Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 26 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza, Argentina / 2023 /
.
The figure of Caliban as an expression
of the debate between cultural identity and modernization in Uruguay in the
1900s
Universidad de la República Oriental del Uruguay.
Agencia Nacional de Investigación e Innovación (ANII),
Sistema
Nacional de Investigadores (SIN), Uruguay.
Recibido: 16/02/2023
Aceptado: 28/06/2023
Resumen. En este artículo se presenta y analiza el
sentido de la figura de Calibán en el debate sobre identidad cultural y
modernización entre José Enrique Rodó y Carlos Reyles en Uruguay a comienzos
del siglo XX. En primer lugar, se presenta el mito del hombre salvaje como
marco conceptual del debate. En segundo lugar, se aborda la figura de Calibán
en la obra de Rodó, indicando cómo esta figura es utilizada como oposición para
el desarrollo de su propuesta de identidad cultural latina. Finalmente, en
tercer lugar, se explora la imagen de Calibán en la propuesta de modernización
de Carlos Reyles.
Palabras clave. Calibán, identidad cultural,
modernización.
Abstract. This article presents and analyzes the meaning of the figure of Calibán
in the debate on cultural identity and modernization between José Enrique Rodó
and Carlos Reyles in Uruguay at the beginning of the 20th century. First, the
myth of the wild man is presented as a conceptual framework for the debate.
Secondly, the figure of Calibán in Rodo’s work is addressed, indicating how
this figure is used as an opposition for the development of his proposal for a
Latin cultural identity. Finally, thirdly, the image of Calibán is explored in
the modernization proposal of Carlos Reyles.
Keywords. Caliban, cultural identity, modernization.
Todo producto humano tiene su tiempo y su
lugar, no sólo en cuanto a su gestación, sino también en su recepción y
percepción, en los momentos en los que se acoge, discute, se lo valora y se lo
transforma, y en esos casos afortunados en que no lo pasamos por alto y lo
ignoramos, como si fuera banal y prescindible, sino que lo apreciamos por sus
aportaciones (Llinares, J. B., 2016, 13). Los humanos somos seres históricos y
pertenecemos a diferentes tradiciones culturales, lo cual no impide, sino que
posibilita las críticas y los diálogos con otras culturas. Estas obviedades
antropológicas quizás resulten pertinentes si deseamos calibrar el sentido de
la figura de Calibán en el debate sobre identidad cultural y modernización entre
José Enrique Rodó y Carlos Reyles en Uruguay a comienzos del siglo XX. La
intención de este escrito es ofrecer una interpretación antropológica de
Calibán en el citado debate. Sin duda, un dato fundamental para entender ese
debate lo constituye el hecho de que este tenga lugar en un contexto cultural
de fuerte dependencia francesa, aunque siguiendo el concepto de
transculturación (Rama, Á. 1987), conviene matizar que los escritores uruguayos
escriben y leen desde la periferia, lo cual les obliga a preguntarse por el
centro y cómo relacionarse con las culturas centrales. Solo desde esta posición
se podrán entender las apropiaciones
indebidas de la figura de Calibán, o salvajes como decía Borges. Estos
lectores de Shakespeare son también atentos lectores de la vasta producción
literaria, filosófica y científica del fin de siglo francés. Todo ello hace que
compartan muchas fuentes relevantes sobre la configuración de la imagen de
Calibán, Guy de Maupassan, Pierre loti, Anatole France, Jules Lemaitre, Ernest Renán,
Charles Baudelaire, Alphonse Dudet, entre otros. Ciertamente, José Enrique Rodó
y Carlos Reyles son autores que representan dos claros ejemplos de lectores
periféricos de Calibán en el marco de problemas franceses, como son lo que
subyacen a la significativa contraposición renania de las dos cosmovisiones
expresadas en el antagonismo de los personajes conceptuales de Ariel y Calibán.
Ahora bien, la tesis que quisiera defender
en este escrito es que la oposición de Ariel y el espíritu de Calibán en el Uruguay
de principios de siglo era el reflejo de un debate mucho más complejo que
subyace al de identidad cultural y modernización: el problema de la raza. Más
específicamente, el debate con Calibán y su oposición con Ariel es la
confrontación entre dos modelos antropológicos, uno representado en lo latino y
sus características espirituales y racionales, el otro en lo sajón, su
utilitarismo y su énfasis del sentido práctico de la existencia humana. Cada de
unos de estos modelos ha operado como un discurso en el que se establecerá una
jerarquía atribuyéndose distintos grados de humanidad a uno y a otros. De ese
modo en el Uruguay de esa época se configura una polarización al igual que en
el resto del continente, en el cual el grado de humanidad aparece en relación
con identidades raciales. En lo que sigue, nos proponemos reconstruir este
marco antropológico a partir del cual será leída e interpretada la figura de
Calibán en la primera década del siglo XX por los dos autores uruguayos
citados.
Las interesantes reflexiones que ha tenido
y que tiene el problema de la identidad cultural en América Latina, sobre todo
en relación al concepto de alteridad, tienen unos antecedentes muy notables de
discusión en la obra clave de Tzvetan Todorov, La conquista de América (1987). En el campo de la filosofía el
autor que más ha contribuido en la construcción de la idea de la alteridad en
América Latina es el filósofo mexicano Leopoldo Zea (1986). Este autor
enriqueció sus estudios sobre el tema con el pensamiento de Emmanuel Levinas.
En torno al problema del otro son dignas de consideración las obras El salvaje en el espejo (1996) y El salvaje artificial (1997), del
antropólogo mexicano Roger Bartra. A continuación, su rigurosa aportación
académica nos servirá de guía y plataforma básica para introducir el arquetipo
de Calibán como hombre salvaje en contraste con la figura mítica de Ariel,
mostrando la vigencia de este mito en el continente nombrado y su particular
aplicación en el Uruguay de principios de siglo.
Para estudiar este problema antropológico
hemos de precisar qué entendemos por hombre salvaje en el marco de la cultura
occidental. Esta figura es un mito interno de la citada cultura, una invención
europea que es muy anterior al descubrimiento de América, es la otra cara de la
razón occidental, sus temores más ocultos, el drama de su inestable identidad,
una suerte de dicotomía como la presentada por Stevenson en su The Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde.
Así pues, la figura del salvaje no aparece con el descubrimiento de América,
porque de hecho en la cultura europea siempre se miró con miedo a lo
desconocido, creando seres imaginarios que dieron lugar a esta figura exótica.
Eran salvajes los centauros, los silenos, los sátiros, los cíclopes, también el
homo sylvestris, el salvaje medieval. Aunque su imaginario ha variado a través
de las épocas, su figura siempre ha servido para proyectar la imagen de una
amenaza.
Ahora bien, conviene precisar que, en los
orígenes del mito, el bárbaro y el salvaje eran cosas distintas. El primero
vivió fuera de la civilización, fuera de la polis, por tanto tenía otra lengua
y otras costumbres. “Los bárbaros, para Aristóteles, no tenían acceso al logos,
a la razón, debido a que el hombre aprende sus capacidades morales sólo en la
ciudad” (Bartra, R. 1996, 22). En cambio, el salvaje era un ser que estaba
dentro de la sociedad pero que no había sido domesticado. El estereotipo de la
figura del salvaje, que ya estaba bien arraigado en Europa en el siglo XII, en el
mito del homo sylvestris,[1] que a su
vez procedía de una larga tradición,[2] fue
proyectado a los indio-americanos por los rudos conquistadores, pues sirvió,
como ha explicado Roger Bartra, para que el ego occidental no se disolviera
ante las otredades que los europeos estaban descubriendo. De ahí que: “El
simulacro, el teatro y el juego del salvajismo –de un salvajismo artificial-
evitaba que se contaminasen del salvajismo real y les preservaba su identidad
como hombres occidentales civilizados” (Bartra, R. 1996, 17).
En resumen, ese ser que habita en los
bosques, en la selva, en las islas deshabitadas, en aquellas zonas no
“cultivadas”, cuyo aspecto es agreste, que tiene largas barbas, va desnudo, con
el cuerpo cubierto de abundante vello, y que en ocasiones aparece también en la
figura de la mujer salvaje, desnuda o con algunas pieles, es la imagen que los
europeos de la Edad Media y el Renacimiento representaron en relatos, cuentos,
poemas, e incluso en banquetes y procesiones. Esta figura contiene una gran
carga simbólica en el seno de la civilización occidental, en la medida en que
los occidentales entendieron lo salvaje en ellos mismos y desde ellos mismos.
Por tanto, el salvaje no es un indio americano, un tártaro de las estepas
asiáticas o un negro subsahariano, sino un mito europeo cuya especificidad se
basa en relatos, documentos artísticos, ilustraciones, es un producto del
imaginario popular occidental que se refiere a los temores más profundos de los
occidentales civilizados. La gran confusión radica en que los viajeros europeos
han proyectado en el imaginario popular este arquetipo sobre los diversos
pueblos extraños y lejanos, ya desde la antigüedad griega, pasando por los
medievalistas que se adentraron en el interior de Asia, y los conquistadores
que llegaron a América. La gran literatura también ofreció versiones innovadoras,
como vemos en las obras de Cervantes y Shakespeare. En el dramaturgo inglés nos
centraremos a continuación.
La primera versión de Calibán como hombre
salvaje apareció en The Tempest
(1611), de William Shakespeare, no obstante, esta figura tiene su antecedente
en el ensayo Des Cannibales, de
Michel de Montaigne (1580). El autor francés reconstruyó el antiguo mito del
hombre salvaje para crear un modelo imaginario que pudiese revelar los daños
ocasionados por la civilización. Aunque Montaigne al describir a los caníbales
se refiere a los habitantes de América, la imagen que transmite de ellos
proviene de la tradición mitológica europea. Es importante destacar que con su
ensayo no se propuso estudiar las costumbres exóticas de los pueblos no
europeos, sino descubrir un salvajismo latente oculto en el seno mismo del
mundo civilizado.
Al igual que el caníbal de Montaigne, el
Calibán de William Shakespeare es un personaje europeo. La construcción de esta
figura en The Tempest es tal vez una
de las más célebres del imaginario de este continente. Conviene precisar que
para el dramaturgo inglés este salvaje representa una amenaza contra la
civilización europea desde dentro. Hijo de Sycorax, hechicera malvada, y un
diablo, Calibán es el único ser humano, a pesar de su origen sobrenatural, que
habita en la isla antes de la llegada de Próspero y Miranda. Este salvaje
originariamente no tenía el don de la palabra: “Cuando tú [le dice Próspero],
hecho un salvaje, ignorando tu propia significación, balbuceabas como un bruto,
doté tus intenciones [purposes] de palabras que las dieran a conocer”
(Shakespeare, W. 2003, 532). Pero Calibán intentó violar a Miranda, por ello
fue castigado por Próspero. Este salvaje es un ser complejo y contradictorio,
de hecho, éste no es simplemente un ser malvado, “no podemos pasarnos sin él.
Enciende nuestro fuego, sale a buscarnos la leña y nos presta servicios útiles”
(Shakespeare, W. 2003, 531). Pero también queda claro que Calibán es un ser
soñador:
La isla
está llena de rumores [dice el salvaje], de sonidos, de dulces aires que
deleitan y no hacen daño. A veces un millar de instrumentos bulliciosos resuena
en mis oídos, y a instantes son voces que, si la sazón me ha despertado después
de un largo sueño, me hacen dormir nuevamente. Y entonces, soñando, diría que
se entreabren las nubes y despliegan a mi vista magnificencias prontas a llover
sobre mí; a tal punto, que, cuando despierto, lloro por soñar de nuevo [I cried
to dream again]. (Shakespeare, W. 2003, 546-547)
La enorme fuerza que transmite este pasaje
indica que, en el fondo, Shakespeare pensaba que la naturaleza salvaje debía
estar en contacto con la magia de la civilización, para profundizar más en lo
humano. En The Tempest este contacto
es la lucha trágica contra Calibán. Pero al final queda claro que los poderes
civilizatorios no pueden cambiar la naturaleza del salvaje. La otra gran
riqueza metafórica que aparece en esta obra es la figura de Ariel. Este
personaje no es un ser humano, es un espíritu del aire al servicio de Próspero:
“Cumpliré tus mandatos [dice Ariel] y ejerceré gentilmente mis funciones de
espíritu” (Shakespeare, W. 2003, 531). Su figura representa la espiritualidad,
la ligereza, carece de forma fija, en su ascensión busca siempre la luz. Ariel
es una metáfora de lo humano en cuanto prototipo de la transgresión del
espíritu de Calibán, pues mientras este salvaje continúa en la oscuridad, en la
rigidez de su forma, sumido en el cerco de la necesidad, Ariel se transforma en
el elemento aire.
El enorme potencial mítico de estas dos
figuras fue recreado posteriormente en una pieza filosófica escrita por Ernest
Renan en 1878, titulada Caliban. Suite de
“La tempête”. En esta obra el autor francés trata de imaginar qué habría
pasado si Calibán, en vez de quedarse en la isla, hubiese seguido a Próspero y
Ariel a Milán. En este caso el salvaje es la encarnación del pueblo bajo e
iletrado, sólo que esta vez su conspiración contra Próspero tiene éxito, y
llega al poder. Como ha señalado Roberto Fernández Retamar, esta lectura debe
menos a Shakespeare que a los acontecimientos de la Comuna de París (Fernández
Retamar, R. 2000, 15), que han tenido lugar sólo siete años antes. Naturalmente
Renan, que dedicó toda su vida a la descripción y el análisis de la lengua, de
la religión y de la historia de los pueblos “semitas”, confiaba en los savants para solucionar los problemas
sociales, para hacer frente a la máquina brutal, que, en su opinión, destruye
la libertad de los individuos. “Gonzalo. - Caliban, c’est le peuple. Toute
civilisation est d’origine aristocratique. Civilisé par les nobles, le people
se tourne d’ordinaire contre eux. Quand on regarde de trop près le détail du
progrès de la nature, on risque de voir de vilaines choses” (Renan, E. 1890,
57).
De hecho, como nos dice Paul Liedsky en Les Ecrivains contre la Commune (1970),
después de la Comuna el antidemocratismo de Renan se encrespa aún más, pues
piensa que la solución estaría en la constitución de una élite de seres
inteligentes que gobiernen y posean todos los secretos de la ciencia. En este
contexto, es preciso subrayar que en este drama filosófico Renan pone de
manifiesto su racismo lingüístico. En cierto momento de la obra el personaje de
Ariel dirigiéndose al salvaje Calibán le dice que Próspero le ha enseñado la
lengua de los arios, y que mediante esa lengua divina ha entrado en él la
cantidad de razón que es inseparable de tal lengua aria. Para el escritor
francés la superioridad de su cultura era la lengua “indoeuropea”, en la medida
en que esta ha promovido los valores de la ciencia y de la fe en la razón,
llegando a decir que si se practicara la lengua francesa se mejoraría la
capacidad de razonamiento, pues: “el fanatismo es imposible en francés (…). Un
musulmán que sepa francés, jamás será un musulmán peligroso” (Renan, E. 1947,
Cit. en Todorov, T. 2007, 173). Por consiguiente, los otros, los calibanes,
simbolizan la presión de la multitud, el materialismo frente al espiritualismo
de Ariel.
Veinte años después de haber publicado
Renan su Calibán, es decir, en 1898, los Estados Unidos de América
intervinieron en la guerra de Cuba contra España, y sometieron a Cuba bajo su
tutelaje. Este hecho dio lugar al primer destino del mito de Calibán en tierras
latinoamericanas. Un claro ejemplo de cómo recibieron el hecho los
intelectuales de este continente lo tenemos en un discurso pronunciado por Paul
Groussac, un emigrado francés que vivía en Buenos Aires, el 2 de mayo de 1898.
Al poco tiempo, este discurso, que tuvo mucho éxito en la prensa de Argentina,
fue reseñado por el poeta Rubén Darío en un artículo titulado “El triunfo de
Calibán” publicado el 20 de mayo de 1898 en El
Tiempo de Buenos Aires. Como es bien sabido los modernistas latinoamericanos
consagraron la cultura francesa como modelo y puente con la civilización
europea. Por eso, la interpretación del poeta se encontraba muy cercana al
Calibán de Renan, pues este personaje era visto ante todo como el peligro de un
materialismo exacerbado. De ese modo Darío, al igual que Renan, alertaba de la
amenaza del industrialismo masificador sobre los valores de la alta cultura.
Por ello, Ariel, en tanto representante de la aristocracia de espíritu, debía
vencer a Calibán, que era la representación de la civilización norteamericana:
No, no
puedo, -escribe Darío- no quiero estar de parte de esos búfalos de dientes de
plata. Son enemigos míos, son los aborrecedores de la sangre latina, son los
bárbaros. Y los he visto a esos Yankees, en sus abrumadoras ciudades de hierro
y piedra y las horas que entre ellos he vivido las he pasado con una vaga
angustia (…). El ideal de esos calibanes está circunscrito a la bolsa y la
fábrica. Comen, comen, calculan, beben whisky y hacen millones. (Darío, R. 1998,
451)
Como queda bien de manifiesto,
en esta
interpretación Darío confunde
“bárbaro” con “salvaje” para referirse a
Calibán.
No obstante, podemos entender que para el poeta los norteamericanos y
su
pragmatismo representan a los nuevos “salvajes”, lo que
significa una
reinterpretación del mito del hombre salvaje en tierras
americanas. En cambio,
los latinoamericanos, herederos de la cultura latina, representan a
Ariel y su
espiritualismo. Rubén Darío concluye su escrito diciendo
que “Miranda preferirá
siempre a Ariel; Miranda es la gracia del espíritu; y todas las
montañas de
piedra, de hierros, de oros y de tocinos, no bastarán para que
mi alma latina
se prostituya a Calibán” (Darío, R. 1998, 455).
Como mencionamos anteriormente, la
oposición entre el espíritu de Ariel y el espíritu de Calibán en el Uruguay de
principios de siglo XX reflejaba el debate sobre el problema de la raza. Tal
vez sea pertinente decir algunas palabras sobre la noción de raza que hacía
fines del siglo XIX preocupó a todo el mundo, aunque destacamos la preocupación
francesa por su incidencia en Uruguay, o más específicamente, por cómo fue
leído este problema en este país. Bajo la influencia de autores como Renán,
Taine y Gustav Le Bon, la modificación más importante que afectó a este
concepto en esta época fue la que reemplazó el determinismo biológico por el
cultural (Todorov, T. 2007). Para estos autores la noción de raza dejará de ser
física o sanguínea para ser lingüística (Renan), histórica (Taine) o
psicológica (Le Bon). A ello habría que añadir ahora que el racialismo, que se
movía entre lo histórico-cultural pero también en lo biológico, había
favorecido y promovido la acogida de diversas obras en los intelectuales uruguayos,
en donde se diagnosticaba la decadencia de lo latino y se presagiaba el triunfo
de lo sajón. El más difundido de estos libros fue A quoi tient la supériorité des anglo-saxons (1897) de Edmond
Demolins, pedagogo y filósofo francés. En esta obra, que fue traducida en
España en 1899 por Santiago Alba, su autor argumentaba que la clave del dominio
y la expansión de Inglaterra y los Estados Unidos se debía básicamente a su
constitución racial del elemento anglosajón frente al elemento normando. En
otras palabras, su tesis era la supremacía del individuo de sentido práctico y
libre iniciativa sobre las comunidades latinas que han legado formas de
organización política y social poco favorables a hacer posible la iniciativa
individual creadora. Para Demolins los grandes males franceses eran el
estatismo, el verbalismo, el socialismo y el profesionalismo político. En ese
sentido, mediante un exhaustivo análisis de los sistemas escolares francés,
alemán e inglés, Demolins criticó duramente a los primeros, puesto que esos
regímenes sólo fomentaban los valores del funcionario público (Francia) o los
valores de la mentalidad militarista prusiana (Alemania). Y, en cambio, creía
que el mejor sistema escolar era el inglés, porque, inserto en un espacio
público en que el Estado se ha reducido al mínimo, permite la formación de
individuos prácticos, preparados para poder enfrentarse a los desafíos de la
vida moderna.
Es interesante resaltar que la propuesta de
E. Demolnis en Uruguay fue defendida por aquellos intelectuales que proponían
la vía de la modernización industrial como modelo a desarrollar en este país.
En cambio, el arquetipo de Ariel, inspirado en el personaje creado por
Shakespeare, y de manera muy directa en el drama de Renan, servirá para crear
un paradigma cultural humanista. Por consiguiente, el mito del hombre salvaje
en Uruguay, en su versión de Calibán (lo material) en contraste con Ariel (lo
espiritual), se transformó en la plataforma básica sobre la cual se valorará la
cultura. En otras palabras, estas dos cosmovisiones eran expresiones diversas
de un gran fenómeno que es la reivindicación de la identidad de ese momento. A
un nivel más general, puede afirmarse a la vez y sin contradicción, según
Eduardo Devés Valdés (1997), que el pensamiento latinoamericano y el uruguayo
de entonces es la historia de los intentos por conciliar modernización e
identidad cultural. Este aspecto central desveló a todos los escritores el
dilema que por entonces era nombrado como “civilización versus barbarie”. Ahora
bien, siguiendo el marco teórico desarrollado anteriormente, quizá fuera mejor
utilizar el adjetivo de “salvaje” en lugar de “bárbaro” y hablar por tanto de
salvajismo, en la medida en que el problema refiere a individuos que desconocen
la vida en la polis y no respetan las normas de hospitalidad frente a los
forasteros. Los escritores uruguayos de entonces, cada uno a su manera, habían
tomado partido por la necesidad de europeizar el país en desmedro de la
influencia de los caudillos rurales.
En el campo de las letras este tema
apareció de diversas maneras, por ejemplo, bajo las temáticas centrales del
erotismo y la sexualidad. En este caso, y aprovechando estudios que muestran
cómo la sexualidad en el contexto del novecientos se asociaba a lo
no-civilizado, o por ser más precisos, con lo salvaje, a diferencia de la
sensualidad o el erotismo que se entendía como lo civilizado (Giaudrone, C.
2005). Sin embargo, como se ha dicho, la cuestión central fue la tensión
mantenida entre la modernización del país, que implicaba la acentuación de lo
tecnológico, seguir el ejemplo de los países desarrollados y el desprecio de lo
popular y lo latino; frente al proyecto identitario, que, si bien tenía como
modelo lo europeo, aboga por una reivindicación de lo latino y la valoración de
la cultura humanista. A todo ello, resulta muy interesante y a la vez
sorprendente, que la figura de Calibán fuese utilizada como elemento
fundamental de ese debate en torno a la identidad cultural y el proyecto de
modernización. Como iremos exponiendo en los epígrafes que siguen, esta figura
se convirtió en el campo de batalla de esta importante discusión que
mantuvieron José Enrique Rodó, quien abogaba por el modelo identitario, y
Carlos Reyles, defensor a ultranza del proyecto de modernización del país.
En el panorama de las letras uruguayas de
principios del siglo XX, e incluso en el más vasto e importante de las letras
latinoamericanas, José Enrique Rodó se convirtió en un escritor de referencia.
Durante los primeros veinte años del siglo su nombre se repitió con admiración
y respeto desde el Río de la Plata hasta el Caribe, desde las virtudes
señaladas por su compatriota Carlos Vaz Ferreira (1963), pasando por las
alabanzas del escritor colombiano Carlos Arturo Torres hasta los halagos del
crítico literario dominicano Pedro Henríquez Ureña. Las palabras de elogio
vinieron también de Leopoldo Alas “Clarín” y de Miguel de Unamuno, por nombrar
algunos de los escritores más representativos de la España de entonces. José
Enrique Rodó nació en Montevideo el 17 de julio de 1871, hijo de José Rodó,
español, y de Rosario Piñeiro y Llamas, uruguaya. En 1898 fue nombrado profesor
de literatura en la Universidad de Montevideo, actual Universidad de la
República, a pesar de no haber terminado sus estudios universitarios. En esos
años publica La novela nueva (1897) y
Rubén Darío (1897). Ya en 1900,
ofrece a la juventud hispanoamericana su Ariel,
obra que marcará un punto de inflexión en la cultura del continente. Luego
vendrán los libros Liberalismo y
Jacobinismo (1906), Motivos de Proteo
(1909), El mirador de Próspero (1913)
y el libro póstumo El camino de Paros
(1918). Encontrándose ya en Italia, como corresponsal de la revista argentina
Caras y Caretas, cayó enfermo en Palermo, donde dejó de existir en septiembre
de 1917.
Su principal obra, Ariel, apareció en el umbral del siglo como anunciadora de nuevos
horizontes. La fuerza de este libro radicó precisamente en esa tensión
reformadora y crítica de la cultura hispanoamericana en general y en particular
de la situación uruguaya. Inspirada en los paradigmáticos personajes de The Tempest, de manera muy directa en el
drama de Renan y en los textos de Groussac y Darío, esta obra fue vista en ese
momento como la manifestación de un cambio en el sentido de construcción de un
proyecto, en la medida en que se trataba de la formulación de un modelo
identitario de reivindicación y de defensa de los valores latinos frente al proyecto
anglosajón, especialmente en su versión estadounidense. Es importante saber que
estas lecturas sobre Calibán constituyen una resignificación del problema que,
desde el Facundo (1845/2009) del
escritor argentino Domingo Faustino Sarmiento, era nombrado civilización o
barbarie. En Facundo, Sarmiento
caracterizaba el espacio rural como el lugar de la barbarie, en donde
predominaba el atraso material y cultural.
En cambio, para este autor, lo urbano constituía el espacio de la
civilización. Europa, y posteriormente Estados Unidos, fueron los referentes
para la construcción de la subjetividad civilizada que el escritor argentino
reclamaba para su tiempo. Y, en efecto, esta visión dicotómica sobre la
realidad cultural latinoamericana ha sido reforzada durante todo el siglo XX
mediante diferentes interpretaciones sobre la figura simbólica de Calibán,
constituyendo de ese modo subjetividades que se afirman sobre la base de otras
que se niegan.
El Ariel
de Rodó es un claro ejemplo de esta resignificación de la figura de
Calibán. Para empezar, conviene saber que las fuentes de interpretación del
escritor uruguayo sobre la figura de Calibán son más deudoras de las del
escritor francés Ernest Renan, del francoargentino Paul Groussac y del poeta
Rubén Darío que de William Shakespeare. Se trata, en efecto, de una
reinterpretación que hacen estos autores citados sobre el personaje del
dramaturgo inglés; por ejemplo, y como fue mencionado, en la adaptación que
hace el intelectual francés Renan de La
tempestad, en 1877, los personajes de Próspero y Ariel aparecen como los
representantes de la aristocracia que perecen ante las presiones del populacho,
del pueblo bajo e iletrado. Ariel queda
caracterizado, en la obra del francés, como símbolo del idealismo y Calibán como
la expresión de un ser informe en vías de devenir hombre.
Y para confirmar esta idea de traducción de
los personajes, conviene ir al texto de Rodó, donde ya en la introducción
caracteriza a los personajes de Ariel y Calibán:
Ariel,
genio del aire, representa la parte noble y alada del espíritu. Ariel es el
imperio de la razón y el sentimiento sobre los estímulos de la irracionalidad;
es el entusiasmo generoso, el móvil alto y desinteresado en la acción, la
espiritualidad de la cultura, la vivacidad y la gracia de la inteligencia, el
término ideal a que asciende la selección humana, rectificando en el hombre
superior los tenaces vestigios de Calibán, símbolo de sensualidad y de
torpeza... (Rodó, J. E. 1900/1985, 3)
A lo largo de esta obra Rodó vinculó el espíritu
de Calibán con el utilitarismo, el activismo desenfrenado, la vulgaridad, la
mediocridad, reflejada con parte del proyecto anglosajón de sociedad,
especialmente en su versión estadounidense:
La vida
norteamericana describe efectivamente ese círculo vicioso que Pascal señalaba
en la anhelante persecución del bienestar, cuando él no tiene su fin fuera de
sí mismo. Su prosperidad es tan grande como su imposibilidad de satisfacer a
una mediana concepción del destino humano. Obra titánica, por la enorme tensión
de voluntad que representa y por sus triunfos inauditos en todas las esferas
del engrandecimiento material, es indudable que aquella civilización produce en
su conjunto una singular impresión de insuficiencia y de vacío. Y es que si,
con el derecho que da la historia de treinta siglos de evolución presididos por
la dignidad del espíritu clásico y del espíritu cristiano, se pregunta cuál es
en ella el principio dirigente, cuál es el sustrato ideal, cuál el propósito
ulterior a la inmediata preocupación de los intereses positivos que estremecen
aquella masa formidable, sólo se encontrará, como fórmula del ideal definitivo,
la misma absoluta preocupación del triunfo material. –Huérfano de tradiciones
muy hondas que le orienten, ese pueblo no ha sabido sustituir la idealidad
inspiradora del pasado con una alta y desinteresada concepción del porvenir.
Vive para la realidad inmediata, del presente, y por ello subordina toda su
actividad al egoísmo del bienestar personal y colectivo. (Rodó, J. E.
1900/1985, 39-40)
Coincidimos con Aníbal Corti en que esta
crítica de Rodó al pueblo estadounidense descansa en una concepción organicista
de la cultura, «en particular una de tipo jerárquico: la idea de que un
principio general organiza o subordina todos los demás elementos de la cultura»
(Corti, A. 2017, 55). La cultura es entendida, en efecto, como un organismo en
donde determinados principios organizan los estilos de vida, la cultura moldea
a las personas, hace a los sujetos, aunque existe un cierto margen para salir
del marco general (de ahí la rebelión individual o la idea de genio). Desde
esta concepción se puede comprender por qué Rodó identifica al pueblo
norteamericano con el espíritu de Calibán (espíritu informe), en la medida
en que la
cultura utilitaria que
impregna a este pueblo se caracteriza por un
materialismo desenfrenado, una igualdad de lo mediocre, en donde la inquietud
del sujeto queda subordinada al trabajo utilitario como fin y objeto supremo de
la vida. Según la concepción organicista de la cultura, los principios que
ordenan todos los ámbitos de la vida del sujeto norteamericano están marcados
por la inmediatez material, el sentido utilitario, aunque, claro está, no se
trata de un determinismo estricto, pues existe cierto margen para las
rebeliones individuales. Tales son los casos, según Rodó, de los escritores
Ralph Waldo Emerson y Edgar Allan Poe, quienes han podido sobrevivir en ese
país a título de rebelión individual. Pero, por otro lado, dentro de esta
concepción organicista, la cultura auténtica como la entiende Rodó es la que se
inscribe en hondas tradiciones que el uruguayo sintetiza en el legado de los
valores latinos. Esta perspectiva cultural constituye el fundamento en el cual
se asienta el tono de llamada de urgencia dirigida a la juventud de América, en
la medida en que, según Rodó, frente al inminente contagio del cuerpo
calibanesco en América Latina, es necesario construir, a través del símbolo de
Ariel, un modelo identitario de reivindicación y defensa de los valores
latinos. Queda postulado, así pues, una visión polarizada de la cultura y, por
tanto, de dos subjetividades opuestas que, sin duda, representan una inversión
de la concepción de Sarmiento que relacionaba la civilización con Estados
Unidos. Gran parte de la sociedad de este país pasó a ocupar, dado el
materialismo del cual es acusada por Rodó, el lugar de la barbarie simbolizada
en el personaje de Calibán. Por otro lado, la imagen de espiritualidad simbolizada
por Ariel como base para la civilización de América Latina constituirá, por
mucho tiempo, la matriz ideológica del intelectual de dicho continente.
Para Carlos Jáuregui (2008), esta matriz
ideológica en el Ariel de Rodó supone
una cooptación de los intelectuales por el poder, que incluso los alineamientos
antiarielistas del continente reproducen, en tanto están sometidos a lo que
Jáuregui denomina la ley arielista:
La matriz
discursiva del arielismo de la vuelta de siglo (privilegio de las letras,
definición magistral del intelectual, apelación a esencialismos culturales y
tendencia al sincretismo nacionalista, clasista o étnico) persistirá con
variada intensidad y será la constante trampa en que caerán los detractores de
Rodó de la izquierda y de la derecha, indigenestas, populistas, marxistas y
“poscoloniales”. (Jáuregui, C. 2008, 44)
La ley arielista es vinculada en Jáuregui a
la noción de “ciudad letrada” de Ángel Rama. Sin embargo, es importante
resaltar que, si bien en Rama hay un cuestionamiento a los intelectuales en
tanto reproductores y legitimadores del orden social, reconoce la disidencia
que se manifiesta en los márgenes de la ciudad letrada hacia fines de siglo
XIX, “los miembros -escribe Rama- menos asiduos de la ciudad letrada han sido y
son los poetas y que aún incorporados a la órbita del poder, siempre resultaron
desubicados o incongruentes” (Rama, 1995, 80). En todo caso, resulta más
atinada la pregunta que hace Hugo Achugar sobre si el único modo válido de
interpretar el Ariel era leerlo “como
un discurso que construye y justifica al intelectual elitista conservador al
servicio del orden hegemónico” (Achugar, H. 2004, 83). Esta pregunta
habilitaría la idea de leer el Ariel
como un discurso que busca construir la autonomía del joven intelectual para
incidir en las clases bajas y medias y de ese modo revelar su mensaje secular y
secularizador, como sostiene Yamandú Acosta (2017), un evangelio de la
educación espiritual que apunta a trascender el utilitarismo y materialismo
vulgar de Calibán. En suma, como sostiene Achugar, el Ariel fue el discurso de la derrota, pero también el de la
resistencia a la nordomanía.
El proceso de modernización en Uruguay de
principios de siglo implicó grandes cambios sociales, políticos y económicos.
Ante el avance de los nuevos productos de la ciencia, la industria y la entrada
de las tecnologías masivas, tales como la prensa, los escritores modernistas de
entonces adoptaron diversos comportamientos que oscilaron entre participar en
ese nuevo mundo y una actitud ambivalente, tomando distancia de la acentuación
de lo tecnológico, de lo mecánico, ya que implicaba una disminución de lo
cultural, lo artístico y lo humanístico. Como ya hemos visto, este proceder
caracterizó al proyecto identitario de José Enrique Rodó. A pesar del tono
despectivo de este autor y sus discípulos hacia la modernización, algunos de
estos intelectuales se integraron a este proceso en parte porque las reformas
implicaron el desarrollo de programas sociales y culturales. Varios de estos
proyectos impulsados por el presidente uruguayo José Batlle y Ordóñez fueron
celebrados por el grupo de los esteticistas. Las reformas más audaces
estuvieron alentadas también por sectores próximos al movimiento anarquista. En
materia social y moral destacaron la supresión de la pena de muerte, la ley del
divorcio, la estatización de muchos servicios públicos, la ley de ocho horas en
el trabajo, así como la fundación de la Universidad de la mujer, entre otras
reformas. En 1910 el Estado modernizado adquirió múltiples funciones y se
convirtió para un sector de la población, que abogaba por la modernización
industrial al estilo sajón, en un «frío monstruo».
Entre los defensores de esta vía se
encontraba el escritor y estanciero Carlos Reyles, partidario de seguir el
ejemplo de países como Inglaterra y los Estados Unidos. Su propuesta consistía
en descentralizar el poder del Estado, liberalizar la economía y en el plano
cultural coqueteaba con tesis racistas, pues despreciaba todo lo latino, lo
hispánico, en una palabra, lo latinoamericano. Entusiasta lector de Nietzsche,
a quien descubrió en uno de sus varios viajes a Europa, posiblemente en las
versiones francesas de Henri Albert o en las castellanas de La España Moderna y
de Sempere, una de las ideas centrales de Reyles expuesta en su ensayo La muerte del Cisne (1910) se sintetiza
en la siguiente idea: “El utilitarismo de Calibán es más saludable en los
trances apurados que el racionalismo de Ariel” (Reyles, C. 1965, 241). Veamos la gestación de esta
interpretación desde sus inicios como escritor.
En los comienzos literarios de Carlos
Reyles, en especial en su volumen de novelas breves Academias (1896-1898), nos encontramos, como ha sido señalado por
Ángel Rama, con el artista extravagante y típico escritor «perteneciente a la
primera efusión del modernismo, atento a un complejo raro de sensaciones en que
el refinamiento y la morbosidad se reparten equitativamente la consciencia
humana» (Rama, Á 1956: 8). Esta etapa de juventud se cierra con tres ensayos
que preludian un giro radical en su producción intelectual. Estos trabajos son:
Vida Nueva (1901), El ideal nuevo (1903) y Discurso de “Molles” (1908). El primero
es un discurso pronunciado el 8 de septiembre de 1901 con motivo del acto
inaugural del club Vida Nueva, formado por un grupo de jóvenes pertenecientes
al partido Colorado; el segundo es un manifiesto publicado en 1903 en forma de
folleto para explicar las causas que motivaron su alejamiento de dicho club; el
tercero es un discurso que ofreció en el congreso ganadero de la ciudad de
Molles. Estos ensayos son sus respuestas a las circunstancias políticas de ese
período, además permiten entrever su distanciamiento con el criterio
esteticista del modernismo y por ende del proyecto identitario de José E. Rodó,
y perfilan su proyecto de modernización industrial. Asimismo, estas tres piezas
son esenciales para conocer con precisión la importancia de Calibán en la obra
principal de Reyles, La muerte del cisne.
Importa puntualizar que, en estos tres discursos, pero fundamentalmente en El ideal nuevo y en El discurso de Molles, encontramos algunas de las ideas centrales
que defenderá en La muerte del cisne,
a saber, el culto de la fuerza, el sentido utilitario de la vida, el elogio de
la riqueza y la admiración por las sociedades anglosajonas frente a la refinada
pero decadente cultura latina.
En efecto, en las páginas de La muerte del cisne, libro que Reyles
trabajó intensamente durante tres años, se consolidan y encuentran concreción
filosófica las ideas que hasta entonces venía informando en forma germinal en
los ensayos precedentes. Esta obra se divide en tres partes: Ideología de la
fuerza, Metafísica del oro y La flor latina. En la primera parte desarrolla las
ideas filosóficas básicas que constituyen su concepción del mundo y de la vida.
En la segunda parte procura demostrar que el dinero o el capital representan la
suma de aptitudes inteligentes y positivas que el ser humano es capaz de
desarrollar. En los hombres el deseo por adquirir riquezas es, para este autor,
una manifestación del instinto o voluntad de dominio. Este capítulo es la
proyección de las ideas desarrolladas en Ideología de la fuerza. Finalmente, en
la tercera parte Reyles muestra la vida decadente de París, su cultura
humanista, desde sus clásicas fuentes grecolatinas, pasando por el racionalismo
democrático, hasta llegar a sus más modernas formas intelectualistas.
A nivel general, la tesis es una adaptación
de Nietzsche al plano económico. Para tal fin, Reyles recoge del germano las
siguientes ideas: la voluntad de poder, la noción del egoísmo heroico, el
vitalismo y la transvaloración de todos los valores. Es conveniente dejar clara
una cuestión básica desde el principio: en ningún caso Reyles cita los textos
del filósofo y estos conceptos sólo los utiliza para los propósitos de sus
intereses, por ello aparecen reinterpretados, transformados, en otras palabras,
transculturados. Estas ideas son complementadas en el materialismo de Taine, en
el darwinismo social de Le Bon y en ciertos aspectos del ideario de Spencer. En
lo que sigue, quisiéramos mostrar los contornos de esta particular exégesis,
así como también subrayamos las heterogéneas lecturas de Taine, Le Bon, Spencer
y Maurras que acompañan a esa extraña amalgama que es su doctrina.
La
muerte del cisne comienza con un diagnóstico
contundente sobre el signo manifiesto de los tiempos: el agotamiento de las
energías vitales en el momento actual de la humanidad y la cultura. Esta
sentencia Reyles la expresa apoyándose en una vertiente del pensamiento de
Nietzsche en estos concisos términos:
La agonía
de lo divino aparece a las inteligencias libres de prejuicios hereditarios y
atavismos religiosos, como un hecho triste, pero incontestable, que se descubre
en todos los horizontes y que las ansias subjetivas del hombre no acierten a
disfrazar con un nuevo espejismo celeste, quizá porque este nuevo espejismo no
es ya necesario a la Vida. Esta vez el instinto vital, el travieso mago que en
la filosofía nietzscheana crea las ilusiones favorables a la existencia, lucha
en vano contra el Conocimiento, que las destruye implacablemente… pero solo
para darlo a aquel estímulo y ocasión de forjar otras nuevas. (Reyles, C. 1965,
155)
Para Reyles la ciencia levanta el velo de
la Maya, y en lugar de las desnudeces impecables y sagradas perfecciones de los
dioses surge la razón física de los fenómenos. Los nuevos sacerdotes del saber
ayudan a despojarse de las amables creencias y de los aderezos que tiñen la
realidad. Quizá resulte oportuno recordar que este autor se había adherido al
materialismo cientificista energetista, corriente que considera a la materia
como la única causa originante de todas las cosas. En la versión monista del
científico alemán Büchner la realidad se compone de fuerza-materia, y la fuerza
es lo que mueve a la materia. Otra concepción materialista de la ciencia muy
leída en ese Montevideo de principios de siglo es la del historiador y filósofo
francés Hippolyte Taine. Este autor defiende que se debe tratar a la moral
igual que a todas las otras ciencias, y hacer una moral como se hace una física
experimental. Siguiendo a estos “científicos” Reyles afirma lo siguiente:
Este
monismo archi-materialista, no barruntado por Heráclito en la remota
antigüedad, ni tampoco por Spinoza, ni Goethe, ni el mismísimo Haeckel en los
tiempos modernos, traería aparejada catástrofes inmensas en el orden moral, y,
por añadidura, sorpresas apocalípticas para
orgullo infanzón de vástagos del Espíritu, así que los pacientes y
sapientísimos varones que exploran la razón de las cosas, empezasen a descubrir
los gérmenes terribles de la fuerza en el alma blanca de lo Bello, lo Bueno y
lo Verdadero. (Reyles, C. 1965, 138)
No cabe duda de que para Reyles la razón
física de los fenómenos permite desmontar las perspectivas idealistas y
espiritualistas, así como mostrar que la causa primera de todo lo existente y
la condición necesaria de la vida es la fuerza. Por tal noción entiende “el
nombre común y sintético de las energías naturales” (Reyles, C. 1965, 122). En
esta definición se encuentra, para este autor, la novísima verdad, en la medida
en que entiende que todo se reduce a hechos de fuerza. Así lo resume en el
siguiente pasaje:
[…] los
fenómenos de la consciencia sin el juego de los instintos, pasiones, y
sentimientos de estirpe fisiológica; sin las energías físico-psíquicas y
fisicoquímicas, en fin, que se atraen o rechazan, funden o combaten, pero que
siempre tienden a ser, a realizarse, y cuyas reacciones infinitas y
complejísimas, dan pie y margen a la intrincada urdimbre del universo:
milagroso equilibrio de fuerzas y luego de sustancias y después de organismos y
al fin de voluntades que pugnan por destruirse. Un acto, un pensamiento, del
mismo modo que una vida o un mundo, parécenme en su realidad primordial y
esencia íntima, formas de la materia, y por lo tanto, momentos sutiles de la
fuerza… (Reyles, C. 1965, 123)
Ha de notarse aquí una idea básica que
domina toda la obra de Reyles: la fuerza es lo único real, y su ejercicio la
condición necesaria de la vida. Por consiguiente, según el ensayista uruguayo:
Sea en el
mundo físico o en el mundo moral, en el corazón o en el cerebro, el principio
que todo lo vivifica, es la voluntad de poder y dominación que diría Nietzsche,
o más propiamente aún, el ejercicio de la fuerza. Las guerras religiosas y las
rivalidades enconadas de las sectas y escuelas entre sí muestran hasta qué
punto los principios activos de la fuerza, aunque disfrazados por ideales
máscaras, ordenan las maniobras de las huestes espirituales para la conquista y
sumisión espiritua. (Reyles, C. 1965, 127)
Y unas pocas páginas más adelante Reyles
nombra a Calibán, cita que hemos mencionado más arriba y que conviene repetir
para indicar la relación con los pasajes transcritos y posteriores en donde
lleva a cabo una valoración del egoísmo, he aquí otra vez la cita: “El
utilitarismo de Calibán es más saludable en los trances apurados que el
racionalismo de Ariel” (Reyles, 1965, 241).
Si la imagen de Calibán nos remite a la idea del utilitarismo, ¿cuál es la
función de esta idea en la economía de la obra de Reyles? Conforme a lo
expuesto, una argumentación a medias teórica y a medias retórica, que tiene en
la imagen de Calibán un modelo de subjetividad en el cual el materialismo
vulgar del pueblo norteamericano cuestionado por Rodó, es alabado como principio
para la acción. Reyles no ofrece ninguna definición de utilitarismo, sin
embargo, esta doctrina es asociada por él con los principios activos de la
fuerza, sin máscaras, sin ideales espirituales, en donde el sujeto obra
mediante impulsos, sólo guiado por la utilidad inmediata. Para Reyles esta
limitación y estrechez del juicio constituye, justamente, el acierto con la
voluntad de vida “cuando los timoneles de la Idea han perdido la brújula”
(Ibid.).
Otro aspecto estimado de la imagen de
Calibán como salvaje que se mueve por instintos es la valoración del egoísmo y
su relación con la moral de la fuerza. Para ser más precisos, esta es para el
escritor uruguayo igual a la moral del genio o del héroe. Por tal noción Reyles
entiende lo siguiente:
La moral de
la Fuerza, velada hasta ahora a los ojos humanos, pero presente en el mundo, no
admite del desorden anárquico, ni la mentira, ni el error, ni las contumaces
falsificaciones del espíritu, porque la Fuerza, o por otro nombre, la razón
física, es lo que es y no puede menos de ser; lo que triunfa fatalmente, la
condición única y suprema de las realidades, y lo que establece en toda suerte
de cosas una indestructible jerarquía, un orden divino, al que nadie ni nada
escapa, ni aun la razón mística, que viene a ser así como la loca de la casa de
la otra universal razón. (Reyles, C. 1965, 152)
Importa reconocer que bajo estas premisas
el escritor uruguayo asienta su concepción de la vida y desde esta perspectiva
crítica la cuestión social de entonces, diciendo lo siguiente:
El
nivelamiento común, hecho al rasero de lo más inferior; la pobreza forzada y el
trabajo obligatorio, fundamentos fatales de la nueva organización colectivista,
sobre relajar, como la ética cristiana, los resortes de la voluntad, matando el
interés y el egoísmo, y producir la degeneración y el envilecimiento de la
criatura humana, dividiría la sociedad en dos ejércitos: uno de funcionarios,
la nueva aristocracia, y otro de trabajadores, el nuevo proletariado […] El
Estado, con este u otro nombre, pensaría por todos, obraría por todos,
acumularía las magras riquezas que nadie tendría interés en producir. (Reyles,
C. 1965, 174)
Ahora bien, extinguida la luz del ideal que
enmascaraba los fines reales de los pensamientos y las acciones, se hace
evidente, según Reyles, que los verdaderos intereses que mueven al mundo son el
egoísmo y la fuerza: “Lo visible por el momento, para todo aquel que no tenga
telarañas en los ojos, es la lucha de los egoísmos” (Reyles, C. 1965, 176). En
la segunda parte del libro, dedicado a mostrar y valorar el deseo de adquirir
riquezas es para el autor el instinto vital de los humanos: “El salvaje que
descubre los primigenios secretos del fuego y de la simiente, de la industria y
la agricultura, y el ingeniero que aplica la química a la agricultura y la
industria, obedecen a la misma ley e idéntica inspiración” (Reyles, C. 1965,
195). Por lo demás, importa señalar que, en la tercera y última parte de La muerte del cisne, titulada “La flor
latina”, Reyles complementa este marco teórico. En esta oportunidad, y
siguiendo de cerca las páginas de L’avenir
de la Intelligence (1904) de Charles Maurras, concentra su atención en
París, símbolo de la flor latina, para mostrar la caída de los altos ideales de
esta cultura. Describe el itinerario de la cultura humanista, desde sus fuentes
grecolatinas, pasando por el racionalismo hasta llegar a Renan. Esta búsqueda
tiene como objetivo perfilar los ejes más importantes que determinaron la
cultura francesa, y apoyándose en Maurras, destaca el espíritu femenino en la
formación de esta, que impregna no sólo las costumbres y las artes, sino
también la política. En resumen, la voluntad de poder como fuerza, el elogio de
la riqueza y la exaltación del egoísmo son las principales marcas que aparecen
asociadas a la figura de Calibán, que Reyles entiende como un utilitarismo
saludable en tanto constituyen los rudimentos necesarios para la formación de
individuos prácticos, preparados para los desafíos de la vida moderna.
En este escrito he buscado presentar la
imagen de Calibán como campo de batalla del debate entre identidad cultural y
modernización mantenido por José Enrique Rodó y Carlos Reyles en el Uruguay de
principios del siglo XX. Este debate, asimismo, lo he mostrado como el reflejo
de una discusión más compleja que era el problema de la raza, en la cual la
figura de Calibán operaba como un discurso que, tanto por oposición o por
asimilación, era tomado como modelo cultural y político. De ese modo, se ha
indicado cómo en el Uruguay de la época, así como en el resto de América Latina
el debate con Calibán y su oposición con Ariel era la confrontación entre dos
modelos antropológicos, uno representado en lo latino y sus características
espirituales y racionales, el otro en lo sajón, su utilitarismo y su énfasis
del sentido práctico de la existencia humana. Para mostrar estas
características, he planteado la siguiente estrategia: presentar la figura de
Calibán como un arquetipo del mito del hombre salvaje, mostrando cómo este mito
ha operado en el debate latinoamericano y particularmente uruguayo de la época.
Bajo esta perspectiva comencé mostrando la vigencia del mito en la figura de
Calibán y su recorrido hasta llegar a tierras uruguayas. De ese modo he
indicado dos modelos en el debate sobre identidad cultural y modernización que
tiene a Calibán como campo de batalla de ese debate.
La primera propuesta presentada, la de José
Enrique Rodó, la figura de Calibán es usada para indicar los peligros
culturales, sociales y políticos al imitar y tener como modelo al pueblo
norteamericano, que Rodó identifica en gran medida con el materialismo y
utilitarismo desenfrenado. Para el escritor uruguayo, la cultura que impregna a
este pueblo, al igual que Calibán, se caracteriza por el éxito inmediato y el
triunfo material, careciendo de ese modo de principios ideales que orienten su
acción más allá de esas cortas metas. La subjetividad de Calibán es
contrarrestada por la imagen espiritual de Ariel, que hunde sus raíces en la
tradición latina, siendo necesario y urgente latinizar nuevamente América
Latina. El mensaje de Rodó a los jóvenes latinoamericanos es claro: combatir la
nordomanía, esto es, el deseo de imitar al pueblo norteamericano, representado
este en la figura de Calibán y sus características de sensualismo, torpeza y
materialismo, y recuperar los valores latinos que, asentados en el espíritu
clásico y el espíritu cristiano, aseguran el porvenir de los pueblos. De ese
modo, la propuesta de Rodó se inscribe en una búsqueda identitaria de corte
cultural que al mismo tiempo recela y combate el proceso de modernización, en
tanto que este es concebido como la imposición de un modelo intrascendente y
vacío de la concepción humana.
La segunda propuesta esbozada, la de Carlos
Reyles, justamente es presentada como una respuesta al modelo latino de Rodó y
sobre todo como una indicación de lo que verdaderamente necesita Uruguay, y
también América Latina, es desarrollar un proceso de modernización al estilo
sajón. La muerte del Cisne, el libro
en el que Reyles defiende estas ideas, es una metáfora de la caída del
modernismo literario (Cisne), modelo que opera como un gran obstáculo para
orientar política y culturalmente. De ese modo, el utilitarismo, el
materialismo, los impulsos, todos asociados a la figura de Calibán, son ahora
valorados como elementos necesarios para la formación de la subjetividad.
Reyles defiende, por tanto, el camino de la modernización al estilo sajón como
modelo a imitar, el único, según Reyles, que logrará limpiar los malos hábitos
y costumbres del humanismo latino que, para él, tanto daño ha hecho a los
pueblos latinoamericanos.
Sintetizando, una de las ideas más
interesantes de este debate es que la búsqueda de identidad cultural latina y
la modernización son perspectivas que recurren a la imagen de Calibán para
defender su propuesta, cada una de ellas utilizando dicha figura de manera
particular, mientras la propuesta de Rodó apela a Calibán para mostrar el vacío
corrosivo de la sociedad norteamericana, la propuesta de Reyles en cambio
celebra eufóricamente el enorme potencial simbólico de Calibán que materializa
y hace posible el desarrollo de las fuerza económicas.
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[1] Para Roger Bartra: “…el hombre salvaje de la Edad Media es una
criatura imaginaria que sólo existió en la literatura, en el arte y en el
folklore como ser mítico y simbólico” (Bartra, R. 1996, 133).
[2] De hecho, este mito procedía al menos desde la época babilónica y
la homérica, como lo avalan la figura de Enkidu en el Poema de Gilgamesh y la
del cíclope Polifemo en la Odisea.