Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 24 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza / 2022 / Licencia Creative Commons
.


El relato y su silencio:
narrativa de una intersección entre exilio y migración

The story and its silence: narrative of an intersection between exile and migration

Patricia Roitman

Universidad Autónoma de Querétaro, México.

Recibido: 31/10/2021

Aceptado: 10/02/2022


Resumen. El presente ejercicio narrativo articula el relato como mito fundacional de una identidad migrante y el silencio como expresión que cruza al exilio como forma extrema de la extranjeridad y la invisibilidad. La idea es trazar puentes e interconexiones entre un Diario de una migrante y punteos conceptuales para narrar la identidad migrante como movimiento; las intersecciones como nodos de la expulsión en donde el exilio y la migración se encuentran, así como recurrir a las tensiones que provoca el silencio como configuración de ciertos relatos difusos en forma de mitos.

Palabras Clave. identidad migrante, relato, narrativa.

Abstract. This narrative exercise articulates the tale as a founding myth of a migrant identity and silence as an expression that crosses into exile as an extreme form of foreignness and invisibility. The idea is to draw bridges and interconnections between a Diary of a migrant and conceptual points to narrate the migrant identity as a movement; the intersections as nodes of expulsion where exile and migration meet, as well as resorting to the tensions caused by silence as a configuration of certain diffuse stories in the form of myths.

Keywords. migrant identity; tale and narrative.



Epígrafe


Empezaré diciendo lo que mi padre al migrar a México nos decía vehementemente: “¡No somos unos parias!”. Atónita no sólo por la expresión, sino por el tono de voz que utilizaba en circunstancias particulares, traduzco o interpreto que era una especie de reclamo: me he preguntado una y otra vez a quién realmente se dirigía. Obviamente lo hacía a sus hijos en un sentido literal, pero con el transcurrir del tiempo, el de la experiencia de ser migrante, quizás su grito se relacionaba con el silenciamiento de su abuelo paterno quien “murió de tristeza” en Zhitomir, un pueblo cercano a Kiev, Ucrania -eso nos contaban a los bisnietos, como casi un mito fundador de la migración a tierras argentinas de su hijo, mi abuelo, padre de mi padre (Diario de una migrante, 2021).


Breve Introducción


La siguiente es una propuesta que abordo como mixturas en tanto expansión de límites de la investigación (Porta, L. 2021) biográfica/narrativa (Madriz, G. 2018). Es por ello que comienza con un epígrafe, como una extracción testimonial de Diario de una Migrante. La idea es trazar puentes e interconexiones entre éste y punteos conceptuales para narrar la identidad migrante como movimiento; las intersecciones como nodos de la expulsión en donde el exilio y la migración se encuentran, así como recurrir a las tensiones que provoca el silencio como configuración de ciertos relatos difusos en forma de mitos. Recurro al concepto de paria consciente (Arendt, H. 2007) como una noción que permite que la narración se ancle como posibilidad histórica del sujeto que narra para no ser narrado por otros (Valera-Villegas, G. 2006). Apoyándome en Luis Porta esta propuesta es un “ejercicio transposicional, nómada, al que la narrativa nos lleva, permite un espacio intermedio de zigzag y cruce” (Porta, L. 2021, I).


El relato como un mito fundacional


Como ya mencioné, la propuesta de este artículo comienza con un epígrafe extraído de Diario de una migrante (2018; 2020; 2021), que pertenece a la autora; como otros tantos Diarios se adscribe a una forma de salvación. No por naufragios ni por destinos límites, sino como recuperación de la vivencia y la experiencia ubicuas en el tiempo y en el espacio habitadas por una privación concedida al silencio.

El Diario de una migrante, su escritura, estabiliza un deseo de comprensión de esa voz fundante que pertenece a una forma social de la existencia humana: ser migrante; cuyo bosquejo cronológico se diluye: no importa un cuándo sino un acontecimiento que decido relatar.

De forma similar y apoyada en Arturo Roig, puede encontrarse en ese epígrafe un trazo de Cuento del cuento porque ante la intención de comprender esa voz, se configura una narración en actitud de emergencia que se libera al reconocer que se es parte de un cuento de algún cuento (Roig, A. 1995, 2).

Este fragmento dispuesto en la inscripción extractiva del Diario de una migrante refiere a algo parecido a un mito fundador de una identidad migrante. Estrictamente no es un mito si nos apegamos a su ascendente religioso, sino tiene forma similar porque sí lo configuran ciertos rituales. Un ejemplo de ello se da a través de la conmemoración de la salida y la llegada de un país a otro (Argentina-México), evento sucedido en los noventa. Ese ritual no se olvida no sólo por las razones que lo propiciaron -en este momento irrelevantes- sino por los sentimientos que marcaron a los cuerpos que, sin certezas, partieron a un país desconocido. Si bien partir es morir un poco (frase popular), renacer implica una bienvenida persistente ¿qué muere y qué vive en ese hálito entre uno y otro evento?

Volvamos al extracto del Diario de una migrante y detengámonos en la frase murió de tristeza en Zhitomir. Muerte y un sentimiento expresado: tristeza. Marca un hito de partida y al mismo tiempo persiste un relato contado oralmente y vivenciado en la práctica de quien ejecuta una migración sistémica: llevó a que otros en su anhelo de vivir, a recuperar la vida en la muerte sufrida también por aquel que en en esa geografía convulsa fallece de hambre -relato persistente que está incluido en el mito fundante- tuvo lugar en la entonces conocida Ucranía, en plena Revolución Bolchevique.

Detengámonos en el significado de Ucranía. Es importante hacerlo, dado que un origen del mito evoca su anclaje histórico y geopolítico. De acuerdo a su declinación eslava significa territorio fronterizo, exactamente de acuerdo a los ucranianos significa territorio periférico; Okráenea significa margen[1]. Es decir, territorio en el margen, podría ser su mejor traducción. Algunos inmigrados de la ex Unión Soviética que habitaban el territorio de Odesa, único refugio de judíos, me dijeron con contundencia: “si eres judía no puedes tener nada de ucraniana”. La vehemencia de la voz de quien lo pronunció me permite comprender por qué mi abuelo abandona la lengua materna y establece en su memoria una negativa a regresar a su país (sic). Su exilio fue empujado desde un lugar periférico, marcado por las múltiples disputas en un territorio afectado por culturas, por pueblos soberanos independientes pero sometidos, por momentos a los designios de estados nacionales, que cerraban fronteras, entre otras cosas.

Hay un sello que deja el primer evento migratorio que se llevó a cabo en 1917 por un pariente de tercera generación en la frase dicha: “no somos parias” (Diario de una migrante, 2021). Se cuenta algo en esa primera generación que migra que bosqueja un camino y que se reproduce en generaciones posteriores que puede traducirse diaspórica por su adscripción judaica.

Al ser relatado, el mito es cómplice de una narrativa que, en su momento, configura una identidad. Como cualquier posibilidad de interpretación, puede desmitificarse o significarse, tratando de generar ciertas preguntas que permitan que ese mito no por ficticio, pueda desentrañar que la tristeza -como sentimiento expresado en ese relato- sea solo una parte contada de esa historia, allá a lo lejos donde no se podía acceder ni siquiera por vía de la lengua materna: alguien dejó de hablar. Y esto de no hablar de lo sucedido allá lejos, ha marcado una forma de relación con el mundo. Afirmo que el silencio y la pausa son constitutivas de una identidad migrante y al mismo tiempo, exiliar dentro de los territorios que configuran la expulsión.


Migración y exilio: intersecciones de la expulsión


Si bien no toda migración es un exilio, podría decirse que todo exilio ha implicado migrar. Y esto es porque la migración como acto que ejecuta un cuerpo caminante, traza una ruta que bien puede ser de ida o de vuelta. El exilio implicaría un no retorno, un destierro y una imposibilidad. La frontera entre exilio y migración se da en el no retorno ¿cómo está constituida esa frontera? ¿Es borrosa? ¿Es inconclusa? (Roitman, P. 2012; 2016). El retorno tampoco es seguro y viable incluso para aquel que migra, entonces se encuentran exiliados los migrantes y en condición de migrantes los exiliados frente a los ojos de los demás que, en apariencia, no trazan destinos de ida y vuelta. Aunque el exilio es una prohibición de retorno, con fuertes implicaciones políticas, la intersección entre migración y exilio se da en aquello que si bien está prohibido para el exiliado para algunos inmigrantes, desplazados por ejemplo, está imposibilitido el retorno por diversas situaciones. Hay también una prohibición de orden social, económico que de suyo también es política.

La expulsión es literalmente echar a una persona de un lugar. Al ser echado, lanzado, arrojado, lo pone en situación vulnerable o proclive. Podría decirse que, con una susceptibilidad distinta, dado que se vive por fuera de algo. Su espacialidad ha sido rota, situándolo en una nueva condición.

Propongo entonces abordar la migración como condición. Un desplazamiento que por momentos puede vivirse como exilio. ¿Por qué dicha afirmación?

Una condición es un estado de algo que puede implicar quietud, movimiento, soledad, aislamiento, quiebre, continuidad, suspensión. Condicionamiento refiere a una limitación de algo. Como seres humanos todos vivimos condicionamientos ¿qué lo haría distinto a una persona que migró o está migrando? ¿Qué lo hace distinto a un exiliado? “Sentir la exclusión es una forma de estar en el mundo. La ruptura se convierte en continuidad. Se llora entre grietas y se siente de a cachitos. Esa es por momentos, mi identidad.” (Diario de una migrante, 2018)

Me haré cargo de estas interrogantes desde la intersección que cruza al exiliado y al migrante. Siguiendo la metáfora del cruce que habita un cuerpo que camina, en ese movimiento en donde la cabeza debe girar a un lado u otro en su camino, hay una condición de suspensión. Puede incluso ser parálisis cuando el sujeto migrante se pregunta ¿hacia dónde me dirijo? Esta pregunta no es de índole personal sino colectiva: la migración es una condición creada por sujetos que expulsan y que han sido expulsados. Echar de un lugar a una persona, genera afectaciones de toda índole, comenzando por un sentirse por fuera de algo o bien por un extrañamiento.

La condición entonces es la interrupción de algo, y está elaborada -materialmente, políticamente, económicamente- por una sociedad que practica la expulsión, como en el caso de ese territorio llamado Okráenea en los albores de la Revolución Bolchevique. Como práctica se normalizó dentro de un orden político cuyo devenir se materializó en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), hoy ya naciones bajo diversos regímenes políticos.

Estas prácticas que normalizan ciertas migraciones y exilios, se apoyan como método de lo político, en el miedo. Por ejemplo, Roberto Espósito (2003, 53-83) recurre en el capítulo “El Miedo”- de su libro Commnunitas, Origen y destino de la Comunidad- a la explicación hobessiana respecto al miedo y a cómo puede ser afrontado en dos vertientes: una del orden de afirmación de la vida y otra, de anulación de esa afirmación, por la vía de la inviabilidad política de una comunidad. En apariencia en la figura del migrante se puede afirmar la vida siempre y cuando se piense que hay una elección; mientras que en la del exiliado se afirma su muerte, porque no elige, sino que acata por la vía de la violencia, una expulsión.

Sin embargo, ambas figuras comparten el miedo como un aliado: una modalidad de la supervivencia frente a su límite más crudo: la muerte física, no social ni tampoco psicológica. Análogamente, puede considerarse a la migración como esas pequeñas muertes y al mismo tiempo, a la vida como afirmación de su realización de no muerte humana, de allí la frase popular a la que aludo en los inicios de esta propuesta: partir es morir un poco. Sin el miedo como instinto de supervivencia, difícilmente se impulsa a la búsqueda de algo más. Si el miedo constituye un lazo de solidaridad, la migración persuade la frontera sólida, aparentemente inamovible de la nacionalidad como homogénea; los migrantes incluso a costa de su propia vida, como es el caso de los refugiados y desplazados pueden afirmar su existencia bajo esta frase espositoriana: “Pero queremos sobrevivir justamente porque tememos a la muerte” (Espósito, R. 2003, 55).

Es en este tenor que las condiciones normalizadas de la migración como expulsión, responden de manera parcial a un instinto que se moviliza para no morir. Si partir es morir un poco, vivir es seguir partiendo para persistir en la materialidad de la vida, aunque la forma social de ese territorio que se habita sea transitoria y distinta.

Recuerdo ahora mismo lo que me contaban mis parientes: el abuelo zarpó junto con su familia rumbo a Argentina, una vaca hizo posible su huida, su exilio de años hizo que abandonara su lengua materna y se instaló en un pueblo del Este Mendocino en la posibilidad de volver a empezar. Él y su familia, que dejaban atrás dolores, navegaron como muchos otros, en un barco lleno de gente y con un destino prácticamente desconocido, pero lleno de esperanza. El despojo de molinos de trigo del que fue parte su familia, la muerte de un hermano en donde pudo más el frío y el hambre, la muerte de su propio padre, que dicen había muerto de tristeza, constituyen parte de los mitos fundantes. El mundo puede ser muy cruel cuando los intereses políticos y económicos intentan borrar lo que algún día fueron sueños para una familia (Diario de una migrante, 2018)

Migrar y que otros migren, pareciera ser una decisión racional y dentro de marcos comprensivos de la acción social. En esa práctica normalizada, culturalmente arraigada, las llamadas decisiones acerca de la migración, aparecen en órdenes discursivos que controlan políticas de migraciones especializadas (Izquierdo, I. 2016, 15-33) con ciertos perfiles. Y también aparecen en las minucias del lenguaje de la vida cotidiana.

La migración se instala como una práctica normalizada a la luz de un sistema que dispone del tránsito interseccional y nos crea una confusión entre una migración como decisión y un exilio como una práctica de expulsión. Sin embargo, ambas son formas de expulsión. Es decir, están creadas en condiciones históricas, políticas, sociales y culturales que tienen un anclaje en la subjetividad profunda que habita al lenguaje, normalizando lo que aparece como decisión de lo que no es.

Acudo a un relato del Diario de una migrante (2018), en donde se describe una experiencia de destrucción y abandono, en el cual se puede avizorar por qué un exilio y una migración a veces son lo mismo. Es la estructura prototerritorial, condicionante de políticas estructurales, en la cual se avizora un no retorno. Por lo general, desde una lógica de la representación del territorio, lo comprendemos como algo delimitado espacialmente. Atiendo a la imaginación para pensar lo que en su momento no estaba delimitado. Por ello le llamo prototerritorial, es decir antes de serlo como hoy se lo representa. Al mismo tiempo pienso junto a Barraza y Vergara (2014)

“que el territorio no es solo una porción de tierra –urbana o rural–, sino un escorzo de mundos articulados y situados en una cultura, con todos sus niveles, estratos o subsuelos de sentidos. Cuando el hombre marca o demarca un territorio delimita un locus mayor o menor según la representación y la conciencia que él tenga de los horizontes de sus mundos. De aquí deriva la notoria conexión del territorio con la identidad, personal o colectiva, y su manifestación en la memoria, en la imaginación y en el discurso” (Barraza, E. y Vergara, N. 2014, 168).

El siguiente relato y sucesivo análisis, intentan mostrar las articulaciones de mundo en un territorio y las implicaciones identitarias como recurso de la memoria.

En la Finca La Providencia se ubica un pueblo descendiente de esclavos negros mestizados, tierra de inmigrados de Los Altos de Chiapas, Sur de México, que es habitado como un espacio que forma parte de la Reserva de la Biósfera de La Sepultura; pareciera que este nombre, presagia que la memoria de este lugar sea frágil ante el fluir del tiempo: expropiaciones de tierra, repartición de un patrimonio que hoy no tiene certeza jurídica para ser manejado colectivamente. Trato de imaginar el conflicto no resuelto desde que desaparece como finca. El guía del pueblo, comunero mestizo indígena y negro, nos cuenta del vuelo en avioneta que uno de sus dueños hizo mientras veía cómo se quemaba lo que alguna vez fue su finca. Cuando escucho el relato, estoy ubicada en unas ruinas cuyas paredes fueron el recinto principal de la casa, las paredes están manchadas de heces de murciélago, las vigas de madera carcomidas por la humedad, los pedazos de barandales de madera tirados en el piso. Mientras el comunero relata pienso que cuando el hombre se empecina en destruir logra que hasta el pasado aparezca como escarcha en verano; el éxodo de sus dueños por políticas estructurales del Reparto Agrario en Chiapas, obliga a romper con el lugar y a migrar. Las migraciones así son exilios. Sin juzgar el actuar de los dueños originarios, no tengo elementos para ello, veo que las columnas apenas se sostienen y que la narrativa se diluye (Diario de una migrante, 2018)

Este fragmento que recojo en un trabajo de campo enmarcado en algún territorio que hoy es parte de una Reserva Natural de la Biósfera, es un territorio que alguna vez fue cimiento de historias familiares. El Reparto Agrario en México, implicó que para que algunos tuviesen justicia e igualdad, se tuvieran que exiliar y abandonar esos otros en algún otro lugar. Y con ello, resarcir deudas que aún el Estado Mexicano tiene: en la zona prevalece la desigualdad, hay un pasado mestizado de refugiados afrodescendientes con escaso empleo. La Finca llamada La Providencia, significó su destrucción y el exilio de una familia. Pero en ese territorio hay alguien que cuenta (el comunero) que interpreta a través de sus palabras, eventos de su infancia y que trae a colación como un relato que también lo constituye, al margen de decisiones políticas que quizás no se comprenden desde la cotidianidad de su vivencia. El relato acerca de quien fuese dueño de una Finca se constituye en relato de quien habita lo que está siendo designado por el Estado como Reserva de la Biósfera y que adolece de certeza jurídica lo que imposibilita el manejo técnico en la zona. Peor aún, porque de acuerdo al relato, es un territorio que no termina por ser de nadie en concreto: los antiguos dueños se tuvieron que ir; luego los comuneros no tienen certeza jurídica para habitar y manejar técnicamente la zona, el territorio es del Estado, la intervención es casi nula dado que es Reserva.

En el relato, el dueño termina siendo un sujeto nombrado desde la pérdida, no sólo de su patrimonio, sino también de la desolación que provocó contradictoriamente, que la tierra se devolviera a esclavos afrodescendientes que también, en su condición de esclavos, terminaron siendo parte del relato de una destrucción. Allí se intenta por la vía afectiva de quemar los dolores que pudiesen decantar en los suicidios de quienes, quedándose en tierra firme, acuden a la destrucción física de un colectivo exiliado. El hombre de tez negra mestizada, relataba con pesar, cómo se veía desde el cielo una avioneta sobrevolar un territorio, tierra de algunos, exilio de varios. El relato genera una condición de identidad; estabiliza una permanencia de quien la subsiste y la crea.

Pienso junto a Hannah Arendt (2009) cuando escribe sobre la condición humana para comprender la pregunta de ¿quiénes somos? indirectamente relacionada a una configuración de la identidad, cómo esta condición no adquiere una forma absoluta en el sujeto, sino que es posibilidad de la acción porque “crea la condición para el recuerdo, esto es, para la historia” (Arendt, H. 2009, 22). Me remito a lo que implicaría habitar el mundo desde una posición identitaria no como acomodos o adaptaciones, sino en persistencias de estar siendo un migrante, es decir, en actitud política junto a ese otro humano: una acción entendida como nuevos comienzos.

Desde el lugar de un nuevo comienzo las historias se cuentan una y otra vez, pero al contarse se re-interpretan. Así también, la persistencia de la pregunta de ¿hacia dónde me dirijo? Genera aperturas vinculantes a una vida existencialmente atravesada por una condición que, si bien no se elige siempre, genera un lazo con la existencia humana capaz de desentonar con las múltiples formas de sedimentación social, que llevan al ocaso las ideas de movimiento dado que “los hombres crean de continuo sus propias y autoproducidas condiciones que, no obstante, su origen humano y variabilidad, poseen el mismo poder condicionante que las cosas naturales” (Arendt, H. 2009, 23). En el ser migrante hay un ser activo porque genera condiciones para estar siendo, parafraseando a Espósito, hay una vida que afronta el miedo a perder o ser arrojado nuevamente.

Esto es evidente cuando Hannah Arendt menciona las múltiples alusiones semánticas que iba adquiriendo su estar en Estados Unidos junto a otros judíos expulsados de la Alemania nazi. En el escrito Nosotros, los refugiados (Arendt, H. 2007, 353-365) da cuenta de la dificultad de ser nombrados en su condición “novedosa” a un país que acoge.

La filósofa dice “el hombre es un animal social y la vida no es fácil para él cuando los lazos sociales se cortan” (Arendt, H. 2007, 361). En el escrito Arendt menciona qué implicó dejar el hogar y qué significó un tránsito hacia la vida pública: por un lado, ser una especie de optimista hacia la vida que forja como novedosa y que llega a su casa en calidad de refugiado por quienes los acogían, y por otro, un sí mismo y junto a otros, que deja de hablar del pasado para edificar una vida no doliente allí, en donde los acogían como refugiados. En esta contradicción que la habitaba a ella y a esos otros, Arendt muestra la contradicción de estar viva, sabiendo que otros mueren siendo víctimas de un sistema político del horror y sabiendo que otros eligen morir mediante el suicidio. Explica que éste se considera por los judíos piadosos una forma de deshonra a la vida, mientras que desde la calidad de refugiado se mira como un ejercicio de libertad, comprendido como acto colectivo de persistir en la vida, quitándosela como una última forma de resistencia. Pudiera deslizarse la idea de que incluso los judíos que se quitaban la vida, reconocían un exilio más dentro de la comunidad que los configuraba, por lo que pudiera decirse que el exilio era una práctica de libertad aun cuando se privara de la propia vida.

Si me remito al relato como mito fundador esbozado en el epígrafe, en donde menciono que alguien murió de tristeza al quedarse en Okráenea, que ese alguien tampoco tenía un estatus ciudadano, quizás se pueda articular la idea de que las intersecciones entre migración y exilio como formas de expulsión, son constructos sociales que se repiten una y otra vez de generación en generación cuando son silenciadas creando eufemismos: morir de tristeza es quizás una forma de suicidio.

La condición del refugiado como un nosotros contradictorio, lleno de posiciones divergentes, pareciera una condición imprecisa dado “que es la confusión en que vivimos es en parte nuestra propia obra” (Arendt, H. 2007, 361). La filósofa va perfilando un nombrar a esa identidad que pareciera de un orden diferente: reconoce que hay un estatus de un paria consciente (ib.364), da cuenta de una configuración identitaria que, si bien asume la diáspora, es consciente de asumir su salvación en ella y a pesar de ella, quedándose -olvidando solo por momentos provocados por la socialización como forma de inserción a la cultura- el pasado. La ubicuidad es sinónimo de polisemias, confusiones que pertenecen a quienes poco comprenden a esos judíos recién llegados, que cambian tan constantemente que nadie sabe quiénes son.

Pero el paria consciente que propone, es quizás el reclamo de mi padre, al grito de “¡no somos unos parias!”. Es decir, lo somos, dense cuenta. Tenemos una historia, hay una memoria anclada en territorios que expulsan, pero hay un optimismo propio de forjar mundo en otras latitudes: no es un sálvese quien pueda, es un salvemos la consciencia del paria a pesar de y por las expulsiones sistemáticas.

Para Arendt el paria consciente “Es la tradición de una minoría de judíos que no ha querido convertirse en advenedizos” (Arendt, H. 2007, 364), es decir, en todo aquello que hace referencia a una tradición estigmatizante que convierte en arribista lo que de suyo tiene una existencia dice Arendt de humanidad, sentido del humor, corazón judío (ib.). La filósofa nos dice que la historia tanto a parias como advenedizos, les ha impuesto su proscripción. Nos advierte que hay una puerta abierta a la historia cuando se asume impopularmente que se decide contar la verdad, dado que habilita una estructura de la expulsión, que persiste en el tiempo. Ningún pueblo tendría la exclusividad de la expulsión, sino que ésta refiere a la expulsión del más débil como un recordatorio por lo menos en Europa, que será persistente como estructura histórica. Ser un paria consciente es un trazo de resistencia ante la tentación de ser un advenedizo.

Hay una afirmación del ser migrante en un mundo que decide no mirar que sí existen los migrantes, los desplazados, los refugiados, los inmigrantes, los sin tierra: existen estructuras que aún funcionan como dispositivos de expulsión, pero que al narrarse se tornan en relatos de parias conscientes, si se me permite dicha expresión.

La lengua materna al dejarse de hablar por aquel que en su cuerpo ejecutó el acto de ser echado, clausura el acceso no al pasado solamente, sino a la experiencia de ser en comunidad. Sin resolverse del todo, la narración, aunque sea de ese silencio, posibilita un sentido para quien narra.


Habitar las formas de lo inconcluso: el relato como sentido comunitario migrante


La condición de migrante, es una condición inconclusa al estar ligada a la pertenencia, a la identidad, a los significantes; está constituida por formas afectivas que se despliegan en el lenguaje (Roitman, P. 2012; 2016, 91-115). Asumo que el lenguaje no sólo es habla, sino gestos de la intersubjetividad que nos constituye. En ese sentido, podemos hablar de formas inconclusas antes que, de identidades unívocas u homogéneas, es decir, las identidades están constituidas de ciertas prácticas que le dan forma pero que no necesariamente son inamovibles o determinantes. ¿Qué permanece y qué cambia? ¿El tiempo que habita un migrante es el mismo que de aquel que no migra? ¿Es un tiempo de comunidad? ¿En dado caso es un sentido comunitario?

En este mismo tenor, considero que tampoco es posible habitar una sola comunidad, sino que acudimos a los sentidos comunitarios como procesos sociales, culturales, subrogados que se relacionan justamente con estas formas de lo inconcluso: son las afectividades sociales desplegadas en situacionalidades migrantes. Quizás haya una analogía entre los sentidos comunitarios y las formas inconclusas ¿acaso migrantes somos y en el camino andamos?

Pensé que todo estaba en su lugar. Pero los tambores anunciaban que asentarse es más que echar raíces. Que mientras ocurre esto de estar para permanecer, suceden cosas como la danza, como el sonido de un tambor. Que solo se habita en su propio ritmo. A veces pausado, a veces no tanto. A veces son ensoñaciones. Creo que los sueños despiertan curiosidad de un cuerpo que aparece apacible, pero que se inquieta como medusa en las aguas profundas de lo posible, de lo impensado, de lo inconcluso (Diario de una migrante, 2020).

Cuando una vez más creía que lo resuelto de la pertenencia era haber atravesado valles, desiertos y arenas secas bajo mis pies, ocurre que sí, pero no. Por eso lo inconcluso de la identidad es de un orden narrativo y analógico[2].

La palabra como forma de lo sensible acontece también en los sueños, y despertamos a ellos gracias a que los podemos nombrar. Entonces hay formas estéticas irrenunciables que conviven en el ser humano que trata de saberse no excluido, no invisibilizado, tomado en cuenta. Esto es una condición del humano en el camino de lo incierto: lo habita la incertidumbre porque lo habita un nomadismo que se resiste al concreto. Nos albergan esperanzas puestas en los pasos de aquello que quisiéramos comprender: por ello danzamos pronunciando nombres, fechas, acontecimientos: sedimentamos la experiencia de sabernos inertes a los exilios y abiertos a las posibilidades. Generamos mitos a través de los relatos.

Leía hace poco que una persona que hace performance se autodefine como un híbrido, un incómodo, un extranjero. Me identifiqué. No porque haga performance sino porque aun cronológicamente después de 30 años, encuentro que lo soy por momentos y que en otros tantos: un híbrido. (Diario de una migrante, 2020)

La identidad migrante está conformada por tres formas que son inconclusas (Roitman, P. 2012; 2016, 91-115). Dichas formas son construcciones del lenguaje. Son mediaciones que están generadas desde la subjetividad constitutiva al migrante. Pueden o no parecerse a las del exiliado, son alocuciones discursivas espacio-temporales. Estas formas son Tránsito, Extranjeridad e Invisibilidad. Cada una de ellas invita a pensar que la ubicuidad del migrante está relacionada a un ser y a un tiempo.

1) Tránsito: refiere al movimiento, al lugar en donde acontece el lenguaje. Para un migrante es un lugar al que se recurre. Un aquí y un allá no sólo geográfico o territorial. Es un estar siendo desde una cotidianidad que lo habita en donde los recuerdos van y vienen.

2) Extranjeridad: es un sentimiento que aparece en situacionalidades, no todas ellas conscientes, tiene la característica de parecerse a la ajenidad de códigos verbales no manejados, culturales no asimilados. A un distanciamiento de situaciones incomprendidas que remiten al lenguaje en toda su extensión.

3) Invisibilidad: situación de pausa o silencio que se da en situación, es decir, junto a otros que allí están y que no necesariamente son traducibles. No es una condición individual, es colectiva como toda forma afectiva. De ella se desprenden la Extranjeridad como un sentimiento de no pertenencia. También el silenciamiento como una imposibilidad de traducción.

Estas formas afectivas suceden y son relatadas por quien las vive y las experimenta. Los testimonios de quienes han vivido los extremos de cada forma, sobre todo, la invisibilidad, pueden encontrarse en sujetos como Primo Levi (1919-1987).

Andrés Velázquez Ortega en su libro Experiencia concentracionaria: entre la muerte del lenguaje y su testimonio (2013)- describe cómo desde una experiencia extrema como es un Campo de Concentración “suelen borrarse las coordenadas espacio-temporales y que la declinación de los tiempos verbales básicos puede desaparecer en un ahora sin un antes ni un después, subsumiendo al sujeto en algo parecido a un limbo solo y eternamente presente” (Velázquez, A. 2013, 129). Como extrema vivencia, el relato nos dice Velázquez Ortega, se sueña, se narra a otro, se conduce entre la ficción y la realidad. Pero es realidad porque media una persistencia de la memoria sobre el olvido de ciertas circunstancias imposibles de borrar. El sueño es una forma de rescate de la memoria de un sujeto si es compartido, sino queda en los archivos oníricos personales. En el caso de Levi quien además de escribir sobre su experiencia, termina en el suicidio, puede observarse una resistencia al olvido, hay una afirmación de la vida con un acto extremo de renuncia a esa vida. El relato es comprendido como vital si la invisibilidad es constituyente de lo que no se dice, de lo que no se nombra.

De forma similar Walter Benjamin (1892-1940) primero vivió un exilio: su existencia estaba atrapada entre fronteras infranqueables: la forma límite de la extranjeridad: persecución insoslayable: condiciones extremas de invisibilidad.

A pesar de ello su transitoria palabra de entonces es transcendente en un tiempo de la comprensión. Traerlo es necesario para que confluyan sus búsquedas en las nuestras: sus cartas, correspondencias, libros, escritura lo acompañaron para hacer justicia a lo que deseaba nombrar como posible. No estar solo, subsumirse entre las calles, divagando entre fronteras de lo impredecible. Narraba para no morir antes de lo pensado, incluso su suicidio es un acto de narrar lo insoportable.

Durante su exilio, huyendo de los nazis, las horas del reloj contaban un tiempo distinto a las horas de su espera por visitas o por paseos vespertinos por las calles en alguno de sus múltiples refugios; calles que sin saber de su existencia eran huéspedes de sus pisadas, de su mirada al detenerse en alguna vidriera, de su cotidianidad cuando compraba pan o queso o leche. Sus largas esperas de silencios eran interrumpidas por estas caminatas, lo conducían a idiomas extraños y a otros, no tanto; entre pisada y pisada imagino que siempre sintió que alguien lo perseguía, que escuchaba sus huellas. De alguna manera su caminar era una huida y al mismo tiempo, su única forma de saber que su existencia en ese lugar era momentánea ¿acaso la de todos no lo es? Hay quien ha escrito que su destino era el de un desplazado, alguien condenado a la movilidad y por ello, venció al olvido (Seoane, A. 2018).

Su lengua materna, el alemán, la practicaba desde Francia y España (países en los que se exilió); sostenía viva la lengua materna a través de las diversas cartas que se escribía con su amiga Gretel Karpus (1930-1940) y que hoy podemos consultar gracias a una compilación elaborada sobre ellas[3]; gracias incluso a esa amistad y, por los diversos trabajos que llegaban a sus manos procedentes de sus colegas que habían logrado escapar de la Alemania de entre guerras -en donde lo innombrable acontecía- podía permanecer en la vida, estaba en la vida. 

Las palabras sostuvieron su andar. Fueron sus pasos los que posibilitaron puentes que comunicaban más allá de lo que podía escribirse. Los libros, su compañía. Por algo Benjamin es un narrador y escribe justamente una obra denominada como tal El Narrador (1999). Su imperiosa palabra aparece en cada exhalación y quizás con cada inhalación, de forma tal que la esperanza se desplegaba. Narraba para no morir. Salvado por la palabra pronunciada por un otro, lejano en distancia, posible en ese momento, a través de las cartas. Salvaba las horas escribiendo, aunque en su desolación podía decir: “A veces, pueden acumularse varias nubes y echar sombra sobre el cantero de mis palabras” (Correspondencia, 2005, 59) como alguna vez se lo hizo saber a Gretel en una de sus cartas. 

¿Por qué Benjamin me interpela? Fue un exiliado. Vivió entre guerras. Fue prisionero de la barbarie. Y a pesar de ello, narró. Se movía por los encuentros que producía escribir cartas, ensayar ideas y disponer de los libros para persuadir las horas; su soledad era de otro orden, no comprendía las razones del odio que se cernía sobre él y muchos otros perseguidos por los nazis. 

Hoy, vivimos en el siglo XXI, la inmediatez del tiempo nos vuelve exiliados de la narración. Y Benjamin no quiso exiliarse de ella, ella le permitía ser y seguramente, seguir siendo. Difícil para él pensar que sus palabras podrían estar siendo interpretadas desde aquí, en esta singularidad migrante que nos convoca. De tal magnitud es el poder de la palabra. De tal intensidad trascender narrando ¿Trascender caminando?

Para narrar es necesaria la parsimonia, tener la consigna como espera, a lo expectante de la pregunta que puede realizarse al caminante ¿de dónde vienes? ¿A dónde vas? Ignorantes del tiempo nos llamarían hoy quienes, a pesar del frío, la lluvia (¿la pandemia?) y los avatares propios del camino, lo transitamos porque saben que allí en el paso a paso, hay palabras que necesitan pronunciarse. Pero ¿cuáles son esas palabras que requieren ese tiempo? Quizás aquellas que se inventan en los encuentros. Imposible hacerlo si miramos como extraño a aquel que pronuncia sin alguna “s” o tiene un tono de voz más golpeado que el sonido acostumbrado que se repite sin ser interpretado.

Lo paradójico es que Benjamin tenía tiempo y aun así era exiliado, carecía eso sí de una comunidad sólida, material, se sostenía por los hilos de palabras, un hilo de concordia con su destino, que incluso pervive a pesar de su suicidio en una frontera. Matarse en la desesperación de la frontera por una visa negada en plena guerra. Sus amigos aguardaban su llegada en Estados Unidos, otros pudieron escapar, como su amiga Hannah Arendt. 

Cuando menciono que Benjamin no tenía una comunidad sólida (relaciones cara a cara, intreacciones sin miedo), me refiero a que no había sino contactos efímeros, guaridas, libros y cartas. Sí habitaba una comunidad de la palabra escrita, de orden epistolar a través de sus relaciones con sus amigos y colegas alemanes, como la propia Hannah Arendt. No bastaba con conservar los sueños en vigilia, sino que había que escribirlos para poderlos contar. Relatar es una forma de la comunidad e identidad. Es de orden vital. Mantiene vivo al caminante. 

Al ser caminante conoce algunos pasos, pero no todas las palabras. Entonces da refugio a las miradas que se encuentran en esas preguntas que perduran. Entre nuestros pasos ¿habrá palabras? En nuestra efímera guarida ¿existen los cuentos? En los posibles cuentos ¿te narras o te narran? 

La identidad es un camino. Los migrantes al ser caminantes, no se exilian de la narración, porque saben que contar es vibrar con cada paso. Y los pasos se dan porque las palabras se pronuncian. Los silencios imposibles de interrumpir con la palabra, serán contados en su momento. ¿Qué elegimos contar? ¿Por qué eso y no otra cosa? Qué queremos, quizás sin saberlo ¿pronunciar? La palabra Hermano que tanto escuchamos en las calles de Querétaro, México, por los migrantes procedentes de Centro América, es quizás la manifestación de sabernos todos caminantes, narradores de lo inconcluso. Aunque haya silencios perniciosos por impronunciables, hay otros sublimes por certeros. Vuelvo a decir en este marco que: 

La condena del migrante, del extranjero es el silencio porque accede a un lenguaje verbal, físico, atmosférico totalmente desconocido. El silencio es el refugio de lo que se ve y compara con lo no propio. El silencio es la pausa ante la abrumadora presencia de la palabra legitimada por otros (…) situar desde el silencio al migrante extranjero ayuda a entender su diferenciación: cuando en realidad exprese los sentimientos inherentes a su condición de ajeno la palabra será posible. (Roitman, P. 2012, 98). 

Oscilar entre el silencio y la palabra es vivirse en el movimiento que, paradójicamente, nos habita como forma del tránsito, como una forma de la identidad migrante. La palabra debe ser posible como afirmación de la vida, entonces también del tiempo, de los pasos. 

Benjamin habla del Reloj regulador como aquel que escapa a cualquier conclusión, en esta inmediatez del tiempo, los minutos son valiosos desde lo inconcluso. Porque cualquier narración lo será. Narrar como forma estética de habitar el mundo es una posibilidad de re-crearlo. Propiciarlo en comunidad es necesario, dado que las sociedades son entidades afectivas en constante movimiento. Habitar las formas de lo inconcluso como forma de la identidad es poder dar voz a la palabra de forma tal, que los silencios no impidan la realización del ser migrante, sino que potencien su andar/permanecer/estar, para poder preguntar, interrogar a quien, en silencio, tal vez camina: y tu ¿de dónde vienes?, ¿hacia dónde vas?

Quizás no sea posible que todos los migrantes encuentren a Benjamin como un autor al que acercarse, sino que es la palabra narrada lo que sí puedan encontrar como él mismo lo hizo. De ahí que, aunque las múltiples formas de la migración como fenómeno sean desde decisiones personales “pensadas” hasta migraciones forzadas, pasando por matices contradictorios desplegados en circunstancias particulares, ninguna de estas formas escapa a ser narrada: es un acto profundo de reconocimiento en los ecos que se esperan de ella.

Allí hay una forma inconclusa de la identidad, un sentido comunitario, un tránsito que quizás esté atravesado por sentimientos de ajenidad como de pertenencia absoluta. Dependerá como nos mencionan los constructivistas sociales del punto en donde la narración sucede como expresividad de la singularidad que habita al sujeto habilitando su potencia creadora de sí.

Gregorio Valera-Villegas en su libro Relato, tiempo y formación. Lectura antropo-ética del paria (2006), nos invita a reflexionar sobre la figura de lo que él llama el “sujeto popular venezolano” como alguien narrado; es decir, como una figura que es narrada por alguien que está formando (alguien le da forma, son los textos sobre la identidad venezolana). Si hago propia su pregunta al leerlo me inquieto y formulo: ¿cómo nos han narrado a los migrantes? Valera-Villegas nos dice: “desde la forma cómo nos han narrado y en el cómo narramos; y cómo son esos textos depende de su muy estrecha relación con otros textos y de los contextos sociopolíticos y culturales en los cuales es realizada la narración y su lectura” (Valera-Villegas 2006, 162).

En su propuesta irrumpe el relato de ficción como constructo identitario de “ese” sujeto. Sin embargo, me interpela de la siguiente manera:

“responder a la pregunta ¿quiénes somos?, exige también que nos pongamos en movimiento: en la acción de leer-nos, escribir-nos, escuchar-nos, hablar-nos, en ese juego con y contra las palabras ya dichas, ya leídas, ya escritas, para poder decir-nos, escribir-nos, leer-nos y hablar-nos de otro modo que seamos los mismos siendo otros en la pista de nuestros yoes como sí mismos y como otros” (Valera-Villegas 2006, 163).

No hay renuncia en la experiencia cuando se trata de relatar algo de naturaleza inconclusa. Hay saberes de experiencia en juego que no son visibles cuando se institucionalizan los discursos. Sobre migración hay un sinnúmero, a veces rayan en lo irrespetuoso dada la folklorización de ciertas prácticas visibles que no ayudan a comprender la dimensión espacial del relato y el tiempo en la vida de sujetos que transitan porque también así lo eligieron. El caso de las migraciones centroamericanas es una de ellas. Si bien no se niegan las atrocidades, hay un sujeto que sí las ha vivido y que intuye no es visto dignamente por ese otro que no solo lo estigmatiza, sino que lo vuelve invisible precisamente por dibujarlo con sus trazos burdos. Hay un relato instituido en su negación cuando otros hablan por él.

Aquí entonces encontramos una epistemología para comprender nuestra aproximación a la identidad migrante y también a los sentidos polivalentes de lo comunitario. Un “dejénnos hablar a nosotros” viene a mi mente. Y un hablemos entre todos sobre lo que acontece, también.

Provengo de una historia contada por fragmentos. La muerte ha callado a varios y con ella se ha llevado parte de una historia que quizás pudiese ser reconstruida, quizás no. La voluntad para poderlo hacer debe traspasar creencias, ilusiones, falsa información; la voluntad de re-construirse es quizás la alternativa ante la necesidad de contar y contarse a uno entre todos. La duda, la indagación, me han orillado a caminar; como a muchos otros, esta duda ha servido de acicate para poder permanecer en el mundo; otros no cuestionan y otros postergan sus posibles respuestas. Caminar me ha llevado al encuentro con seres maravillosos, y al seguir caminando, me encuentro entre parcelas de un mundo construido desde el amor a la vida (Diario de una migrante, 2018). 

En lo ubicuo de nuestra situación de encierro durante 2020 y parte de este 2021[4], me decía como un reclamo hacia ese otro que no migra pero que a veces me pretende narrar: ¿ya ven?, ¿ahora entienden lo que se siente? Aunque suene a resentimiento, apelo a mi honestidad desde la invisibilidad que habita en el migrante, que es inconclusa. Acudo a la extrañeza, a la ajenidad de la calle, al sentimiento de afectación de que esos otros que somos nosotros no nos miremos de forma completa. El tapabocas confirma simbólicamente que no sabemos quizás hablar, escuchar, ser mirados, callar y transitar. Al final hay algo que nos dice con ello la existencia de lo que no ocurre cuando podíamos andar libremente por las calles. ¿Ahora, cómo nos narramos siendo exiliados de una vida social que cambia?

Por ello la situacionalidad es el acontecer del tiempo del orden del kairós, en donde ensoñamos para estar siendo sin dejar de renunciar a los anhelos como formas de esperanza y también de imposibilidad. No siempre se puede estar, porque no se está sino siendo en un cuerpo que narra.

El sentimiento de extranjeridad se sitúa en la ubicuidad, pero deja de serlo cuando se narra. No puede ser uno exiliado de su propia palabra: aunque no se escriba se habla, se cuenta, se intenta seguir estando como experiencia de un saber situado históricamente en comunión compleja con un entorno de sí que al mismo tiempo que niega, también invita.

Mientras que los sentidos comunitarios son polivalentes: encontramos acepciones de la comunidad como unívoca, yo prefiero la que abre caminos de diversas maneras, incluso aquellos que no nos llevan a ningún lado. Allí encontramos sentidos como posibilidades o como imposibilidades, pero llegamos a algún lado de inflexión, de decisión atravesada no por una psique individual, que en solitario se debate; sino en esa compañía de lo inefable. Un ejemplo de ello es que, aun estando albergados, podemos en la vida cotidiana aún en esta rutina insoportable de los cubre bocas y los cuerpos mediados por la pandemia, transitar gracias a los espacios creados como zonas de interacción dialógica: nos reunimos para contarnos aun sabiendo que nos habita una especie de exilio mundial. Caminos que llegan a casas para quedarnos en ella y quizás recurrir a conversaciones similares.

Sigamos entonces tendiendo en adelante el puente que eleva entre nuestros dos puestos tan aislados y, atendiendo a tu propuesta, estoy muy dispuesto a numerar sus pilares, de modo que ahora pinto a este un tres visible desde muy lejos. Deltef[5]


Bibliografía


Adorno, Gretel y Walter Benjamin. 2017. Correspondencia. 1930-1940. Traducción, prólogo y notas Mariana Dimópulos. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

Arendt, Hannah. 2009. La Condición Humana. Argentina: Paidós.

Arendt. Hannah. 2007. “Nosotros, los refugiados. Enero 1943”. En Escritos Judíos. Edición Jerome Kohn y Ron M. Feldman. Buenos Aires: Paidós.

Barraza Eduardo y Nelson Vergara. 2014. De los territorios protourbanos a los territorios urbanos: cielo de serpientes de Antonio Gil. Chungara, Revista de Antropología Chilena. https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0717-73562015000100014 (22/11/2021)

Benjamin, Walter. 2015. Calle de sentido único. México: Akal. 

Benjamin, Walter. 1999. “El Narrador”. En: Iluminaciones IV: para una crítica de la violencia y otros ensayos. Traducción de Roberto Blatt. Madrid: Taurus.

Beuchot, Mauricio. 2012. “Hacia un realismo analógico”. En Perfil para una nueva epistemología. Compiladores Mauricio Beuchot y Luis Eduardo Primero Rivas. México: CAPUB.

Espósito, Roberto. 2003. “El Miedo”. En Communitas: origen y destino de la comunidad. Buenos Aires: Amorrortu.

Izquierdo, Isabel. 2016. “Sujetos Académicos Inmigrantes y estrategias identitarias”. En Identidades en Movimiento. Inmigrantes en el México contemporáneo. Coordinadora Isabel Izquierdo. México: Fontamara/Universidad Autónoma de Morelos.

Madriz, Gladys. 2018. Pedagogía Hermenéutica. Una perspectiva desde lo biográfico/narrativo. Caracas: Ediciones del Solar.

Porta, Luis. 2021. Investigación Narrativa y Biográfico-Narrativa en Educación. Dossier. https://www.redalyc.org/journal/3845/384566614001/html/ (22/11/2021)

Roig, Arturo. 1995. Cuento del Cuento. Mendoza: Conferencia. https://epistemologiaum.files.wordpress.com/2013/08/roig.pdf (22/11/2021)

Roitman Genoud, Patricia. 2018. 2020 y 2021, Diario de una migrante. Diario Personal.

Roitman, Patricia. 2012. Fronteras borrosas. Las formas inconclusas de la identidad. México: FUNDAP/UAQ.

Roitman, Patricia. 2016. “Lo borroso como la emergencia del límite de la identidad”. En Identidades en Movimiento. Inmigrantes en el México contemporáneo. Coordinadora Isabel Izquierdo. México: Fontamara/Universidad Autónoma de Morelos.

Seoane, Andrés. 2018. Walter Benjamin. El filósofo que venció al olvido. El Cultural https://elcultural.com/Walter-Benjamin-el-filosofo-que-vencio-al-olvido (22/11/2021)

Valera-Villegas, Gregorio. 2006. Relato, tiempo y formación. Lectura antro-poética del paria. Venezuela: Colección Cuadernos.

Velázquez Ortega, Andrés. 2013. Experiencia concentracionaria: entre la muerte del leguaje y su testimonio. México: FUNDAP/UAQ.



[1] Haré referencia en este escrito al país llamado Ucrania, como Okráenea, por el sentido que adquiere en el relato.

[2] De acuerdo a Mauricio Beuchot (2012), la analogía es mediadora porque en ella habita la cultura. El filósofo propone una forma de la escritura como realismo poético o icónico (metáforas, imágenes, diagramas), un realismo analógico que son las maneras en las cuales se despliega una Hermenéutica analógica. Este trabajo tiene algunos trazos de esa propuesta.

[3] Adorno, Gretel y Walter Benjamin. 2017. Correspondencia. 1930-1940. Traducción, prólogo y notas Mariana Dimópulos. Buenos Aires: Eterna Cadencia.

[4] Me refiero a la pandemia por COVID 19 que ha trastocado la vida en el planeta

[5] En la Correspondencia surgida entre Gretel Karpus y Walter Benjamin, éste último llamaba Felicitas a Gretel y ella a él, Deltef. Este párrafo citado, fue escrito por Deltef, (Walter Benjamin), fue escrito el 30 de abril de 1933, en Ibiza, Baleares, San Antonio Fonda Miramar. Es el comienzo de la correspondencia que lo sostuvo durante tantos años de desplazamiento.