1), para luego describir cómo ambos
realizan esta
suerte de genealogía de los valores (2) y finalmente terminar
con la propuesta
de cada uno en relación a qué hacer con esta
problemática axiomática (3).
Por último, y antes de
proceder con el
desarrollo del presente artículo, una consideración de
índole metodológica,
que, no obstante, también hace al contenido vertido aquí.
Como se elucida en el
título, nos serviremos de la noción de contrapunto para
efectuar el análisis
comparativo entre Spinoza y Nietzsche. Dicha noción será
utilizada, en términos
formales, en el mismo sentido que Laleff Ilieff la utiliza en su libro Lo político y la derrota. Un contrapunto
entre Antonio Gramsci y Carl Schmitt. Allí, el autor usa
este concepto, tal
y como lo formuló Adorno a partir de la música de
Schönberg, para
precisar “las singularidades de sus ritmos y melodías [de
Gramsci y Schmitt]”
(Laleff Ilieff, R. 2021, 19). Pero no solamente de Adorno se provee
Laleff
Ilieff para desarrollar el contrapunto como método en el estudio
de dos
autores; también se hace eco de otra significación que el
contrapunto reviste
para la teoría musical, la cual puede ser, asimismo, aplicable
para pesquisar
la filosofía de dos autores:
Pero la categoría de
contrapunto posee otro
significado en el mundo de la música, que permite advertir una
dimensión igual
de importante (...). (...) Esta noción de contrapunto implica un
resultado y
una jerarquía, (...) sugerir la idea de un enfrentamiento
histórico capital.
(Laleff Ilieff, R. 2021, 19-20)
Como vemos, el contrapunto
habilita la
comparación de dos autores que, aunque no se citaban mutuamente,
permite
examinar sus pensamientos respetando sus singularidades al mismo tiempo
que
sopesando su relación como una oposición. En lo que
sigue, pues, nos atendremos
a esta definición de orden metodológica en lo
estructural, aunque en cuanto a
lo que se relaciona a materia nuestros esfuerzos estarán
incardinados por otro
propósito: en lugar de enfatizar aquello que diferencia a
Spinoza y a Nietzsche
entre sí, afianzar sus cercanías. Inversión, por
tanto, del motivo que también
propulsaba a Israel cuando decía lo siguiente: “más
importantes desde la
perspectiva histórica e incluso tal vez teorética son las
diferencias” (Israel,
J. 2017, 326). Aquel aporte que buscaremos realizar en el presente
trabajo es,
entonces, hacer hincapié en las similitudes que hermanan a ambos
filósofos
antes que indicar su alejamiento. Empero, para poder cotejar los
pensamientos
de ambos, uno a la luz del otro, también nos explayaremos sobre
las diferencias
entre ambos autores en la conclusión del artículo, pero
siempre con el Norte
establecido de dejar asentado éstas con el objeto de descifrar
la propincuidad
entre Spinoza y Nietzsche.
A riesgo de repetición
de la mayoría de las
introducciones a Spinoza, deberemos dejar en claro, al menos, las
principales
categorías de su sistema ontológico. En este sentido,
diremos que sustancia es
aquello que es por sí (es en sí y se concibe por
sí), que el atributo es
aquello que el entendimiento percibe de la sustancia como constitutivo
de su
esencia (se concibe por sí) y que el modo es por otro (es en
otro y se concibe
por otro). Es menester notar, así, que la sustancia es nombrada
por Spinoza en
la definición 3 de la primera parte de la Ética en
singular, lo que permite
adelantar la conclusión a la que llegará en el primer
corolario de la
proposición 14 de esta misma parte, a saber, que hay una sola
sustancia en la
naturaleza y que ésta es infinita. De manera inversa, lo que un
modo es se
especifica en plural, puesto que las afecciones o accidentes de la
sustancia
(y, precisamente, ese es el “otro” de la definición
de modo) se da en forma
múltiple en la naturaleza en tanto son finitos, y, por ende, son
capaz de
limitarse entre sí. Si proseguimos con la argumentación,
entonces, podremos ver
que esa única sustancia existente en la naturaleza no es otra
que Dios qua
infinito, al no poder existir otra sustancia aparte de Dios que no se
explique
por algún atributo de él. Ahora bien, dada la
definición de modo, ¿se desprende
de ello que la relación subsidiaria ontológica y
gnoseológica que éste tiene
con la sustancia es eminentemente exterior, como si se tratara de una
alteridad
radical? De ninguna manera, la relación es, como ya lo advierte
la proposición
18, Dios es causa inmanente y no transitiva de todas las cosas, esto
es, Dios
no transita, no pasa simplemente por las cosas para desprenderse de
ellas, sino
que este principio causal, al contrario, permanece. Esta
relación inmanente que
existe entre la sustancia y sus afecciones queda también
plasmada en la
distinción analítica entre naturaleza naturante y
naturaleza naturada, que
coinciden absolutamente. Si aún buscamos proseguir con la
caracterización de
esta causalidad divina, podría agregarse que ella es eficiente
(su esencia es
causa de todas las propiedades que de ella se derivan), necesaria (no
accidental, sino expresión necesaria de la naturaleza divina) y
primera (una
primacía ontológica y lógica).
En este sentido, toda esta
diatriba sobre
lo propio de la causa divina encuentra su explicación si nos
atenemos a la
famosa frase por la cual se especifica que ese “ser eterno o
infinito, [es eso]
que llamamos Dios o Naturaleza” (Spinoza, B. 2000, 184). Es por
ello que
Spinoza intitula a la primera parte de su Ética
como “De Dios”: en este mismo sentido que menciona
Pierre Macherey que
podría traducirse como “sobre la naturaleza de todas las
cosas”: la pretensión
de Spinoza, así, la de desarrollar un conocimiento
sistemático sobre la
totalidad de todas las cosas, es decir, la naturaleza de las cosas es
pasible
de ser sometida a un conocimiento sistemático. Entonces, si
recién decíamos que
“Dios es único, es decir, que en la naturaleza no existe
más que una sustancia
y que ésta es absolutamente infinita” (Spinoza, B. 2000,
48). Así, es menester
entender que si de la necesidad divina se siguen infinitas cosas en
infinitos
modos, hay que tener en cuenta que esto es en virtud de su
relación intrínseca,
por la cual la sustancia es perfectamente equiparable a estos infinitos
modos
que se siguen infinitamente de su esencia en forma necesaria.
Así, Dios o
naturaleza, es apena una metáfora del conocimiento de la
naturaleza en tanto
que totalidad, es decir, infinitamente, es decir, conocer la naturaleza
eternamente, inmutablemente, desde el punto de vista de la totalidad,
comprendiendo las cosas en su conjunto, pero nunca sin olvidar que esta
mentada
totalidad no es algo distinto del conocimiento de las partes.
Entonces, enfatizar el hecho de
que la
causalidad divina es, por sobre todas las cosas, necesaria, significa
que todo
aquello que se desprende de la esencia divina se desarrolla de manera
que no
sufre una alteración o modificación alguna, sin dejar
resto o laguna, y
siguiendo a una lógica causal que permite rastrear una
concatenación por la
cual se explica la causa de algo. Dios, así, es causa de
sí, y al afirmarse a
sí mismo afirma también a todas las cosas que de
él se desprenden. la
acción absoluta de la causa
inmanente no altera la eternidad e inmutabilidad de la naturaleza
divina, que
permanece sin cambio y no introduce cambio alguno en el orden de la
realidad
sobre el cual actúa. Es así una acción permanente,
eterna e inmutable, que es
perfecta porque no se realiza en ningún tiempo determinado. De
este
razonamiento se deriva implícitamente la idea según la
cual hay leyes de la
naturaleza, que valen para la naturaleza entera y que no pueden ser
modificadas. Porque Dios hace todas las cosas de la misma manera en que
se hace
a sí mismo, sin que este accionar deje laguna o residuo alguno,
sin alterar la
necesidad y sin introducir disrupción alguna. Esta necesariedad es la que
permite impedir
adscribir a la naturaleza algún fin determinado por el cual
actúe o exista, y,
en cambio, afirmar que la necesidad por la cual actúa y existe
es la misma:
esto es, la naturaleza actúa (en este sentido despersonalizado y
objetivo) con
la misma necesidad con la que existe. “Por tanto, así como
no existe en virtud
de ningún fin, tampoco actúa en virtud de ningún
fin; y al revés, no tiene ni
principio ni fin en actuar, como tampoco lo tiene en su existir. Por lo
demás,
la denominada causa final no es sino el apetito humano, en cuanto que
es
considerado como principio o causa primera de una cosa” (Spinoza,
B. 2000,
184). No hay entonces ningún telos
inscripto en la naturaleza, pues ella se rige por la sola necesariedad
por la
cual todas las cosas se producen siguiendo un encadenamiento causal
donde no
hay ni saturación ni falta, imposible de ser alterado. En todo
caso, si se
encuentra algún fin particular, es porque el propio ser humano
ha extrapolado
su prejuicio finalista a la naturaleza, y, a la postre,
antropomorfizándola.
La cuestión que
“concierne a la relación
entre la naturaleza y la vida de los hombres, quizás [sea] el
tema central de Más allá del bien y del mal”
(Lampert,
L. 2001, 35). “Imaginaos un ser como la naturaleza, que es
derrochadora sin
medida, indiferente sin medida, que carece de intenciones y
miramientos, de
piedad y justicia, que es feraz y estéril e incierta al mismo
tiempo, imaginaos
la indiferencia misma como poder” (Nietzsche, F. 2013b, 36). En
esta cita se
cifra la interpretación de los estoicos preocupados por el mejor
ideal de vida
humana, y que, no obstante, guardan una concepción
errónea de la naturaleza.
¿Qué es lo que postulan los estoicos? Vivir según
la naturaleza, esto es, vivir
con indiferencia al mundo que los rodea, ausente de intenciones y
fines,
preservándose y conservándose a sí mismos. Aunque
se postulan como guardianes
de la verdad, lo que ellos hacen, de hecho, es falsificar la
naturaleza: aunque
ellos no tienen certeza alguna de que están actuando de esta
manera, en un
fondo inconsciente ellos se tiranizan a sí mismos y extrapolan
esta
tiranización hacia la naturaleza. De este modo, esta
crítica hacia los estoicos
es capital por la consecuencia respecto del diagnóstico de la
filosofía de
época: “Pero ésta es una historia vieja, eterna: lo
que en aquel tiempo ocurrió
con los estoicos sigue ocurriendo hoy tan pronto una filosofía
comienza a creer
en sí misma” (Nietzsche, F. 2013b, 37). Lo que entonces
hace la filosofía es
coaccionar al mundo y a su entorno: el problema está
cuándo no se tiene
conciencia de ello y se trata de falsificar lo falsificado. Vivir, de
este
modo, no tiene ninguna relación con el axioma “vivir
según naturaleza”, puesto
que mientras en la naturaleza reina la indiferencia, al vivir compete
ser
distinto de ella, en tanto involucra preferir, evaluar, juzgar,
imponer,
jerarquizar. Si consideramos esto podemos entonces comprender
qué es eso que la
filosofía siempre y permanentemente hace: crear una
interpretación del mundo,
coaccionarlo, tiranizarlo, ser la causa de este mundo, darle forma.
Vimos entonces cuál era
la concepción
estoica de la naturaleza y por qué Nietzsche la combatía:
esta pretendida
consideración metafísicamente verdadera de la naturaleza,
como indiferente, no
es más que una falsificación a través de la moral
estoica. Pero, ¿puede
entonces añadirse algo respecto a lo que es la naturaleza, sin
estar mediada
por una moral? En La ciencia jovial
reza lo siguiente: “El carácter total del mundo por toda
la eternidad no es más
que caos; aunque no en el sentido de una ausencia de necesidad, sino de
una
ausencia de orden, de organización, de forma, de belleza, de
sabiduría y de
todo cuanto tenga que ver con nuestra estética
antropomórfica” (Nietzsche, F.
2001, 202). Nietzsche prosigue el aforismo 108 con una crítica
radical a
cualquier interpretación antropomórfica de la naturaleza,
negando incluso
cualquier descripción de lo que la naturaleza es por la
positiva. En la
naturaleza no hay fines, de la misma manera que tampoco hay azar,
puesto que la
última sólo tiene sentido en un mundo en el que exista la
primera. No hay, de
idéntica manera, leyes, ni alguien que mande ni que obedezca en
la naturaleza.
Incluso si quisiéramos describir al mundo como un lanzamiento
desafortunado de
dados, haríamos uso de una expresión que no es
lícita utilizar en virtud del
antropomorfismo que encierra. Es menester entender que ninguna
sustancia es
imperecedera. Para finalizar, Nietzsche resume su posición en
cuatro
interrogantes: “¿Cuándo terminaremos con nuestras
precauciones y protecciones?
¿Cuándo dejarán de oscurecernos todas esas sombras
divinas? ¿Cuándo llegaremos
a desdivinizar completamente a la naturaleza? ¿Cuándo
podremos comenzar,
nosotros los hombres, a naturalizarnos
con esa naturaleza pura, de nuevo encontrada, de nuevo redimida?”
(Nietzsche,
F. 2001, 203. Cursivas del original).
La forma en que Nietzsche
entiende la
naturaleza es así difícil de describir con palabras y de
definir con
categorías, puesto que toda noción presta a utilizar
incurre siempre en el
error antropomorfizar a su objeto de conocimiento. Las únicas
indicaciones que
nos brinda el filólogo alemán son que el carácter
total del mundo es un caos.
De ellos podemos sacar dos corolarios: primero, que el conocimiento que
los
hombres tenemos de la naturaleza es fragmentario, divido y arbitrario,
y no en
términos totales; y segundo, entender que lo propio del mundo y
la naturaleza
es el caos significa concebir ese “flujo del devenir”
(Nietzsche, F. 2001, 208)
que atraviesa a la naturaleza entera y que escapa enteramente a las
categorías
que utilizamos para comprenderla. El conocimiento humano, en este
sentido, es
perspectivista: toda valoración moral es del orden de lo
aparente y de ninguna
manera una certeza ontológica revistiendo un carácter
verdadero: “mi teoría del
mundo del bien y del mal [significa que] es sólo un mundo
aparente y
perspectivista” (Nietzsche, F. 2010, 467). En efecto, este
conocimiento de la
apariencia es aquel que es imprescindible para la vida misma, en tanto
que
resulta imposible conocer a la naturaleza mediante categorías
que escapen al orden
valorativo humano: “no existiría vida alguna a no ser
sobre la base de
apreciaciones y de apariencias” (Nietzsche, F. 2013b, 76). Y esto
entendido
adecuadamente: no se trata de que el ser humano debe conformarse con un
conocimiento apariencial puesto que lo esencial se le encuentra vedado,
como si
se trataran de dos órdenes distintos: como veremos más
adelante, el filosofar
histórico que Nietzsche propugna es un filosofar que recusa de
cualquier dato
eterno o verdad absoluta (cfr. Nietzsche, 1996: 44): sólo hay
devenir, no
sujeto a un fin ni a una lógica determinada.
*
*
*
A lo largo de la
reposición que hicimos de
Spinoza podemos llegar a algunos corolarios que se acercan a la
posición
defendida por Nietzsche. Dado que la naturaleza es equiparada a la
noción de
Dios, hemos tenido que hacer un rodeo respecto de las principales
categorías
del sistema ontológico spinoziano como así también
las propiedades,
características y causalidades divinas para hacer claro el
punto: la
naturaleza, de acuerdo a Spinoza, no tiene fines ínsitos, no
tiene telos, como así tampoco un sentido
valorativo
determinado. Cualquier adjudicación de estos elementos a la
naturaleza es, así,
antropomorfizar a la naturaleza, concibiéndola a su imagen y
semejanza,
recayendo una vez más en el tan mentado prejuicio finalista. En
este respecto,
Nietzsche parecería ubicarse en una posición aquende, y,
al mismo tiempo,
hiperboliza la crítica: no sólo él también
condena cualquier interpretación
antropomórfica que pueda hacerse de la naturaleza,
adscribiéndole fines, sino
que recusa cualquier intento de imputarle una causalidad a su devenir,
y aún
más, de seguir un método geométrico (ese more
geometrico spinoziano) como un medio para estudiarla. Así,
para Nietzsche
la naturaleza no es otra cosa que caos, un flujo permanente, puro
devenir. En
suma, para ambos autores la naturaleza no se describe en
términos morales,
puesto que, como veremos a continuación, esa es una
dimensión propia de lo
humano.
Como mencionamos hacia el final
de nuestra
presentación de Spinoza en el apartado anterior, el hecho de
atribuir un fin a
la naturaleza (o Dios) tiene su explicación en el prejuicio
finalista que le es
propio al apetito humano. El origen de este prejuicio finalista el
amsterdamés
lo elucida en el apéndice a Ética I:
allí se propone, en primer lugar, mostrar la causa de este
prejuicio, para
luego explicitar su falsedad, y, finalmente, explicar el resto de los
prejuicios que abundan y que se derivan de este tan mentado prejuicio
finalista. Así, el objeto de Spinoza es refutar estos prejuicios
que se
traducen en la aceptación de una serie de valores respecto de la
necesariedad
natural que los recusa. Para hacer esto, el filósofo entra en una polémica no
sólo
contra los otros filósofos sino contra los hombres en general,
referida a cómo
ellos explican las cosas, no por sus causas, sino refiriéndose a
los
pretendidos fines, que interpretan como causas finales, dando
así una
representación deformada, o, mejor dicho, invertida, de la
realidad. Este es el
prejuicio finalista, de dónde se derivan los restantes
prejuicios: la causa
final, tomar al efecto por causa. Pero Spinoza hace algo más:
simultáneamente
desarrolla una explicación positiva en su principio, una
explicación de la
génesis de esta manera (invertida) de considerar las cosas,
demostrando, sí,
que su contenido no es racional, y asimismo que ese contenido no es
producido
sin razón alguna, reconociendo su lugar en el orden
epistemológico humano.
La
intención de Spinoza es entonces la de someter los prejuicios a
un examen
estrictamente racional, puesto que los prejuicios son justamente un
obstáculo a
la compresión racionales del orden de las cosas. Por eso Spinoza
va a
contentarse en este Apéndice solamente con una
constatación factual, a saber,
que “todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las
cosas y que todos
tienen el deseo de buscar lo que le es útil” (Spinoza,
B. 2000, 68). Dicho
con otras palabras: nacemos ignorantes de las causas de las cosas, pero
somos
conscientes de nuestros deseos. Así, creemos que estos mentados
deseos son
espontáneos o producto de nuestra voluntad libre, cuando en
verdad son efectos
de las cosas con las que nos topamos y conocemos. Los seres humanos,
pues,
sumidos en eso que Spinoza denomina como primer género de
conocimiento, esto
es, experientia vaga, se creen
libres, se imaginan que son libres, y actúan de manera
incondicionada respecto
al mundo. Esta estructura de tener conciencia del deseo, pero ignorando
de su
causa va a ser entonces extrapolada hacia la naturaleza: el hombre
traslada la
explicación de su propia conducta a la explicación de la
naturaleza: la
naturaleza actúa, de esta manera, de acuerdo a fines. En la
naturaleza ellos
encuentran objetos útiles, meros medios para satisfacer finales.
Pero los
hombres no pueden concebir que las cosas se habrían dispuesto y
hecho a sí
mismas, por lo que inevitablemente presuponen que es otro quien las
dispone de
esa manera. De esta manera suponen la existencia de rectores de la
naturaleza,
que proporcionaron todas las cosas en beneficio de los hombres. Estos
rectores
de la naturaleza o Dioses que lo dirigen todo según su voluntad
y fin son, a la
postre, honrados por los hombres para obtener así el mayor de
los beneficios.
Se figuran un Dios antropomórfico, susceptible a los mismos
favores y apetitos
que los propios hombres, como si detentara la misma libertad humana.
Dando
cuenta de cómo ha surgido este prejuicio finalista, Spinoza
puede explicar cómo
también han surgido los restantes prejuicios que se derivan de
éste. Estos
prejuicios derivados son enumerados, a saber: “bueno,
malo, orden, confusión,
caliente, frío, hermosura
y fealdad; y,
como se consideran libres, surgieron estas nociones, a saber, alabanza y vituperio, pecado
y mérito” (Spinoza,
B. 2000, 68. Cursivas
del original). Hablaremos sobre el prejuicio “bueno-malo” a
continuación, pero
antes me gustaría acotar algo sobre esta estructura binaria que
Spinoza nos ha
dejado traslucir. Todas las estructuras mentales que aplicamos a la
realidad
proceden de nuestra propia medida y se identifican en forma abusiva con
lo que
las cosas son para nosotros, considerándolas como medios para un
fin. Todos
nuestros juicios de valores operan en perspectiva, relativamente a
nosotros, y
a lo que nosotros pensamos que constituye nuestro interés: eso
que nosotros
consideramos primero en las cosas, lo que ellas pueden eventualmente
molestarnos y no lo que ellas son en sí mismas. Esta es la
razón por la cual
los hombres son naturalmente ignorantes de las causas de las cosas: lo
que les
preocupa ante todo son los efectos y no las causas, lo que viene a
tomar en
forma inversa el movimiento por el cual las cosas se hacen en la
realidad. De
ahí Spinoza saca todas las categorías del conocimiento
inadecuado, categorías
fugaces, parciales e inciertas. En los pares de parejas que mencionamos
recién
opera siempre un mecanismo mental idéntico: el de poner en
funcionamiento
parejas de oposición cuya lógica sólo tiene
sentido por nosotros y en relación
a nosotros, mismo si estos pares de categorías terminan por ser
hipostasiadas,
reificadas, separadas de nosotros y alojadas en la realidad por su
propia
cuenta. Estas lógicas de expresión polares son por
excelencia la expresión de
un pensamiento de lo relativo, que valora una cosa no por lo que ella
es en
realidad sino por relación a su contrario. Y lo que permite
amarrar la
existencia de cosas al interior del espacio delimitado por los polos
extremos
es siempre nosotros, nuestra necesidad y nuestra conciencia que
nosotros
tenemos, que ofrece un centro en relación al cual los polos se
distribuyen.
Como dice Macherey: “Razonando de esta manera, lo que nosotros
hacemos es
proyectar sobre el mundo una grilla interpretativa cuyo principio se
encuentra
en nosotros mismos, sobre todo en nuestra afectividad que instala en
tal
espacio polarizado donde se despliega entre dos extremos que son la
potencia
(realización óptima de eso que en nuestra naturaleza nos
determina a ser) y la
impotencia (o la realización mínima de esta
determinación)” (Macherey, P. 2013,
260). Si nosotros tenemos juicios de valor sobre la realidad, siguiendo
una
senda que no tiene que ver con el conocimiento verdadero, esto sucede
así
porque nuestra propia existencia es polarizada, expuesta siempre a la
alternativa de lo más y lo menos bueno, sea que ella tienda a un
uso máximo de
la potencia que está en nosotros, sea que ella vaya a un uso
mínimo de ella.
Estos juicios de valor no tienen el estatuto de verdadero conocimiento
porque
no pueden ser separados de las instancias de valoración a las
que se relacionan
circunstancialmente: el interés práctico en el cual estos
juicios de valor
encuentran su fuente de legitimación los orientan no del lado
del objeto al que
se aplican, sino del lado del sujeto interesado. Y este sujeto se
encuentra
permanentemente tironeado entre dos exigencias de sentido contrario,
que se
desarrolla en el sentido de lo contingente o lo posible, que
sólo la
intervención de la razón permite reconciliar con la
necesidad del orden de las
cosas. Si los hombres se figuran ellos mismos como libres, es porque
son
impedidos o desviados de efectuar espontáneamente, sin
intervención de la
razón, esta reconciliación: es en este espacio negativo
abierto por este
impedimento que aloja su libertad que hace de la imaginación un
principio
positivo.
Así, si
por caso se trata del bien y el mal, Spinoza muestra cómo los
hombres, buscando
lo que es útil para ellos, en un primer momento redujeron todas
las cosas a
fines que consideraron propios, y luego en un segundo momento
proyectaron esos
fines al exterior de ellos mismos incorporándolos como
fenómenos
sobrenaturales: “En efecto, a todo lo que conduce a la salud y al
culto de
Dios, lo llamaron bien y, en cambio,
a lo que les es contrario, le llamaron mal”
(Spinoza, B. 2000, 71). Con las categorías del orden y el
desorden sucede algo parecido: este par de categorías expresa
las preferencias
que son personales y que sólo refieren a nosotros, en tanto
podemos recordar e
imaginar fácil o dificultosamente un acontecimiento en la
naturaleza. La
alternativa del orden y del desorden se transporta del plano de la
existencia
humana al de la naturaleza divina y sus presuntos voluntad y
entendimiento,
hecho preparado por la imaginación: imaginamos que Dios ha
inyectado en el
mundo un orden propio. Suficiente por el momento.
Ahora
bien, ¿qué podemos decir al respecto de Nietzsche?
Encontramos en el filólogo
una crítica similar a la realizada por Spinoza. Veamos:
“Nosotros operamos con
cosas que simplemente no existen: líneas, superficies, cuerpos,
átomos, tiempos
y espacios divisibles –¡cómo sería posible la
explicación, si antes nosotros
todo lo reducimos a una imagen, a una
imagen nuestra!– ” (Nietzsche, F. 2001, 207-208. Cursivas
del original). Lo que
pretendemos conocer, de esta manera, es un falseamiento, una
imposición de
categorías y conceptos que solamente emanan de nosotros a fin de
amoldar la
realidad, creyendo que eso que conocemos aparece entonces de manera
más
completa y ordenada, creyendo que, así, podemos brindar una
explicación de ese
fenómeno al cual nos abocamos. Al respecto, dice Nietzsche:
“Ahora bien, con
eso no hemos comprendido nada
(Nietzsche, F. 2001, 207).
Es en
este mismo sentido que Nietzsche arremete contra la lógica:
“La lógica está
vinculada a la condición y al supuesto de que hay casos
idénticos. Para que
puedan existir una lógica, en definitiva, debe convenirse o
fingirse esa
condición o ese supuesto que se dan. Es decir: que la voluntad
para la verdad
lógica sólo pueda realizarse después de haber
admitido una falsificación
fundamental de todos los hechos” (Nietzsche, F. 2000, 349). Las
igualdades que
se ven lo son sólo en apariencia, producto de ese órgano
poco refinado del
espíritu débil que anhela igualdad por todos lados, que
asimila lo orgánico y
la pervierte por algo inorgánico, duradero, ahistórico.
Hete aquí “la
paradójica tesis de Nietzsche: que lo que llamamos verdad
descansa sobre un
falseamiento de la realidad: la misma pretensión de verdad del
pensamiento
discursivo es sólo una apariencia” (Wellmer, A. 1993,
146). Así, si el mundo se
nos aparece como lógico es porque nosotros lo hemos logificado,
nosotros hemos
dado la forma a ese material que no la tiene, hemos creado esa cosa
igual,
transaccionable, permutable.
“Esta coacción de formar conceptos, especies,
formas, fines, leyes –“un mundo de casos
idénticos” – no debe comprenderse como si con
ello estuviéramos en
condiciones de fijar un mundo verdadero;
sino como coacción de
arreglarnos un mundo en el que nuestra
existencia sea posible –con ello creamos un mundo que es para
nosotros
calculable, simplificado, compresible, etc.” (Nietzsche, 211b:
279). Todo este
orden dado a la naturaleza a través de nuestras
categorías y conceptos, es,
como ya adelantamos con la cita de Albrecht Wellmer, apenas una mera
expresión
de la voluntad de poder del hombre, producto del propio querer del
hombre, y no
algo dado. “[T]ener fines, metas, intenciones, que querer
sea en general tanto como querer-llegar-a-ser-más-fuerte,
querer crecer, y querer, además, los medios
para ello” (Nietzsche F. 2015, 394. Cursivas del original).
Ahora
bien, es interesante que Nietzsche no se limita a denunciar lo
artificial de
todos estos órdenes, sino que también les reconoce su
carta de ciudadanía e
indispensabilidad para la propia vida humana. Lo que está en
juego es la
necesariedad de las valoraciones para la vida: “No
existiría vida alguna a no
ser sobre la base de apreciaciones y apariencias perspectivistas”
(Nietzsche,
2013b: 76). No hay algo así, en Nietzsche, como un mundo
verdadero aislado del
aparente, sino que ambos se encuentran inextricablemente ligados, son
inseparables, tal como lo explaya en su “Historia de un
error”: “¡Al eliminar
el mundo verdadero hemos eliminado también el aparente”
(Nietzsche, F. 2013a,
72). De lo que se trata es de admitir que, antes de desterrar y de
reducir lo
apariencial y lo valorativo a mero resto supernumerario, sino de
resaltar el
hecho de que estas valoraciones son imprescindibles y que de ellas
depende una
potencialización de la vida: “los juicios más
falsos son los más
imprescindibles para nosotros, el hombre no podría vivir si no
admitiese
ficciones lógicas, si no midiese la realidad con el metro del
mundo puramente
inventado de lo incondicionado, idéntico-a-sí mismo, si
no falsease
permanentemente el mundo mediante el número, - que renunciar a
los juicios
falsos sería renunciar a la vida, negar la vida (Nietzsche, F.
2013b, 31).
Llegamos
entonces al punto paradójico respecto de cómo concibe
Nietzsche al pensamiento,
una consideración ciertamente extensiva a la opinión
mantenida sobre el resto
de los valores: “El conocimiento es el mismo pensamiento, pero el
pensamiento
sometido a la razón como a todo lo que se expresa en la
razón. (…) De cualquier
forma la razón tan pronto nos disuade como nos prohíbe
franquear ciertos
límites: porque es inútil (el conocimiento está
ahí para prever), porque sería
malo (la vida está ahí para ser virtuosa, porque es
imposible (no hay nada que
ver, ni pensar tras lo verdadero” (Deleuze, G. 2013, 142). Es
menester recusar
de esta noción de conocimiento tan ominosa por otra que sea
propicia para la
vida: la vida como fuerza activa del pensamiento; tal es el caso
homólogo con
el tópico de los valores.
Así es
como Nietzsche emprende su propia labor genealógica, entendida
como la búsqueda
de la procedencia de los valores y las moralidades, siguiendo ese
rastro
discontinuo, azaroso, erróneo. Si nos mantenemos aquende a esta
senda, veremos
que seguir la “filial compleja de la procedencia es mantener lo
que pasó en la
dispersión que le es propia, es percibir los accidentes, las
desviaciones
ínfimas, los errores, los fallos de apreciación, los
malos cálculos que han
producido aquello que existe y es válido para nosotros; es
descubrir que en la
raíz de lo que conocemos y de lo que somos no están en
absoluto ni la verdad ni
el ser, sino la exterioridad del accidente” (Foucault, M. 1992,
11). La tarea
del genealogista es entonces la de hurgar y mostrar la violencia, la
fuerza y
los intereses que subyacen a eso que se nos aparece como objetivamente
dado e
incólume. Para realizar esto, entonces, se debe acudir a la
historia, a ese
espíritu histórico que permitirá explicitar
cómo esas valoraciones han devenido
a lo largo del tiempo, pero también debe mostrar su
inscripción y enraizamiento
en la propia corporalidad de estos tipos fisiológicos que son
los seres
humanos. Es en el cuerpo donde los vericuetos pasados dejan su marca y
son
precisamente los cuerpos los que entran en lucha entre sí. En
este sentido, la
genealogía es una suerte de articulación entre historia y
cuerpo.
De esta
manera queda plasmado el estudio genealógico en relación
con los conceptos de
bueno y malo. Al contrario de los vulgares filósofos de la
moral, quienes
adscribían la explicación de estas nociones morales a la
utilidad, ya olvidada,
propia de su contexto: siendo “buena” aquella persona a la
que se le dispensaba
alabanza por parte de aquellos a quienes le resultaban útiles
estas acciones no
egoístas. Al contrario, una explicación
genealógica, que no encalla en una concepción
a la cual las palabras guardarían impolutas su sentido, como si
la lógica o la
dirección permanecieran inmutables, debe mostrar las luchas y
enfrentamientos
que le subtienden: “toda moral consiste en que es una
coacción prolongada”
(Nietzsche, F. 2013b, 146). En este sentido, explica Nietzsche, un
argumento
más factible sería el de postular que fueron los
“buenos” mismos quienes se
valorizaron como tales, fueron los poderosos, los guerreros quienes,
exteriorizando su poder, imponían los juicios de valor
ordenadores del rango,
creaban valores y establecían su nombre. Prosiguiendo, a partir
de un análisis
filológico, Nietzsche podía dejar en claro cómo
operó un cambio de sentido en
esas nociones de “bueno” (Gut),
establecido y entendido como noble, dominador, conquistador, para pasar
luego a
ser concebido bajo la mirada transvalorante del resentimiento, propio
del
esclavo, que se define sólo por contraposición a este
“buen” noble: lo “bueno”,
ahora transvalorado, es meramente reactivo y asociado con lo
desgraciado y lo
pobre. Así también sucede lo mismo con la noción
de “malo” (Schlecht), de origen noble, y
con lo
“malvado” (Böse), de origen reactivo.
*
*
*
Sintetizando los argumentos
esgrimidos por
cada autor, tenemos, por un lado, la elucidación de Spinoza del
origen de los
prejuicios que plagan la vida de los hombres y se constituyen como un
óbice
para el adecuado entendimiento de la naturaleza, esto es, explicar los
efectos
a partir de sus causas, y no viceversa, permite ubicar sus coordenadas
en este
prejuicio finalista que tiene su asiento en la propia naturaleza
pasional y
deseante de los hombres. Así, es el hombre quien impone su
propia grilla
interpretativa-valorativa para comprender el mundo. Pero con esto el
hombre no conoce
causalmente el mundo, no acompaña al adecuado desarrollo de los
acontecimientos, sino que los hace pasar por su propio tamiz moral,
eminentemente antropocéntrico. De manera similar, Nietzsche
también resalta la
imposición de conceptos propiamente humanos en relación a
la comprensión de su
entorno, adjudicándole fines, reduciéndola a un mero
cálculo formulaico,
detectando una regularidad. Lo interesante de la propuesta de ambos
autores es
que, luego de reconocer que la moral y los juicios de valor tienen su
origen y
son propios de la dimensión afectiva humana, ellos emprenden una
labor
genealógica de los mismos, a fin de desenmarañar su
origen y de palpar los
peligros que les son inherentes: una genealogía que da cuenta de
la procedencia
de estos valores que no se encuentran desligados de la corporalidad del
hombre.
En el caso de Spinoza, la hipótesis más dañina es
la de postular una naturaleza
intrínsecamente moral, junto con la postulación de un
Dios antropomórfico que
decide unilateralmente lo bueno y lo malo. Nietzsche, por su parte,
realiza un
diagnóstico de época: el triunfo de las fuerzas reactivas
por medio del imperio
de valores suprasensibles, extramundanos, que no hacen otra cosa que
depreciar
la vida.
En la elucidación que
Spinoza hace de los
valores que surgen del mentado prejuicio finalista, el holandés
hace hincapié
en el hecho de que el entendimiento racional debe desanudar y
rectificar esta
invertida manera de explicar los acontecimientos del mundo por sus
efectos y no
por sus causas. Así, no
afirmar nada respecto de la naturaleza de las cosas es dejar de lado
qué es lo
que las constituye realmente, preocupándonos solamente por la
utilidad que
puedan comportar para nosotros eventualmente en tal u otra
ocasión. En este
sentido, es tarea del entendimiento desarrollar sobre la naturaleza de
las
cosas un punto de vista realmente afirmativo, comprendiéndolas
por sus causas,
tal como ellas se hacen, en lugar de interpretarlas como un medio en
vistas a
un fin que le es exterior. El hecho de no conocer las cosas tal como
son en sí
y el de no conocer su verdadera naturaleza son dos cosas inseparables:
es
porque permanece ignorada la naturaleza de los mecanismos mentales que
guían
nuestra aprehensión espontánea del mundo que podemos
proyectar sobre el mundo
categorías que nos son personales y que sólo tienen valor
para nosotros,
dejando de lado la realidad objetiva de las cosas que, sin saberlo, se
reduce a
nuestra propia naturaleza. La imaginación es lo que resulta del
juego entre esta
doble ignorancia y se manifiesta a través de los efectos de
confusión que
impiden desentrañar los juicios de valor respecto de los objetos.
Nosotros
nos encontramos en la medida de comprender si razonamos, no desde el
punto de
vista personal, sino integrando nuestros pensamientos al orden de las
cosas,
con el objeto de reproducir mentalmente ese orden. Sólo podemos
pensar que las
cosas se hayan hecho imperfectas para conocer y amar por vía de
la imaginación,
porque en nuestro entendimiento arribaríamos a otra
conclusión, puesto que por
medio de éste tenemos acceso a la infinidad, uniéndonos
así a la naturaleza
entera y absorbiéndonos en su necesaria perfección.
Nuestro entendimiento es
parte del entendimiento infinito y no una cosa distinta de él.
Así es como
Spinoza termina el Apéndice a Ética
I, volviendo sobre estos prejuicios que él cree que son un
obstáculo a la
realización de nuestra naturaleza. Así, la empresa
geométrica de Spinoza de
entender a la naturaleza significa un intento de concepción
organizado bajo el
modelo según el cual se deriva del proceso causal, y reproduce
así tal como es
en sí mismo el orden de lo real, lo que lleva a comprender el
interior de las
cosas tales como ellas son y como ellas se hacen, siguiendo el
movimiento
racional que conduce de la causa a los efectos, y no a la inversa.
Ésta es la
forma correcta de explicar la naturaleza, muy lejos de los mencionados
prejuicios que, en cambio, entorpecen su compresión.
Ahora
bien, ¿qué hacer con esos prejuicios, esos valores que
son, efectivamente, un
agregado que los hombres añaden a esas acciones que, en
sí mismas, serían
objetivas, sumamente perfectas? Lo primero que podría acotarse a
cuentas de
este problema es que estos actos de comparar las acciones entre
sí y de
valorizarlas es inevitablemente humano, inerradicable e ínsito a
su propia
esencia en tanto que ser viviente deseante. Aceptar y reconocer esta
configuración valorativa de los hombres, empero, no es algo
inocente o
gratuito: muy al contrario, la “desnormativización”
del ser que Spinoza plantea
supone una enorme y agobiante responsabilidad que oscila entre dos
abismos en
los cuales nunca hay que caer: “Porque en esta filosofía
es imposible tomar el
atajo de ‘suspender el juicio’ y pretender con ello asumir
la libertad de la indeterminación,
pero también es imposible aspirar a regirse y disculparse
mediante juicios
formales, liberados de pasiones, informados por el puro poder
autoevidente de
verdades que se impondrían solas a una conciencia moral
universalizable” (Abdo
Ferez, C. 2013, 193). La asunción de esta responsabilidad no es
una tarea
excepcional que se añade al tratamiento del problema de los
valores en su
dimensión moral, social y política, sino que es apenas
fruto de asumir el hecho
de que el hombre no es excluyentemente pura potencia o pura impotencia,
sino
que se encuentra atravesado por esta dinámica pasional y
afectiva entreverada
que va a la par de la configuración del poder colectivo.
Dice
Macherey que “en la tercera parte de la Ética
más que en ninguna otra aparece el punto de la empresa de una
‘ética demostrada
a la manera de los geómetras’ mezclada entre las apuestas
teóricas y las
apuestas prácticas” (Macherey, P. 1995, 10). En este
sentido, el objetivo de
Spinoza es integrar la afectividad al orden común de las cosas
en tanto que
éstas son también sumisas a las mismas leyes causales de
todos los otros
fenómenos que suceden en la naturaleza. Aun así las
manifestaciones de la
afectividad puedan mostrar ciertas particularidades propias, no se las
debe
apartar y encerrar en un espacio insondable de la razón, como si
se tratara de
un objeto ad hoc, sino de someterlas
a un análisis racional que permita estabilizarlas y reducir su
variación. Lo
que busca hacer Spinoza, entonces, es desterrar una explicación
que supedite
los afectos a razones del orden de lo intencional, como una
prerrogativa de la
voluntad del hombre, incondicionada, y, en su lugar, adoptar un
principio
causal que permita reconstruir la red del conjunto de la realidad hasta
sus
causas, para poder, así, deducir de allí la necesidad de
todas las
consecuencias que se siguen y cuyo desarrollo forma la materia de
nuestros
sentimientos. La tarea de Spinoza consistirá entonces en
propiciar las
afecciones alegres, esto es, que aumentan nuestra potencia, al mismo
tiempo que
“ese esfuerzo por entender [que] es el primero y único
fundamento de la virtud”
(Spinoza, B. 2000, 200), signa esta empresa por devenir activo,
tener una idea adecuada, siguiendo el verdadero ordo
philosophandi, y ser causa adecuada, de modo que todos los
efectos se siguen de nosotros y pueden ser concebidos clara y
distintamente por
nosotros.
Nietzsche
profiere contra el triunfo de las fuerzas reactivas, esto es, aquellas
fuerzas
que atentan contra la vida y que disminuyen la potencia de los hombres
y que
obliteran su capacidad de crear. Pero es imposible hablar de algo
así como una
perpetua permanencia de las fuerzas reactivas: hay, si se quiere, una
complicidad, entre las fuerzas reactivas y una voluntad que desarrolla
las
proyecciones que de ellas se derivan y organiza las ficciones
necesarias para
su mantenimiento. Así, las fuerzas reactivas requieren de la
voluntad de nada
de la misma manera que la voluntad de nada recurre a las fuerzas
reactivas:
tiene necesidad de las fuerzas reactivas en tanto medio por el cual la
vida
debe autocontradecirse, negarse, aniquilarse. En esto se cifra el
nihilismo
como valor de nada, en donde la vida es depreciada, de donde surge la
ficción
que se constituirá como un opuesto a eso que es la vida. A esta
depreciación de
la vida se llega, como fuimos diciendo anteriormente, con el desarrollo
y la
institución de un mundo suprasensible, con la idea de otro
mundo, coronado por
la idea de valores superiores a la vida (e.
g. Dios, la verdad, el bien, la esencia, etc.). En este sentido,
los
valores superiores y enfrentados a la vida no se separan de su
necesario efecto
que supone la depreciación de la vida y la negación de
este mundo. Entramos
entonces en el reino del nihilismo que se expresa no sólo en los
valore superiores
a la vida sino también en los valores reactivos que ocupan su
lugar: el imperio
de lo negativo, donde la acción nada puede por sobre la
reacción. Aún más, bajo
este imperio la vida no puede más que volverse contra sí
misma, separada de lo
que puede, para convertirse en fuerza reactiva. La
alternativa que Nietzsche propone a este diagnóstico nihilista
no es entonces la erradicación total de valores de la vida
humana. En cierta
manera similar a la spinoziana, Nietzsche también reconoce lo
inerradicable de
los juicios de valor humanos: ellos son la expresión de la
potencia, bien se
trate de valores que sean útiles a la vida bien la deprecien. Lo
que propone el
filólogo alemán ante esta situación es la
transvaloración de todos los valores.
Y esto debe interpretarse de la siguiente manera: no se trata tanto de
una
transmutación de los valores como sí de un “cambio
del elemento del que derivan
esos valores” (Deleuze, G. 2013, 240). Cambiar, así, los
elementos, es
equivalente al fin del nihilismo: la recuperación de la
acción; y esto sólo
puede producirse teniendo en cuenta esa instancia más profunda
de la que
deriva. Aquí se cifra lo imprescindible de la
transvaloración de los valores:
“no se trata de una simple sustitución, sino de una
conversión” (Deleuze, G.
2013, 245). Transvalorar es así tanto el valor que se deriva de
lo positivo y
lo afirmativo, como lo negativo que se convierte en poder de afirmar,
lo
negativo que se pone al servicio de lo afirmativo. La negación
no es ya,
entonces, la vida conservada, sino el acto de sacrificio de las formas
reactivas, por lo que la afirmación se convierte en lo
único que subsiste en
tanto que poder independiente de lo cual lo negativo es subsidiario. En
este
sentido, la transvaloración es también la crítica
y la pérdida de valor de los
valores conocidos, una destrucción que va de la mano de la
inversión de los
valores: la desvalorización de los valores reactivos y la
instauración de
valores activos, útiles para la vida.
Toda
afirmación, en esta propuesta contra-nihilista, implica
así una negación. A
diferencia del sí del asno que no sabe decir no, soportando esta
carga
nihilista sobre su lomo, el sí dionisíaco puede y debe
decir no. Así, el
afirmar es creer, y no asumir. El mundo no es verdadero o real, sino
que es viviente.
El mundo es voluntad de poder, o, en todo caso, voluntad de lo falso
efectuada
mediante diversos poderes. Vivir es valorar: todo es valoración.
Incluso
afirmar es valorar, pero un valorar entendido como crear valores nuevos
que
sean los de la vida, que la vuelvan activa, teniendo como lontananza al
superhombre y no al hombre, puesto que en la tarea activa de la
depreciación
implica a su vez la negación del hombre: el hombre debe querer
perecer y ser
negado, transmutando su cualidad, purificando su cuerpo,
moldeándolo y
liberándolo del pasado. El peligro que acecha al individuo es
así la gravedad y
el peso a los que se encuentra sujeto por mor de la metafísica y
de la
religión. Es necesario para él aligerarse: es la pereza,
la melancolía, esa
gravedad, “la que le impide al cuerpo alcanzar su primera
naturaleza” (Cano, G.
2001, 24), un volver a aprender del cuerpo mediante la práctica
constante.
De esta
manera, la voluntad de poder que Nietzsche propugna significa
“que lo múltiple,
el devenir, el azar, seas objeto de afirmación pura”
(Deleuze, G. 2013, 274).
Aquello por lo que Bataille se sentía cercano a Nietzsche, a
saber que “la
aspiración extrema, incondicional, del hombre ha sido expresada
por Nietzsche
por vez primera independientemente de un fin moral, del servicio de un
Dios”
(Bataille, G. 1979, 13), tiene ciertamente ecos en la propuesta
nietzscheana
del superhombre y en la idea de destrucción y creación de
valores realizada por
ese niño que ríe, juega y danza, los certeros poderes
afirmativos de la
transvaloración: la afirmación de lo múltiple, del
azar y del devenir.
Retomando aquello que hemos
advertido al
final de la introducción al presente artículo, no debemos
dejar que el trabajo
de acercamiento entre las posiciones de Spinoza y de Nietzsche nos
hagan
olvidar las profundas diferencias que, en la base del pensamiento de
cada uno,
los separan. Comencemos primero por el segundo de los autores: respecto
de
Nietzsche, quizás podamos encontrar el material más
proficuo para clarificar esta
distinción en Genealogía de la moral,
cuando el oriundo de Röcken advierte lo siguiente:
Para mí es evidente,
primero, que esta
teoría [la de los psicólogos ingleses] busca y
sitúa en un lugar falso el
auténtico hogar de lo nativo del concepto de lo
“bueno”: ¡el juicio “bueno” no
procede de aquellos a quienes se dispensa “bondad”! Antes
bien, fueron los
“buenos” mismos, es decir, los nobles, los poderosos, los
hombres de elevada
posición y elevados sentimientos, quienes se sintieron y se
valoraron a sí mismos
y a su obrar como buenos, o sea, como algo de primer rango, en
contraposición a
todo lo bajo, abyecto, vulgar y plebeyo. Partiendo de ese pathos
de la distancia es como se arrogaron el derecho de crear
valores, de acuñar nombre de valores: ¡qué les
importaba a ellos la utilidad!
(…) El pathos de la nobleza y de la
distancia, como hemos dicho, el duradero y dominante sentido global y
radical
de una especie superior dominadora en su relación con una
especie inferior, con
un ‘abajo’ –éste es el origen
de la
antítesis “bueno” y “malo”. (Nietzsche
F. 2011, 42)
Cabe aquí, entonces,
encontrar, quizás, la
diferencia fundamental que aparta a Nietzsche de Spinoza. Nietzsche
ubica las
coordenadas de un tipo fisiológico determinado, dicho con otras
palabras, de un
ser humano específico, que crea valores activos, esto es, que
son útiles para
la vida, en los nobles, los fuertes o los poderosos. Para Nietzsche no
se trata
entonces de adoptar una explicación utilitarista, es decir, las
cosas no son
buenas porque resultaron en un comienzo útiles o convenientes,
sino que son
buenas porque así han sido establecidas y denominadas como
expresión de la
voluntad de poder activa y creadora de estos hombres de la casta
guerrera, de
estos nobles. Nobles a quienes la utilidad les resultaba algo
dispensable pues
ellos fueron quienes impusieron y quienes establecieron que su actuar y
su
valorar eran buenos, ellos se denominaron como buenos a sí
mismos, como algo de
primer rango, diferenciándose de lo bajo y lo vulgar, de los
débiles, de los
esclavos. Esta denominación y diferenciación,
podría decirse, es expresión
directa de su fortaleza, de su voluntad de poder activa y creadora.
En Spinoza, en cambio,
encontramos, al
contrario que Nietzsche, un espíritu de carácter no
aristocrático que anima su
filosofía. Recordemos una de las definiciones centrales de su Ética, en particular aquella que atiene
al concepto de libertad. La definición 7 de la primera parte de
esa obra define
la libertad, o por lo menos esto en una primera instancia: “Se
llamará libre
aquella cosa que existe por la sola necesidad de su naturaleza y se
determina
por sí sola a obrar. Necesaria, en cambio, o más bien
coaccionada, aquella que
es determinada por otra a existir y a obrar según una
razón cierta y
determinada” (Spinoza, B. 2010, 40). Al leer dicha
definición, entonces, vemos
dos cosas: que allí se hace referencia a la cosa libre y a la
cosa coaccionada.
Entre ambas hay a la vez una relación de correlación y de
oposición respecto de
dos sentidos: primero, de acuerdo a la modalidad en que existen, y
segundo, de
acuerdo a la modalidad en que ejercen su potencia. En primer lugar, es
decir,
en lo concerniente a su existencia, la cosa libre es aquella que existe
por la
sola necesidad de su naturaleza, lo que nos retrotrae a los
términos utilizados
en la definición primera de causa sui;
mientras que la cosa coaccionada se encuentra determinada a existir por
otra
cosa. Hay, así, una oposición en términos de
existencia entre ambas cosas: una
oposición entre existir por sí (cosa libre) y existir por
otro (cosa
coaccionada). Pero también se trata de no considerar esta
oposición a manera de
una alternativa, considerándolas de una manera abstracta, pues
esta oposición
aparece sobre el fondo de una comunidad: si la cosa libre no es
determinada a
existir (como sí la cosa coaccionada), sino que existe en el
absoluto, no por
ello su existencia es menos necesaria, y, por ende, sumisa al principio
de
causalidad: la cosa libre también se explica por una causa, que
es ella misma,
su esencia o naturaleza. En este sentido, la cosa libre no es por eso
menos
necesaria que la cosa que no es libre, esto es, la cosa coaccionada. La
cosa
libre es necesaria en la medida en que está completamente
determinada y es,
así, susceptible de ser comprendida racionalmente. Respecto de
la segunda
dimensión, esto es, el punto de vista de su potencia, podemos
decir lo
siguiente: Spinoza dice que la cosa libre se determina por sí
sola a obrar, en
este sentido, esta cosa da cuenta del proceso de determinación
bajo la
condición de que esta determinación sea siempre la
propia, por lo que
entendemos que su acción está siempre determinada por su
propia naturaleza. Por
su parte, la cosa determinada no existe en el sentido absoluto del
término,
sino que, como ya dijimos, está determinada a existir,
está, a su vez,
determinada a obrar por una razón determinada. Así, la
cosa libre está
determinada a actuar en virtud de su propia naturaleza sin ser
condicionada;
mientras que la cosa coaccionada está determinada a obrar de
acuerdo a una
razón determinada, es decir, condicionada, puesto que su
existencia misma está
también condicionada por otra cosa. Hace falta notar,
también, que al final de
la definición reaparece, en lo que va de la Ética,
por segunda vez la palabra “determinada” en relación
a cómo la cosa coaccionada
manifiesta su potencia, la idea de una determinación, y, por
medio de esto, una
referencia a una condición o razón
“determinada”, que la coacciona; así, la
operación de la cosa coaccionada podría decirse, de
algún modo, doblemente
determinada, o sobredeterminada. Es sumamente interesante hacer notar
estas dos
definiciones de cosa libre, en tanto se autodetermina a actuar, y cosa
coaccionada, porque gran parte del esfuerzo propiamente ético de
este magnum opus va a residir en que las
cosas finitas, que los seres humanos son, sean capaces, a través
de un largo
esfuerzo en detrimento de su propia condición inicial por la
cual obrar en
forma determinada, puedan acceder a la libertad, entendida como cosa
libre, es
decir, que puedan autodeterminarse.
En base a estas
consideraciones, en
Nietzsche en torno a los valores y en Spinoza en relación a la
idea de
libertad, podemos advertir el sesgo aristocrático del primero,
el cual se
encuentra ausente en el segundo. Precisamente, puede verse que
Nietzsche
postula que los valores fueron creados, en una primera instancia, por
un
conjunto de individuos nobles o poderosos, quienes son definidos como
un
conjunto activo, esto es, que crean valores que son útiles o
propensos para la
vida y que constituyen la piedra de toque que estructuran toda su tarea
ética.
Siguiendo estas reflexiones, entonces, la ética nietzscheana
estaría signada
por una propugnación de un tipo de individuos particulares, los
cuales son
capaces de crear valores y de interpretar que la vida se trata de un
devenir
continuo de metáforas en un estado de incesante
producción. Ciertamente, y por
oposición, no detectamos en Spinoza este mismo rasgo selectivo
en lo que
respecta a su labor ética: la ética spinoziana, pues, no
comporta ese carácter
aristocrático presente en Nietzsche, sino que aboga, en tanto
que proyecto de
emancipación y liberación, una autodeterminación
de todos los individuos por
igual, sin establecer una distinción de tipos
fisiológicos particulares. Todos,
podría decir Spinoza, son capaces de devenir libres; todos,
pues, pueden
liberarse de los efectos nocivos que las pasiones impregnan a los seres
humanos.
Luego de estas precisiones,
valga aclarar
que, a través de la puesta en relación de los autores
respecto a estos temas
hemos, en verdad, desarrollado aquella semejanza que Nietzsche ya
había
confesado a su amigo Franz Overbeck en su epístola del 30 de
julio de 1881:
¡Estoy totalmente
admirado, totalmente
fascinado! ¡Tengo un predecesor, y vaya predecesor! Casi no
conocía a Spinoza:
lo que ahora me llevó a él fue una ‘acción
instintiva’. No sólo su orientación
general [la de Spinoza] es semejante a la mía –hacer del
conocimiento el afecto
más poderoso–, sino que, además, yo mismo me
reconozco en cinco puntos
fundamentales de su doctrina; este pensador, el más
anómalo y solitario, me
resulta próximo en lo siguiente: niega la libertad, los fines,
el orden ético
del mundo, la falta de egoísmo, el mal; aunque es verdad que las
disparidades
son grandes, esto se debe más bien a diferencias de tiempo, de
culturas, de
ciencias. In summa, mi soledad que, a
menudo, a menudo, como sucede sobre las cimas muy altas, me
producía sofocos y
hacía que la sangre afluyera por todas partes, resulta ahora,
por lo menos,
compartida con otro. (Nietzsche, F. 2010, 143-144)
De esta manera, aunque no hemos
explicitado
la totalidad de estos puntos que el alemán creía tener en
común con el holandés,
sí el artículo se encuentra animada por este
espíritu de coincidencia que
Nietzsche reconocía por privado.
En este sentido, hemos
comenzado resaltando
que la naturaleza, tal como Spinoza la concibe, se trata de la compleja
y
dinámica interacción entre los infinitos modos finitos,
pasible de ser
explicada causalmente. Así, la naturaleza, y la concurrencia de
causas y
efectos, no tiene, por tanto, un fin o telos
inscripto o dado de antemano, sin ningún propósito ni
interés, sin valores a priori, sin
designaciones morales.
Nietzsche no podía menos que considerar cercanas las spinozianas
proposiciones:
pues para él la naturaleza no es algo aprehensible por medio de
categorías,
conceptos o fines. Resulta a veces difícil definirla por la
positiva, pero podemos
ampararnos en La ciencia jovial: la
naturaleza es caos o el flujo del devenir. Tanto para Spinoza como para
Nietzsche, la naturaleza es también creación: ese conato
spinoziano o ese
derroche sin coto nietzscheano.
Ahora bien, esto nos lleva al
segundo
punto. Si advertimos todo eso que la naturaleza no tiene, que carece,
es porque
estos elementos o nociones que se le intentan imputar provienen de otra
dimensión, una dimensión propia de la humana. En esto se
cifra la denuncia que
Spinoza realiza del surgimiento de la superstición y su
basamento de los
regímenes de servidumbre. Decir que la naturaleza tiene un fin,
o que es buena
o mala no es otra cosa que imponer la propia grilla interpretativa de
los
hombres que tiene su origen en su naturaleza pasiones-afectiva. En
forma
similar, Nietzsche también alerta sobre la aplicación y
utilización de
categorías y conceptos, llegando incluso a poner en tela de
juicio la propia
noción de causa y efecto en tanto supone una
homogeneificación y una violencia
que reduce los fenómenos naturales a algo comparable y medible.
Ese orden
pretendido no es otra cosa que una extrapolación que el ser
humano realiza
hacia la naturaleza, sin conocerla en sí misma. Lo interesante
es que para dar
cuenta de los valores y para demostrar que estos son ínsitos a
la dimensión
humana, ambos autores adoptan un método genealógico que
estudia y elucida la
génesis de estos valores, señalando la violencia
implicada en su forjamiento y
encarnada en el cuerpo mismo: “Spinoza afirmaba que debía
trazarse una
genealogía de los valores para inscribir a la normatividad en
una teoría de los
cuerpos y de sus producciones imaginarias necesarias. O como
traducirá
Nietzsche después, quizás traicionando y munido de la
jerga de las disciplinas
científicas del XIX: que los valores están enraizados en
la fisiología” (Abdo
Ferez, C. 2013, 170).
Esto, a su vez, plantea
problemas y
cuestiones no sólo respecto de la objetividad del conocimiento,
sino que
también abre el espacio a la pregunta por la posición a
ser adoptada antes
semejante diagnóstico. Tanto para Spinoza como para Nietzsche se
trata de
exorcizar las pasiones tristes y lo reactivo: “Spinoza al
denunciar la
tristeza, todas las causas de la tristeza, a todos aquellos que fundan
su poder
en el seno de esta tristeza – Nietzsche al denunciar el
resentimiento, la mala
conciencia, el poder de lo negativo que les sirve de principio”
(Deleuze, G.
2013, 265). La propuesta por la promoción de los valores activos
o alegres es,
así, el último punto en común que buscamos
destacar. Ciertamente una
coincidencia en que implica, de alguna manera, de una suerte de
“re-naturalización” del hombre: bien se trate de la
transvaloración de los
valores mentada por Nietzsche, que le permita al hombre afirmar lo
múltiple, el
azar y el devenir, bien se trate de la promoción de un entramado
afectivo
alegre que permita devenir activo y la búsqueda de esa
“suprema felicidad” (summum bonum) que
consiste en la
“adopción de un modo de vida inextricablemente ligado al
hecho de comprender la
verdadera naturaleza de Dios, de lo que somos y de lo que, en tanto que
nosotros somos en relación con Dios, podemos esperar de la
existencia”
(Macherey, P. 1998, 402), comprender, en efecto, que somos
partícipes de la
naturaleza divina.
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[1]
De ahí la metáfora arendtiana de
“barandilla”, quedando evidenciada
su referencia a los valores.