Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 26 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
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Escenarios calibánicos: discursos racistas y animativos políticos en performances e instalaciones contemporáneas

Calibanic Scenarios: Racist Discourses and Political Animatives in Contemporary Performances and Installations

Marcelo Silva Cantoni

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET); Universidad Nacional de Córdoba, Facultad de Filosofía y Humanidades. Argentina

Recibido: 24-03-2023

Aceptado: 22-05-2023


Resumen. En el artículo proponemos una lectura de las instalaciones artísticas The temple of confessions (1994) de Guillermo Gómez-Peña y Roberto Sifuentes y de Diarios del Odio de (2014) Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, desde una perspectiva sociosemiótica, y a partir de aportes de los estudios de performance. Buscamos, por un lado, analizar mediante qué estrategias, las producciones artísticas interrumpen la eficacia performativa de los discursos racistas. Y, por otro lado, analizamos cómo se relacionan ambas performances/instalaciones con el signo de Calibán.

Palabras clave. Escenario, Calibán, performatividad, animativo político.

Abstract.  In this article we propose a reading of the art installations The temple of confessions (1994) by Guillermo Gómez-Peña and Roberto Sifuentes and Diarios del Odio (2014) by Roberto Jacoby and Syd Krochmalny, from a socio-semiotic perspective, and based on contributions from performance studies. We seek, on the one hand, to analyze through which strategies, artistic productions interrupt the performative effectiveness of racist discourses. And on the other hand, we analyze how both performances/installations relate to the sign of Caliban.

Keywords. Stage, Caliban, performativity, political animative.


“You taught me language, and my profit on't /

 Is, I know how to curse: the red plague rid you,

For learning me your language.”

William Shakespeare, The tempest.

 

“[…] hablaremos su lengua sin sentir culpa ni gratitud”

Tayeb Saleh, Tiempo de migrar al norte.


Introducción


Calibán, como símbolo, metáfora, concepto o signo en permanente estado de codificación y recodificación, constituye, desde nuestra perspectiva, un vector privilegiado para una analítica de las disputas semióticas en contextos específicos. El personaje, que surgió de la potencia creativa de Shakespeare, adquiere nuevas significaciones cuando “migra”, siglos después, al escenario del “Nuevo Mundo”, cuyo imaginario, inspiró al dramaturgo inglés para desatar su tempestad. A más de de un siglo de las primeras reescrituras en territorio latinoamericano y caribeño, las figuraciones de Calibán, las (re)lecturas que provoca y las derivas filosófico-culturales que proyecta parecen estar lejos de querer agotarse.

En el presente artículo proponemos una lectura de dos producciones artísticas contemporáneas bajo el signo de Calibán. Las obras en cuestión son The temple of confessions, del artista mexicano Guillermo Gómez-Peña y del performancero chicano Roberto Sifuentes, la cual fue producida entre 1994 y 1996; y, por otro lado, la ponemos a dialogar con Diarios del odio de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, que fue montada en Buenos Aires en 2014, y luego presentada, en 2017, como performance por el grupo ORGIE, bajo la dirección de Silvio Lang. Resulta preciso aclarar que los proyectos artísticos que analizamos a partir de registros, es decir en la dimensión de lo que Diana Taylor (2015) llama el “archivo”, se inscriben en “condiciones de producción” (Verón, E. 2011) muy diferentes. Sin embargo, sostenemos que recurren a un trabajo en torno a los discursos racistas que nos habilita a reunirlas en una misma serie analítica. Si bien la metáfora de Calibán no aparece de modo explícito en ninguna de las dos obras, y quizás los artistas nunca imaginaron formar parte de su espectro simbólico, establecemos, desde nuestra posición de analistas, ciertas conexiones que nos llevan a atender a cómo se constituyen, en ambas propuestas, aquello que en este trabajo llamamos “escenarios calibánicos”.

En primer lugar, delimitamos el modo en que las obras reúnen y exponen ciertas manifestaciones de un discurso racista. En este punto resulta imperioso señalar que uno de los primeros intelectuales que enfatizó la cuestión racial en la reescritura de los personajes de Shakespeare fue el poeta antillano Aimé Césaire, quien en Une tempête de 1969 construyó los distintos personajes a partir de marcadores específicamente raciales. Entre ellos, Calibán ocupaba, en el sistema de relaciones de poder en que se desenvuelve la obra, un lugar jerárquicamente inferior, dada su caracterización como esclavo negro. La versión de Césaire puso en discusión los modos en que opera la racialización a la hora de producir discursivamente cuerpos “monstruosos”. Ahora bien, Césaire demuestra que esa posición subalterna puede constituirse también como un lugar de enunciación y de rebelión contra un orden establecido. La reivindicación del personaje de Calibán que realiza el “padre” de la negritud antillana, señala uno de los primeros giros en la “afectuosa disputa” con Shakespeare, acerca del “derecho a representar lo caribeño” (Said, E. 2016, 331). A partir de ese tipo de reescrituras, Calibán comienza a ser un símbolo de los subalternos de Latinoamérica y El Caribe, una lectura que luego profundizaría Roberto Fernández Retamar en su célebre y polémico ensayo de 1971. Lo que nos interesa señalar aquí es que Césaire advierte la dimensión racial en juego a la hora de crear los personajes y escenificar los conflictos que esa demarcación genera. Las problemáticas de la raza y del racismo, van a ser también un eje clave a analizar en las performances artísticas que investigamos en este trabajo.

En una segunda instancia, analizamos las tácticas[1] que despliegan los artistas para interpelar los discursos racistas y los procesos de racialización. El movimiento poético de Césaire, que acabamos de referenciar, apunta a disputar el escenario como lugar de enunciación, o, como dice Said, el derecho a representar lo caribeño. Esa estrategia, que interviene en la dimensión representacional del discurso, implica reivindicar a Calibán como símbolo de la negritud. En esta investigación, al analizar las performances propuestas, atendemos a otro modo de intervenir en los discursos racistas y en los procesos de racialización, que tiene ver más con su performatividad. Estudiamos dos instalaciones/performances en las que, paradójicamente, los “subalternos” guardan “silencio” (Fernández-Savater, A. y Varela Huerta, A. 2020), pero en donde se monta y desmonta una “lengua colonial” y una serie de “discursos racistas”[2]. Lo calibánico, tal como lo percibimos en las obras, no estaría relacionado tanto con el carácter simbólico del signo, sino más bien con su aspecto performático[3], dado que los artistas asumen ese gesto característico de Calibán de apropiarse de la lengua colonial para maldecirla[4].

En esa línea, partimos de la hipótesis de que las obras artísticas que analizamos generan nuevos escenarios (“calibánicos”) en donde la performatividad del discurso racista, para producir cuerpos racializados como portadores de algún signo de inferioridad, pierde su eficacia. Describiremos qué características tiene ese movimiento táctico y por qué lo podemos relacionar con la insubordinación de Calibán.


The temple of confessions y Diarios del Odio: el gesto calibánico de apropiarse de la lengua colonial


Habitar una lengua implica, en muchos aspectos, una situación sin salida. No podemos pensar o hablar si no es a partir del sistema de signos que involucra un idioma y de la memoria que cada signo de esa lengua acarrea. Si cada signo lingüístico, y cada discurso tiene un peso y una memoria específica, es en la medida en que forman parte de un sistema de discursividad. Habitar una lengua conlleva asumir, también, dicho sistema, que no está exento, como bien lo expuso Foucault (1971), de regulaciones y de relaciones de poder.

Quizás Fanon, acostumbrado a soportar la carga de una lengua colonial, lo supo explicar de manera más enfática. Al asumir el estudio del lenguaje como un fenómeno fundamental en su análisis de las tramas de subjetivación del colonialismo, escribe: “Hablar, es emplear determinada sintaxis, poseer la morfología de tal o cual idioma, pero es sobre todo, asumir una cultura, soportar el peso de una civilización” (Fanon, F. 2009, 49). El campo semántico de las palabras a las que acude Fanon para describir el acto de hablar escenifica todo lo que implica emplear una lengua para un sujeto que siempre está en una posición de inferioridad respecto a la “cultura” y a la “civilización” dominante en esa lengua. Recordemos que Fanon (2009), al describir su experiencia vivida de sujeto racializado, demuestra cómo influye todo el imaginario bestial en la consolidación de los estereotipos del negro, como “primitivo”, “antropófago” o “salvaje”. A la vez, el pensador antillano explica cómo esos mismos imaginarios producen en la subjetividad del negro un tipo de psicopatología, dado que éste, al verse interpelado por la mirada del blanco, se ve obligado identificarse con todo aquello que, en un principio, había rechazado[5].

Creemos que en el discurso racista, que es una de las articulaciones de la lengua colonial, se despliegan esos mismos imaginarios cuando se dirige a ciertos cuerpos que portan “marcas raciales”[6]. El sujeto racializado en el sistema jerárquico de la lengua colonial, se descubre, entonces, acorralado entre la espada y la pared, entre la necesidad “humana” de hablar, y la trampa de asumir una lengua que constantemente lo deshumaniza.

Frente a ese orden, reconocemos en las obras que analizamos un despliegue estratégico que, en la medida en que mina la lengua desde adentro, podemos considerarlo como calibánico. La táctica a la que acuden los artistas es optar por el silencio, no hablar como forma de rechazo al peso civilizatorio de la lengua. El silencio que reconocemos en las performances incita a la lengua colonial al habla mediante las “confesiones”, ya sean virtuales (como la de los portales de Diarios de odio), o presenciales (como las de The temple of confessions), para exponerla y desmontarla. El silencio también puede identificarse con una de las estrategias que reconocen Fernández-Savater y Varela Huerta (2020) como formas de escape cuando no hay salida, es decir como modos de oponer resistencia frente a un poder que se presenta como mayúsculo. Creemos que por esa táctica optan los artistas. Recurren al silencio como una estrategia minúscula frente a un poder sin salida, o como una manera de “interrumpir lo que estaba previsto y programado” (Fernández-Savater, A. y Varela Huerta, A. 2020, 34-35), que, en este caso, sería la eficacia del discurso racista. En las obras se expone un registro de la lengua y de los discursos que interviene activamente en la construcción de cuerpos, pero, a su vez, las performances/instalaciones producen un archivo de la lengua colonial que funciona como un espejo para maldecirla.

La performance/instalación The temple of confessions se presentó por primera vez en el Instituto de Artes de Detroit en 1994, y luego viajó por varias ciudades de Estados Unidos y México. Aquí nos enfocamos en una lectura de la obra a partir de los registros de algunas confesiones recopiladas durante las presentaciones en Estados Unidos, dado que nos interesa investigar cómo opera el discurso racista en dicha cultura. Tomamos como principal corpus de análisis un documental que registra la performance en Washington en 1996 (dirigido por Gómez-Peña y Roberto Sifuentes)[7] y un libro (Gómez-Peña, G. y Sifuentes, R. 1996) que fue editado posteriormente, en donde los performanceros recopilan algunas de las principales confesiones que les hicieron.

La obra tuvo una gran afluencia de público, y surgió en un contexto particularmente álgido, caracterizado por una fuerte embestida de algunos grupos de derecha contra los inmigrantes latinos en Estados Unidos. En el estado de California, por ejemplo, el gobernador Pete Wilson había promovido, en 1994, la legislación de la polémica Proposición 187, que le negaba el acceso básico a la salud y a la educación a los inmigrantes ilegales y a sus hijos. Gómez-Peña y Roberto Sifuentes intervinieron artísticamente en el debate, encarnando los estereotipos que generaban (y todavía generan) los temores y los deseos del público estadounidense.

Los artistas propusieron una suerte de “antropología inversa” [reversed anthropology] (Gómez-Peña, G. y Sifuentes, R. 1996). Mediante esta práctica, Gómez-Peña recrea ciertos “dioramas pseudoetnográficos” que “parodian y subvierten ciertas prácticas de representación que se originaron en la época colonial” (Gómez-Peña, G. 2002, 81). Estos dioramas generan una nueva distribución de roles entre el artista y los espectadores. Mientras los miembros del público aparentan ocupar la posición de aquellos que observan la otredad cultural, es el artista quien, como un antropólogo inverso, estudia y registra el comportamiento de los asistentes. De este modo, la antropología inversa puede cumplir el objetivo de recopilar datos e información sobre la audiencia. Las notas de dicho estudio constituyen documentos (si bien, claro está, mediados por los artistas) de los comportamientos culturales en un momento dado, los cuales nos permiten realizar una analítica racial, no para juzgar moralmente la persistencia del colonialismo, sino para analizar cómo opera en determinadas coordenadas sociohistóricas y en un sistema de discursividad específico. Los imaginarios proyectados en las confesiones, que luego performancean los artistas y que montan en la pista de sonido de la instalación (como una reproducción de la lengua colonial), constituyen una suerte de espejo[8] del público participante. En su libro El mexterminator, Gómez-Peña describe el proyecto The temple of confessions de la siguiente manera:

En este performance-instalación combinamos el formato del diorama pseudoetnográfico con el diorama religioso […] Por periodos de ocho horas diarias durante tres días nos exhibimos dentro de plexiglass como “santos finiseculares” vivientes […]  En la Capilla de los Deseos, Roberto se exhibe como “El vato Precolombino”, un pandillero sagrado que ejecuta acciones rituales en cámara lenta […] En el lado opuesto del espacio, en la Capilla de los Temores, me encuentro yo [...] Estoy disfrazado de “San Pocho Aztlaneca”, un chamán extraído de un curios shop […] Aquellos visitantes que desean “confesarle” sus temores o deseos interculturales a los “santos vivientes” tienen tres opciones. Pueden confesarse a través de micrófonos colocados en los reclinatorios que se encuentran frente a los dioramas (en este caso, sus voces son grabadas y luego alteradas en un estudio de sonido para garantizarles el anonimato) […] pueden o bien escribir sus confesiones en una tarjeta y depositarla en una urna, o llamar a un número telefónico, 1-800, sin costo. Las confesiones más reveladoras son editadas e inmediatamente incorporadas a la pista de sonido de la instalación. Las confesiones suelen ser emotivas, íntimas y reveladoras. Hay desde confesiones de violencia extrema y racismo en contra de mexicanos y otra “gente de color”, hasta expresiones extremas de ternura y solidaridad inconmesurable con nosotros […] Durante el último año de gira, creamos una versión “high-tech” del Templo, una suerte de templo virtual que aceptaba las confesiones a través de la internet [...] las transcripciones de las confesiones por teléfono, por internet, escritas y grabadas, sirvieron de base para varios proyectos […] Esos proyectos adicionales son documentos muy conmovedores sobre el racismo en los Estados Unidos (Gómez-Peña, G. 2002, pp. 91, 92, 93).

Reconocemos varios aspectos en la descripción que propone Gómez-Peña sobre los que nos gustaría detenernos. En primer lugar, nos gustaría destacar el modo en que la disposición de los cuerpos expuestos de los “santos finiseculares” incita al habla, en el dispositivo de la instalación, que funciona, a su vez, como una parodia del “dispositivo de la confesión” estudiado por Foucault (2014). Los artistas invitan al espectador a confesar, en formato anónimo, los temores y deseos que los cuerpos artificiales, montados en el formato del diorama, suscitan. Por otra parte, esas confesiones, pertenecientes a una zona específica de la discursividad social, son reagrupadas, archivadas y retroalimentan la performance/instalación. No forman parte de un archivo quieto u olvidado, sino que los artistas montan un archivo de la lengua colonial que se vuelve contra el espectador como si se tratara una proyección audiovisual, en la cual pueden ver y escuchar cómo operan sus propios temores y deseos sobre los cuerpos racializados. Algunas de las confesiones que luego editan en el libro (Gómez-Peña, G. y Sifuentes, R. 1996), son las siguientes: confesiones de deseo: “My desire is that I will get fucked by a Mexican” (44); “I desire that freaks like you stay in your little closets” (49); “I badly want a Mexican woman” (49); confesiones de temor: “I fear that America will become a two-language country” (54) “I fear Mexicans getting medical services and Americans having to wait” (57) “I am afraid of spicks; and beaners” (58); confesión entre el temor y la amenaza: “Stop cleaning your gun with my flag, you wetback!![9] (32).

El montaje de la instalación, que imagina un espacio para la confesión de los temores y otro para la de los deseos, coincide en su desarrollo conceptual con el modo en que Bhabha (2013) reflexiona sobre la complejidad y ambivalencia del estereotipo. Para Bhabha (2013, 91), el estereotipo es la mayor estrategia discursiva del discurso colonial que, en su modo paradójico de representación, opera como una forma de conocimiento e identificación que vacila entre lo ya conocido y algo que debe ser repetido ansiosamente. Bhabha busca comprender la productividad del poder, y los regímenes de verdad que produce. Desde ese marco, analiza las relaciones que intervienen en un dispositivo[10] de poder/saber para construir ciertas imágenes de la otredad, que es a la vez objeto de deseo y de temor. Al considerar el discurso colonial como dispositivo de poder, en términos foucaulteanos, Bhabha advierte que este discurso gira entre el reconocimiento y la renegación, y su función estratégica es la creación de un espacio para “sujetar pueblos” (Bhabha, H. 2013, 91) a través de la producción de conocimiento.

Ahora bien, en este trabajo queremos orientar el exhaustivo análisis de Bhabha sobre el funcionamiento del estereotipo en el discurso colonial hacia otra dirección. Porque entendemos que, si bien Bhabha advierte cierta performatividad en el estereotipo (al señalar aquello que debe ser repetido ansiosamente), su análisis se vuelca con mayor énfasis a la dimensión representacional del mismo, como estrategia del discurso colonial. Proponemos un viraje hacia otras problemáticas que nos permiten enfocarnos, más precisamente, en el carácter performativo de la lengua y el discurso colonial.

Para volver a The temple of confessions, otro eje que nos parece importante destacar tiene que ver con el carácter virtual que los artistas le dan a la instalación en el último año de la gira, cuando crean una versión high-tech del templo. A esta versión, la podemos emparentar con un tipo de escritura en el espacio electrónico que va a cobrar gran relevancia en las décadas posteriores. Gabriel Giorgi (2020) identifica en los comentarios electrónicos y mayormente anónimos de foros, diarios y blogs un “nuevo agenciamiento colectivo de enunciación” (Giorgi, G. 2020, 26). Este archivo de la lengua, recuperado por los artistas, puede constituir, como dice Gómez-Peña (2002), un documento sobre el racismo en los Estados Unidos. Dentro de ese marco, es que ponemos en relación el proyecto de los performanceros chicanos, que buscó cartografiar el racismo norteamericano de los noventa, con la instalación de Roberto Jacoby y Syd Krochmalny, Diarios del Odio, producida en Argentina en la segunda década de los dos mil. Si bien se trata de obras que ponen en escena los modos en que operan los procesos de racialización en situaciones discursivas muy diferentes (la de Estados Unidos y la de Argentina), nos interesa señalar las tácticas desplegadas por los artistas dentro de esos fragmentos de semiosis específicos.

Roberto Jacoby y Syd Krochmalny recuperaron manifestaciones discursivas anónimas a partir de los comentarios de foristas de los diarios Clarín y La nación. En este caso no se puso a funcionar un dispositivo performático que parodiaba el sacramento católico de la confesión, sin embargo, podemos reconocer que también se proyecta allí un discurso desinhibido, alentado por una incitación al decir generada por las plataformas electrónicas.

El contexto de la obra es el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner. En esa etapa se vuelven más explícitos ciertos discursos de odio de un fuerte contenido clasista, sexista y racista que florece anónimamente en los comentarios y foros de medios gráficos hegemónicos. A partir de ese material, los artistas realizaron un trabajo de reagrupamiento de los enunciados y los expusieron en una instalación. Luego, al igual que Gómez-Peña y Sifuentes, publicaron un libro en donde organizaron dichos enunciados de modo tal que se presentaban como poemas. El título del libro fue Diarios de odio. Silvio Lang y el grupo ORGIE trabajaron con esa publicación para llevar a la escena los poemas musicalizados y cantados con un tono de misa pseudoevangelista new age.[11] En compañía del coro, un grupo de performanceros y bailarines ponían en escena los cuerpos que entraban en relación en esos discursos. La performance, como declara en diversas entrevistas Silvio Lang, le dio cuerpo a discursos que, si bien construyen y producen performativamente un cuerpo, a su vez lo “desmaterializan” en la fugacidad de las escrituras virtuales. En la nota final sobre los poemas que componen Diarios del odio los autores del libro (Jacoby y Krochmalny) describen el proyecto:

Todos los días en las versiones electrónicas de los principales diarios de la Argentina los lectores se encuentran habilitados para opinar libremente sobre las noticias. Diarios del odio se basa en estos comentarios de lectores. Algunas de estas frases fueron seleccionadas para componer los poemas que encuentran en este libro. Los fragmentos elegidos rastrean específicamente aquellos núcleos discursivos donde se produce la deshumanización de sectores enteros de la sociedad argentina. La construcción del otro como objeto del odio extremo que busca definir a determinadas personas como un excedente social. Mierda, basura, desperdicio, son algunas de las metáforas que convierten al otro en un excedente que el cuerpo social debe expulsar (Jacoby, R. y Krochmalny, S. 2017, 43).

Si bien las obras habilitan varias lecturas, especialmente el segundo proyecto en relación a los denominados discursos del odio, en este artículo nos abocamos a los procesos de racialización que las performances ponen en tensión, ya que entendemos que allí se puede reconocer el modo en que se producen ciertos cuerpos como monstruosos o, para recurrir al personaje de Shakespeare, como cuerpos calibánicos. Como dicen Jacoby y Krochmalny, es en esos núcleos discursivos en donde se despliega un proceso de deshumanización, sobre sectores de la sociedad que son definidos como excedente social. Ese proceso no es meramente descriptivo o denotativo, sino que produce los cuerpos a los que se dirige el discurso como cuerpos naturalmente inferiores. En ese aspecto, se trata de discursos performativos. Algunos de esos “fragmentos de discursos” (Verón, E. 2011), que recortan y montan en sus poemas  dicen lo siguiente: “Me confieso racista,/ no por maldad,/simplemente está en mi/código cultural./La clase media argentina/tiene sus raíces en Europa/y se enorgullece de ellas” (Jacoby, R. y Krochmalny, S. 2017, 11) o “Querido negro de mierda: [...]/ ahora entendés por qué somos diferentes,/ entendés porque te quiero/ ver romperte la cabeza […] No es por tu color de piel,/ sos una rata/ y eso no se maquilla” (Jacoby, R. y Krochmalny, S. 2017, 41).

Tanto en The temple of confessions como en Diarios del odio, los artistas instalan en el escenario, los discursos racistas de la lengua colonial. Los artistas aceptan esa lengua y la resignifican. En ese gesto, de aprender la lengua del amo para maldecirla (como dice Pedro Lemebel), reconocemos el gesto performático de Calibán.

Para finalizar este apartado, queremos sugerir que es en esa táctica calibánica que despliegan los artistas, donde identificamos una forma de actuar ante una situación “sin salida” (Fernández-Savater, A. y Varela Huerta, A. 2020), ya que, como dijimos, creemos que de la lengua, como del cuerpo, no hay escapatoria. Los artistas reinventan, en estos proyectos, aquello que se arrastra de manera iterativa en el discurso. Frente a una lengua racista que nos “obliga a decir”, las instalaciones proponen, como diría Barthes (2014), “hacerle trampas a la lengua” (97). Allí reside la fuerza semiótica del arte y de la literatura, en “actuar los signos en vez de destruirlos […] en instituir en el seno de una lengua servil, una verdadera heteronimia de las cosas” (Barthes, R. 2014, 104).


Raza, procesos performativos de racialización y animativos políticos


En un ensayo de 1985, el filósofo Arturo Roig reconocía en el personaje de Calibán y en las reversiones desde el discurso literario latinoamericano una figura simbólica importante para “revertir el discurso opresor” (Roig, A. 1985, 48). Para Roig, Calibán, tal como era resignificado por Brathwaite, Aimé Césaire o Roberto Fernández Retamar, devenía el “fundamento para una simbólica liberadora” (Roig, A. 1985, 48). Esta lectura de Calibán resulta pertinente en la medida en que se detiene en caracterizar la dimensión sígnica de ciertos conflictos en Latinoamérica, atravesados por el personaje-metáfora de Calibán. Roig entiende, como asumimos en este trabajo, que toda realidad está mediada por el lenguaje y por un sistema semiótico. A ese punto nos referíamos cuando afirmábamos que no hay escapatoria ni de la lengua, ni de la codificación en que se inscriben los cuerpos. Para el pensador mendocino, la figura de Calibán anuncia una nueva simbología para Latinoamérica. Lo que nos interesa señalar aquí es que Roig reconoce que Calibán interviene drásticamente en la disrupción de un código semiótico. El filósofo describe uno de los aspectos de esa intervención, que es el de la reversión del símbolo, en donde Calibán deja de ser un personaje monstruoso, como lo era en La tempestad de Shakespeare, para devenir, como dice Fernández-Retamar (2004), símbolo de Nuestra América. Nuestra atención se dirige, más bien, hacia otro aspecto de esa recodificación, que no tiene que ver con la figura de Calibán en sí, sino con los escenarios en que Calibán se rebela, dado que, según sostenemos, es a partir de esos escenarios que se puede desarticular la eficacia performativa del discurso racista. Los escenarios, para Diana Taylor (2015), constituyen una herramienta teórico-metodológica que nos ayuda a dar cuenta de prácticas corporalizadas en la dimensión del repertorio. Dicha noción permite abarcar un campo más amplio de objetos culturales que no ingresaban en el abanico de otras categorías provenientes de la teoría literaria:

El escenario incluye características bien teorizadas en el análisis literario, como la narrativa y la trama, pero demanda que pongamos atención al ambiente y a los comportamientos corporales como gestos, actitudes y tonos no reductibles al lenguaje. Simultáneamente, con la preparación y la acción, los escenarios estructuran y activan dramas sociales (Taylor, D. 2015, 67)

Para la autora, los escenarios funcionan como “paradigmas dadores de significado, que estructuran ambientes sociales, comportamientos y potenciales resultados” (Taylor, D. 2015, 66). Así, ante los escenarios que producen la racialización como comportamiento normado y efecto performativo del discurso colonial, las performances artísticas que analizamos proponen nuevos comportamientos potenciales que activan el desacuerdo de Calibán. El escenario calibánico hace fallar la eficacia performativa del discurso racista. 

A partir de lo dicho, nos parece oportuno traer a colación una observación de Alejandro De Oto en torno al despliegue de la lengua colonial. En un estudio sobre lo que llama los “lugares fanonianos de la política”, De Oto (2013) analiza en la escritura de Fanon los momentos de emergencia de una subjetividad subalterna. En su ensayo reconoce un carácter ambivalente de la lengua colonial, y señala que no solo tiene una dimensión representacional, sino también performativa. Dice De Oto:

La visión no representacional implica una noción de la lengua colonial como performance del mundo enunciado por ella. En ese sentido, la animalización del colonizado no es un truco de la representación, un modo de poner en el lenguaje los cuerpos colonizados que los termina sustituyendo en su realidad, sino la producción de un mundo sin mayores alcances que su propia ejecución (De Oto, A. 2013, 75)

La animalización del colonizado en la lengua colonial, a la que se refiere De Oto, la podemos encontrar también en diferentes contextos de los discursos artístico-literarios. Está presente tanto de La tempestad de Shakespeare o de Una tempestad de Césaire (cuando Próspero se dirige a Calibán como “salvaje” o “simio”), como en los enunciados racistas que reúnen las instalaciones que analizamos: “sos una rata” (Diarios del odio). La focalización en la dimensión performativa de la lengua colonial, que propone De Oto, nos brinda algunos indicios para entender cómo opera la raza y la racialización en el discurso, y de qué modo produce un código en donde ciertos sujetos (el “beaner”, el “wetback”, o el “negro de mierda”) se reducen a una escala de inferioridad naturalizada.

       Si a la raza la podemos entender como signo (Segato, R. 2007), arriesgamos que la racialización tiene que ver con una práctica iterativa y performativa. Aunque, insistimos, este es tan solo en uno de los aspectos de la racialización, al menos el que nos interesa señalar dentro de los límites del presente artículo. Para sostener esta hipótesis recurrimos a algunos aportes de Rita Segato y de Judith Butler.

Segato enfatiza que la raza (el principal atributo y efecto de la “colonialidad del poder”, según Aníbal Quijano, 2014) es signo, y por tanto, en términos semióticos “depende de contextos definidos y delimitados para obtener significación […] Esos contextos están localizados y profundamente afectados por los procesos históricos de cada nación” (Segato, R. 2007, 137). El contexto definido y delimitado del cual depende la raza para producir significación, puede ser descripto en su especificidad y varía de una formación nacional a otra y de un Estado a otro. La articulación variable del signo tiene que ver con que las marcas raciales, según Segato, se identifican generalmente con un paisaje geocultural y con una posición en la historia, que es la posición de la derrota, de los vencidos y de los colonizados (por ende, de los otros de la nación).

Para la antropóloga argentina la raza es la huella en el cuerpo de una historia de dominación colonial cuyos efectos persisten hasta nuestros días. Si bien no nos detendremos en la descripción de cada proceso, dado que excedería los límites y los objetivos de este trabajo, en el caso de la performance de Gómez-Peña y Sifuentes podemos mencionar, para dar tan solo un ejemplo, que ambos portan marcas que, en el contexto específico norteamericano, los sitúan como doblemente vencidos. En primer lugar, por el proceso que comenzó con la conquista europea de México/Tenochtitlan en el siglo XVI. Y, en segundo lugar, por la derrota de México en la guerra contra Estados Unidos en el siglo XIX (que culminó en 1848 con la firma del Tratado de Guadalupe-Hidalgo). Para el caso de Argentina podríamos hablar de otros procesos de conquista, que producen un tipo diferente de sujeto racializado. Lo que queremos enfatizar, es que cada sujeto racializado se inscribe en una discursividad social específica. Segato señala que no es necesario pertenecer directamente, como descendiente, a un pueblo conquistado y colonizado, sino que basta con exhibir (aunque sea trágicamente, dado que del cuerpo no hay salida), los rasgos raciales. Cuando un espectador le confiesa a Roberto Sifuentes Stop cleaning your gun with our flag wetback!!, no importa que Roberto Sifuentes sea (y de hecho lo es), ciudadano estadounidense ni que haya nacido en dicho país. Lo único que percibe el ojo entrenado en el código del racismo son las marcas raciales de la alteridad. Inmediatamente el insulto sitúa a Sifuentes (y al mismo tiempo lo produce) como un otro de la nación (wetback), alguien que no participa del nosotros al que le pertenece el símbolo de “nuestra” bandera [our flag]. Lo mismo ocurre en Diarios del odio: “La clase media argentina/tiene sus raíces en Europa” (Jacoby, R. y Krochmalny, S. 2017, 11) “ahora entendés por qué somos diferentes” (Jacoby, R. y Krochmalny, S. 2017, 41). El sujeto argentino que produjo este enunciado se sitúa a sí mismo en el grado cero de la argentinidad, no porta en su autopercepción marca racial alguna. Desde esa perspectiva, el otro, o más bien los otros de la nación, son constituidos como sujetos racializados.

Desde las aproximaciones que venimos referenciando, entendemos que la raza (interpretada desde distintas marcas performáticas) opera como signo. Como tal, si queremos desentrañar el funcionamiento histórico y político de la raza en contextos delimitados, debemos analizarla, como dice Segato (2007), como un índice, es decir como la huella en el cuerpo de un pasado de subyugación, que produce significación en una formación nacional específica y en un sistema discursivo atravesado por la “colonialidad” (Quijano, A. 2014). Una vez entendida la raza como signo, nos parece necesario describir un aspecto de la racialización. En primer lugar, creemos que un punto clave en este proceso tiene que ver con la naturalización de las marcas raciales como índice de inferioridad. En el ejercicio del racismo, como decíamos, el “ojo entrenado” en el código semiótico lee las marcas raciales en los cuerpos de la alteridad de la nación, pero no interpreta necesariamente la historia de guerra y de conflicto que sitúa al cuerpo racializado del lado de los vencidos. Más bien percibe al otro racializado como inferior, y asume dicha inferioridad como si fuera ahistórica. Es decir, en las prácticas racistas se naturaliza la inferioridad del sujeto racializado. Paradójicamente, en el ejercicio del racismo se lee la posición en la historia de los sujetos racializados de manera ahistórica, es decir, natural.

En esta instancia consideramos relevante introducir los aportes del ensayo Cuerpos que importan, de la pensadora Judith Butler (2011), quien afirma, siguiendo a Derrida, que no hay cuerpos naturales, sino que hay efectos de naturalización o desnaturalización de los cuerpos. Desde la perspectiva de la autora, categorías como “raza” y “sexo” se materializan e imponen de manera performativa mediante comportamientos sumamente regulados. La filósofa norteamericana reformula la teoría de los actos de habla del lingüista J.L. Austin, en función de ciertas lecturas postestructuralistas (particularmente de la deconstrucción de Derrida).

Para Butler, la performatividad no implica un acto de habla singular y deliberado de un sujeto soberano de su propio discurso, sino, más bien, la “práctica reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que nombra” (Butler, J. 2011, 58). El discurso apela, así, a la cita y a lo iterativo. La performatividad, agrega Butler, “no es, pues, un acto singular, porque siempre es la reiteración de una norma o un conjunto de normas y, en la medida en que adquiera la condición de acto en el presente, oculta o disimula las convenciones de las que es una repetición” (Butler, J. 2011, 72). Diana Taylor enfatiza en la distinción entre los actos de habla de Austin y la teoría de la performatividad de Butler, ya que entiende que es un eje clave para analizar cómo se produce la identidad sexual o racial, y qué estrategias pueden idearse para subvertirla. En relación a ese punto, Taylor (2011) afirma que performatividad, para Butler, es “el proceso de socialización por el cual nociones como género e identidad sexual o racial se producen a través de prácticas regulatorias y citacionales” (Taylor, D. 2011, 23). Ese proceso es difícil de identificar debido a que la normalización lo ha invisibilizado. Así, continúa Taylor, “mientras que en Austin el performativo apunta al «lenguaje que hace», acentuando de esta manera la voluntad personal, en Butler la performatividad va en dirección contraria al subordinar subjetividad y acción cultural a la práctica discursiva normativa” (Taylor, D. 2011, 23-24).

Vemos que para Butler, la dimensión performativa del discurso no solo actúa como norma reguladora, sino que también disimula las convenciones mediante las cuales actúa. De este modo, podemos entender la racialización, en una de sus dimensiones, como un proceso discursivo performativo que produce, a través de prácticas regulatorias y citacionales, la inferioridad de un otro a partir de marcas (índices en el cuerpo), y que a la vez oculta las convenciones mediante las cuales produce esa racialización. En consecuencia, uno de los efectos de ese proceso es que la raza, con todo lo que dicho signo implica, se percibe, en el código semiótico en el cual se inscribe, como natural. A partir de esa práctica regulada y repetida, tanto el forista parodiado de Diarios del odio, como ciertos participantes de The Temple of confessions, naturalizan y contribuyen a producir la animalización (o deshumanización) de los sujetos que portan marcas raciales.

En otro ensayo, Butler reflexiona, en un diálogo explícito con Austin sobre la eficacia de los llamados discursos de odio. Austin (1990) argumenta a lo largo de sus conferencias que para que ciertos performativos sean eficaces o “felices” precisan de un contexto que les garantice dicha eficacia. Si en Austin, por ejemplo, lo que garantiza que el acto de habla de un juez sea un performativo feliz es el hecho de que ese sujeto sea verdaderamente un magistrado y que produzca el acto de habla en el marco de un ritual judicial, en Butler, en cambio, ese contexto va a estar determinado por la iteración de una norma reguladora. La lectura de Butler está mediada, como decíamos, por la crítica que Derrida le realiza a Austin en su célebre y polémico ensayo Firma, acontecimiento, contexto. Allí el pensador francés advierte que la posibilidad de fracaso del performativo no es una excepción, ni un funcionamiento parasitario del acto de habla (como lo había descripto Austin), sino su condición misma de posibilidad. Para Derrida no existe un contexto totalmente definido, ni una transparencia del sujeto hablante que garantice la eficacia plena del performativo. En consecuencia, todo signo puede “romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos contextos, de manera absolutamente no saturable” (Derrida, J. 1994, 361-362). De esa lectura parte la filósofa norteamericana para analizar las distintas estrategias que interrumpen la eficacia performativa de ciertos discursos. Podemos extrapolar los análisis de Butler a nuestro propio objeto si, en lugar de lenguaje de odio, leemos lengua colonial o discurso racista:

Lo que hace el lenguaje de odio es colocar al sujeto en una posición subordinada […] Por el momento, me gustaría poner en cuestión la suposición según la cual el lenguaje de odio funciona siempre y en todos los casos. No se trata de minimizar el dolor que se sufre a causa del lenguaje de odio, sino de dejar abierta la posibilidad de su fracaso, puesto que esta apertura es la condición de una respuesta crítica […] ¿Puede existir un enunciado que rompa la continuidad de esa estructura, o que subvierta la estructura a través de la repetición en el lenguaje? En tanto que invocación, el lenguaje de odio es una acción que invoca actos previos, y que requiere una repetición en el futuro para sobrevivir. ¿Existe una repetición que pueda separar el acto de habla de las convenciones que lo sostienen de tal modo que su repetición, en lugar de consolidarlo, eche por tierra su eficacia nociva? (Butler, J. 2004, 41-42).

El problema que plantea Butler sobre las formas de hacer fracasar los lenguajes de odio deviene fundamental para entender los modos en que se puede interrumpir el código regulador de la lengua colonial y la eficacia performativa del discurso racista. Creemos que las instalaciones artísticas que analizamos intervienen justamente allí, en una separación del discurso racista de las convenciones que lo sostienen y que garantizan su eficacia. Las performances que estudiamos crean nuevos contextos, o escenarios, para esos discursos en donde se produce una inevitable recodificación. El despliegue de esa táctica, en donde se monta en otro contexto el discurso racista de manera tal que pierde su eficacia a la hora de producir cuerpos racializados (y por ende susceptibles de inferiorización), puede entenderse mejor a la luz de la noción de “animativo político” de Diana Taylor. La autora define esta categoría como una “expresión codificada de no conformidad” (Taylor, D. 2020, 90).

Si tanto en la teoría de Austin como, en cierta medida, en la de Butler hace falta una convención (ya sea un ritual o una norma regulatoria citacional) para que el discurso performativo tenga eficacia, Taylor analiza cómo ciertos gestos lo hacen fallar al desarticular las convenciones en que se produce. El animativo sería un gesto que involucra al cuerpo (como el gesto de Calibán), y que mina por dentro el reconocimiento necesario (la lengua colonial) para que el performativo (el discurso racista) sea eficaz. Por lo tanto, se trata de una resistencia tácita, una forma de estar presente, pero no del todo —un “Sí, pero no”, dice la autora (Taylor, D. 2020, 101)—. Según los ejemplos que brinda Taylor, podemos reconocer el animativo político en la actitud del estudiante que mira por la ventana cuando el profesor da la clase, como forma de desautorización, o en los atletas que se arrodillan a medias cuando suena el himno nacional. El animativo, entonces, no es ni un performativo, ni un performativo negativo, es “un acto o gesto que interrumpe las convenciones de las que el performativo depende” (Taylor, D. 2020, 90). Sin embargo, Taylor aclara que esto no quiere decir que el animativo esté por fuera de las convenciones. Arrodillarse al cantar el himno, o aprender la lengua del amo para poderlo maldecir (agregaríamos nosotros), son gestos codificados dentro de una convención que los hace reconocibles.

Los que aquí llamamos “escenarios calibánicos” se inscriben en una convención (extrapolada del discurso literario) que estructura un resultado potencial. El objetivo táctico de dicho escenario radica en recrear el contexto necesario para que pueda acontecer la performance codificada de Calibán, la cual consiste en apropiarse de la lengua colonial para maldecirla. Las instalaciones que reseñamos en este artículo comparten como punto en común ese gesto de desacuerdo. Montan la lengua colonial para comenzar a desmontarla, exponen los discursos racistas para minarlos por dentro, hacen fallar la eficacia performativa de la racialización, aunque solo sea en el espacio efímero y temporal en el cual las obras se producen. Tanto The temple of confessions como Diarios del odio, se inscriben dentro de un mismo género de escenarios. Crean un lugar desde donde se puede hacer frente a los discursos racistas, interrumpiendo su continuidad reguladora y desarticulando las convenciones en que se produce.


Consideraciones finales sobre los “escenarios calibánicos”


En el artículo buscamos señalar de qué manera ciertos proyectos artísticos, producidos en lugares y tiempos diferentes, recurren a tácticas similares como forma de oponer resistencia a los discursos racistas y a los procesos de racialización. Los procedimientos a los que apelan los artistas que estudiamos aquí se despliegan al menos en tres momentos (no necesariamente sucesivos). En primer lugar, buscan constituir un archivo de los discursos que producen ciertos cuerpos como racializados. En segundo lugar, montan y exhiben esos fragmentos discursivos en instalaciones artísticas y escenarios performáticos con el fin de enfrentar al público asistente con una suerte de espejo de la lengua colonial y producir, de este modo, un proceso de desnaturalización del código semiótico racial. Por último, apuntan a saturar los discursos, primero repitiéndolos hasta el vértigo y el hartazgo, y luego sacándolos de contexto, convirtiéndolos en una performance, un poema, o una pista de sonido.

De este modo, los artistas desarticulan la convención necesaria para que la dimensión performativa del discurso racista sea eficaz, al menos en el espacio delimitado en que se produce la performance y la instalación. En ese sentido, al construir otros escenarios para los discursos, y para los sujetos a quienes esos discursos van dirigidos, logran producir una nueva codificación. Sin embargo, esta nueva codificación ya no está focalizada en el aspecto simbólico del signo racial, como lo proponía la reivindicación de Calibán como símbolo latinoamericano, sino que, más bien, busca desarticular su dimensión performativa. Es decir, apunta a desmontar el proceso que habilita que ciertos discursos iterativos, producidos en contextos regulados y según ciertas convenciones, produzcan a Calibán como un monstruo. Desde esa perspectiva, los artistas buscan anular la eficacia performativa de los discursos racistas.

Guillermo Gómez-Peña y Silvio Lang confluyen, desde posiciones diferentes, en cierta conceptualización de las prácticas performáticas y escénicas. Para Gómez-Peña, el arte del performance es un “territorio conceptual con clima caprichoso y fronteras cambiantes” (Gómez-Peña, G. 2011, 496), justo en el acto de cruzar una frontera, dice el artista, “encontramos nuestra emancipación...temporal” (Gómez-Peña, G. 2011, 497). Por otra parte, Lang afirma que en el arte la obra es secundaria, lo que hacen los artistas es “inventar prácticas sensibles” (Lang, S. 2019, p.113). Creemos que estas dos miradas nos ayudan a reflexionar sobre qué herramientas pueden aportarnos las performances, aquí analizadas, para enfrentar los discursos racistas en la cotidianidad. En este punto compartimos la pregunta retórica de Gabriel Giorgi: “¿Qué cosa es el arte sino ese laboratorio de lo sensible en donde se forjan las herramientas para las luchas que nos tocan?” (Giorgi, G. 2020, 21).

Desde esa perspectiva, sostenemos que las instalaciones nos presentan prácticas sensibles para oponer resistencia al racismo. Los escenarios calibánicos que identificamos en las obras no se limitan solamente a los teatros o a los museos de arte contemporáneo, sino que pueden recrearse en cualquier situación de la vida cotidiana, como formas de interrupción y de desvío, o como una vía de escape en situaciones donde parece que “no hay salida” (Fernández-Savater, A. y Varela Huerta, A. 2020), aun cuando esa emancipación sea “temporal” (Gómez-Peña, G. 2011, 497). Estos espacios efímeros nos inducen a repetir la performance calibánica por excelencia de “hacerle trampas a la lengua” (Barthes, R. 2014, 97). En ese ejercicio y en su incitación al hacer y al decir, los escenarios calibánicos suman una opción más a la demanda que enuncia Taylor, cuando se pregunta “¿Qué hacer cuando nada puede hacerse, pero no hacer nada no es una opción? (Taylor, D. 2020, 379). La respuesta es la misma de hace 500 años: aprender la lengua colonial para maldecirla.


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[1]  Si bien a lo largo del artículo usamos la referencia a tácticas y estrategias indistintamente, el sentido que le conferimos reconoce la distinción que hace Michel De Certeau, en La invención de lo cotidiano, al destacar las asimetrías de poder entre ambas prácticas. Desde esta perspectiva, cuando nos referimos a tácticas o estrategias en referencia al trabajo de los artistas, las entendemos tal como De Certeau entiende las tácticas, es decir como un arte del débil (De Certeau, M. 2000, 43).

[2]  Cuando nos referimos a la “lengua colonial”, lo hacemos desde una perspectiva sociodiscursiva. Por lo tanto, nos ubicamos en un campo de análisis translingüísticos, más abocado al análisis de los discursos y a cartografiar las marcas que los discursos dejan en la lengua. Con esto queremos aclarar que no es de nuestro interés señalar los aspectos sintácticos o gramaticales, ni tampoco atender a los enunciados posibles dentro de un sistema de la lengua. Más bien adoptamos, por un lado, una perspectiva foucaulteana que atiende a la materialidad de los enunciados efectivamente producidos para describir sus condiciones de posibilidad (Foucault, M. 2015); y, por el otro, nos focalizamos, como propone Verón (2011), en los procesos de semiosis y de producción social de sentido en que se inscriben los discursos.

[3]  Diana Taylor (2011) propone una distinción entre performático y performativo que asumimos en este trabajo. Al hablar de “performativo”, Taylor evoca una propiedad del discurso. Este término, como señala la autora, tiene una larga trayectoria, que se remonta a las teorías del lingüista J.L Austin expuestas en su libro ¿Cómo hacer cosas con palabras? En cambio, cuando alude a lo “performático”, Taylor se refiere a la forma adjetivada del aspecto no discursivo de la performance.

[4]  Aquí jugamos con la frase, a partir de una intertextualidad que establecemos con el ensayo “Loco afán” (2000) de Pedro Lemebel, en donde el poeta chileno escribe “aprendo la lengua patriarcal para maldecirla”. El cambio en el objeto de la sintaxis que propone Lemebel produce una significación relevante. Ya no se trata de usar la lengua como instrumento para maldecir a un otro, que en el universo diegético de Shakespeare sería Próspero. De lo que se trata, más bien, es de maldecir la propia lengua, de deconstruirla, de minarla por dentro.

[5]  Alejandro De Oto (2013) profundizó, en diversos ensayos, en los análisis de Frantz Fanon en torno a los procesos de subjetivación producidos por el colonialismo. Asimismo, destacamos también, en esa misma línea, los trabajos de Laura Catelli (2020; 2021) en torno a cómo intervienen los imaginarios en la vida política de los cuerpos y los sujetos coloniales, y de Carlos Aguirre Aguirre (2020) sobre la dimensión trágica del cuerpo colonial en Fanon.

[6]  O, más bien, que se leen como marcas raciales en contextos discursivos específicos, ya sea de Estados Unidos o de Argentina, para nombrar los países en donde se presentan las performances que estudiamos en este artículo.

[7]  Temple of confessions (1996, Dir.: Guillermo Gómez-Peña y Roberto Sifuentes).

[8]  Insistimos, se trata de proyecciones recopiladas y mediadas por la subjetividad de los artistas. Esto no quiere decir que sean falsas, o que no sean válidas para el análisis. Más bien nos habilita a investigar sobre de las interacciones semióticas conflictivas en una situación colonial específica.  

[9]  Esta confesión se produce como una réplica a un acto ritual, realizado por Sifuentes, que consistía en limpiar una pistola con la bandera estadounidense.

[10] Laura Catelli propone un análisis interesante, que nos parece pertinente destacar por el modo en que profundiza en la relación entre dispositivo, imaginarios, estereotipos y procesos de racialización. Catelli (2021) piensa la implicancia del estereotipo en la relación colonial al entender lo racial como dispositivo y como formación imaginaria relacional. De esta manera, pone el foco en atender a la relacionalidad de los elementos que entran en juego en la racialización. La autora elabora un entramado teórico desde aportes de Foucault, Castoriadis, Bhabha y Fanon, que sirve de herramienta para analizar los modos en que opera la raza en escenarios latinoamericanos. Desde el andamiaje teórico de los autores mencionados, propone una “analítica racial”, que se aleja de la noción de raza para enfocarse, más bien en “la relacionalidad de los elementos en juego en la racialización (discursos, prácticas, espacios, sujetos)” (Catelli, L. 2021, 101). Esta perspectiva, según la autora, permitiría reflexionar, con más cuidado y en situaciones específicas, sobre procesos dinámicos y en articulaciones complejas.

[11] Se puede acceder a un trailer de la performance a partir del siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=KwkYb9lP-bM