Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 26 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza / 2023 /
.
Escenarios calibánicos: discursos racistas y
animativos políticos en performances e instalaciones contemporáneas
Calibanic Scenarios: Racist Discourses
and Political Animatives in Contemporary Performances and Installations
Marcelo Silva Cantoni
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas
y Técnicas (CONICET); Universidad Nacional de Córdoba, Facultad de Filosofía y
Humanidades. Argentina
Recibido: 24-03-2023
Aceptado: 22-05-2023
Resumen. En el artículo proponemos una
lectura de las instalaciones artísticas The
temple of confessions (1994) de Guillermo Gómez-Peña y Roberto Sifuentes y
de Diarios del Odio de (2014) Roberto
Jacoby y Syd Krochmalny, desde una perspectiva sociosemiótica, y a partir de
aportes de los estudios de performance. Buscamos, por un lado, analizar mediante
qué estrategias, las producciones artísticas interrumpen la eficacia
performativa de los discursos racistas. Y, por otro lado, analizamos cómo se
relacionan ambas performances/instalaciones con el signo de Calibán.
Palabras clave. Escenario, Calibán,
performatividad, animativo político.
Abstract. In this article we propose a
reading of the art installations The temple of confessions (1994) by Guillermo
Gómez-Peña and Roberto Sifuentes and Diarios del Odio (2014) by Roberto Jacoby
and Syd Krochmalny, from a socio-semiotic perspective, and based on
contributions from performance studies. We seek, on the one hand, to analyze
through which strategies, artistic productions interrupt the performative
effectiveness of racist discourses. And on the other hand, we analyze how both
performances/installations relate to the sign of Caliban.
Keywords. Stage, Caliban, performativity, political animative.
“You taught me language, and my profit on't /
Is, I
know how to curse: the red plague rid you,
For learning me your language.”
William Shakespeare, The tempest.
“[…] hablaremos su lengua sin sentir culpa ni
gratitud”
Tayeb
Saleh, Tiempo de migrar al
norte.
Calibán,
como símbolo, metáfora, concepto o signo en permanente estado de codificación y
recodificación, constituye, desde nuestra perspectiva, un vector privilegiado
para una analítica de las disputas semióticas en contextos específicos. El
personaje, que surgió de la potencia creativa de Shakespeare, adquiere nuevas
significaciones cuando “migra”, siglos después, al escenario del “Nuevo Mundo”,
cuyo imaginario, inspiró al dramaturgo inglés para desatar su tempestad. A más
de de un siglo de las primeras reescrituras en territorio latinoamericano y
caribeño, las figuraciones de Calibán, las (re)lecturas que provoca y las
derivas filosófico-culturales que proyecta parecen estar lejos de querer
agotarse.
En el
presente artículo proponemos una lectura de dos producciones artísticas
contemporáneas bajo el signo de Calibán. Las obras en cuestión son The temple of confessions, del artista
mexicano Guillermo Gómez-Peña y del performancero chicano Roberto Sifuentes, la
cual fue producida entre 1994 y 1996; y, por otro lado, la ponemos a dialogar
con Diarios del odio de Roberto
Jacoby y Syd Krochmalny, que fue montada en Buenos Aires en 2014, y luego
presentada, en 2017, como performance por el grupo ORGIE, bajo la dirección de Silvio
Lang. Resulta preciso aclarar que los proyectos artísticos que analizamos a
partir de registros, es decir en la dimensión de lo que Diana Taylor (2015)
llama el “archivo”, se inscriben en “condiciones de producción” (Verón, E.
2011) muy diferentes. Sin embargo, sostenemos que recurren a un trabajo en
torno a los discursos racistas que nos habilita a reunirlas en una misma serie
analítica. Si bien la metáfora de Calibán no aparece de modo explícito en
ninguna de las dos obras, y quizás los artistas nunca imaginaron formar parte
de su espectro simbólico, establecemos, desde nuestra posición de analistas,
ciertas conexiones que nos llevan a atender a cómo se constituyen, en ambas
propuestas, aquello que en este trabajo llamamos “escenarios calibánicos”.
En
primer lugar, delimitamos el modo en que las obras reúnen y exponen ciertas
manifestaciones de un discurso racista. En este punto resulta imperioso señalar
que uno de los primeros intelectuales que enfatizó la cuestión racial en la
reescritura de los personajes de Shakespeare fue el poeta antillano Aimé
Césaire, quien en Une tempête de 1969
construyó los distintos personajes a partir de marcadores específicamente
raciales. Entre ellos, Calibán ocupaba, en el sistema de relaciones de poder en
que se desenvuelve la obra, un lugar jerárquicamente inferior, dada su
caracterización como esclavo negro. La versión de Césaire puso en discusión los
modos en que opera la racialización a la hora de producir discursivamente
cuerpos “monstruosos”. Ahora bien, Césaire demuestra que esa posición
subalterna puede constituirse también como un lugar de enunciación y de
rebelión contra un orden establecido. La reivindicación del personaje de
Calibán que realiza el “padre” de la negritud antillana, señala uno de los
primeros giros en la “afectuosa disputa” con Shakespeare, acerca del “derecho a
representar lo caribeño” (Said, E. 2016, 331). A partir de ese tipo de
reescrituras, Calibán comienza a ser un símbolo de los subalternos de
Latinoamérica y El Caribe, una lectura que luego profundizaría Roberto
Fernández Retamar en su célebre y polémico ensayo de 1971. Lo que nos interesa
señalar aquí es que Césaire advierte la dimensión racial en juego a la hora de
crear los personajes y escenificar los conflictos que esa demarcación genera.
Las problemáticas de la raza y del racismo, van a ser también un eje clave a
analizar en las performances artísticas que investigamos en este trabajo.
En una
segunda instancia, analizamos las tácticas[1] que
despliegan los artistas para interpelar los discursos racistas y los procesos
de racialización. El movimiento poético de Césaire, que acabamos de referenciar,
apunta a disputar el escenario como lugar de enunciación, o, como dice Said, el
derecho a representar lo caribeño. Esa estrategia, que interviene en la
dimensión representacional del discurso, implica reivindicar a Calibán como
símbolo de la negritud. En esta investigación, al analizar las performances
propuestas, atendemos a otro modo de intervenir en los discursos racistas y en
los procesos de racialización, que tiene ver más con su performatividad.
Estudiamos dos instalaciones/performances en las que, paradójicamente, los
“subalternos” guardan “silencio” (Fernández-Savater, A. y Varela Huerta, A.
2020), pero en donde se monta y desmonta una “lengua colonial” y una serie de
“discursos racistas”[2]. Lo
calibánico, tal como lo percibimos en las obras, no estaría relacionado tanto
con el carácter simbólico del signo, sino más bien con su aspecto performático[3], dado que
los artistas asumen ese gesto característico de Calibán de apropiarse de la
lengua colonial para maldecirla[4].
En esa
línea, partimos de la hipótesis de que las obras artísticas que analizamos
generan nuevos escenarios (“calibánicos”) en donde la performatividad del
discurso racista, para producir cuerpos racializados como portadores de algún
signo de inferioridad, pierde su eficacia. Describiremos qué características
tiene ese movimiento táctico y por qué lo podemos relacionar con la
insubordinación de Calibán.
Habitar
una lengua implica, en muchos aspectos, una situación sin salida. No podemos
pensar o hablar si no es a partir del sistema de signos que involucra un idioma
y de la memoria que cada signo de esa lengua acarrea. Si cada signo
lingüístico, y cada discurso tiene un peso y una memoria específica, es en la
medida en que forman parte de un sistema de discursividad. Habitar una lengua
conlleva asumir, también, dicho sistema, que no está exento, como bien lo
expuso Foucault (1971), de regulaciones y de relaciones de poder.
Quizás
Fanon, acostumbrado a soportar la carga de una lengua colonial, lo supo
explicar de manera más enfática. Al asumir el estudio del lenguaje como un
fenómeno fundamental en su análisis de las tramas de subjetivación del
colonialismo, escribe: “Hablar, es emplear determinada sintaxis, poseer la
morfología de tal o cual idioma, pero es sobre todo, asumir una cultura,
soportar el peso de una civilización” (Fanon, F. 2009, 49). El campo semántico
de las palabras a las que acude Fanon para describir el acto de hablar
escenifica todo lo que implica emplear una lengua para un sujeto que siempre
está en una posición de inferioridad respecto a la “cultura” y a la
“civilización” dominante en esa lengua. Recordemos que Fanon (2009), al
describir su experiencia vivida de sujeto racializado, demuestra cómo influye
todo el imaginario bestial en la consolidación de los estereotipos del negro,
como “primitivo”, “antropófago” o “salvaje”. A la vez, el pensador antillano
explica cómo esos mismos imaginarios producen en la subjetividad del negro un
tipo de psicopatología, dado que éste, al verse interpelado por la mirada del
blanco, se ve obligado identificarse con todo aquello que, en un principio,
había rechazado[5].
Creemos
que en el discurso racista, que es una de las articulaciones de la lengua
colonial, se despliegan esos mismos imaginarios cuando se dirige a ciertos
cuerpos que portan “marcas raciales”[6]. El sujeto
racializado en el sistema jerárquico de la lengua colonial, se descubre,
entonces, acorralado entre la espada y la pared, entre la necesidad “humana” de
hablar, y la trampa de asumir una lengua que constantemente lo deshumaniza.
Frente
a ese orden, reconocemos en las obras que analizamos un despliegue estratégico
que, en la medida en que mina la lengua desde adentro, podemos considerarlo
como calibánico. La táctica a la que acuden los artistas es optar por el
silencio, no hablar como forma de rechazo al peso civilizatorio de la lengua.
El silencio que reconocemos en las performances incita a la lengua colonial al
habla mediante las “confesiones”, ya sean virtuales (como la de los portales de Diarios de odio), o presenciales (como las de The
temple of confessions), para exponerla y desmontarla. El silencio también
puede identificarse con una de las estrategias que reconocen Fernández-Savater
y Varela Huerta (2020) como formas de escape cuando no hay salida, es decir
como modos de oponer resistencia frente a un poder que se presenta como
mayúsculo. Creemos que por esa táctica optan los artistas. Recurren al silencio
como una estrategia minúscula frente a un poder sin salida, o como una manera
de “interrumpir lo que estaba previsto y programado” (Fernández-Savater, A. y
Varela Huerta, A. 2020, 34-35), que, en este caso, sería la eficacia del
discurso racista. En las obras se expone un registro de la lengua y de los
discursos que interviene activamente en la construcción de cuerpos, pero, a su
vez, las performances/instalaciones producen un archivo de la lengua colonial
que funciona como un espejo para maldecirla.
La
performance/instalación The temple of
confessions se presentó por primera vez en el Instituto de Artes de Detroit en 1994, y luego viajó por varias
ciudades de Estados Unidos y México. Aquí nos enfocamos en una lectura de la
obra a partir de los registros de algunas confesiones recopiladas durante las
presentaciones en Estados Unidos, dado que nos interesa investigar cómo opera
el discurso racista en dicha cultura. Tomamos como principal corpus de análisis
un documental que registra la performance en Washington en 1996 (dirigido por
Gómez-Peña y Roberto Sifuentes)[7] y un libro
(Gómez-Peña, G. y Sifuentes, R. 1996) que fue editado posteriormente, en donde
los performanceros recopilan algunas de las principales confesiones que les
hicieron.
La obra
tuvo una gran afluencia de público, y surgió en un contexto particularmente
álgido, caracterizado por una fuerte embestida de algunos grupos de derecha
contra los inmigrantes latinos en Estados Unidos. En el estado de California,
por ejemplo, el gobernador Pete Wilson había promovido, en 1994, la legislación
de la polémica Proposición 187, que le negaba el acceso básico a la salud y a
la educación a los inmigrantes ilegales y a sus hijos. Gómez-Peña y Roberto
Sifuentes intervinieron artísticamente en el debate, encarnando los
estereotipos que generaban (y todavía generan) los temores y los deseos del
público estadounidense.
Los
artistas propusieron una suerte de “antropología inversa” [reversed anthropology] (Gómez-Peña, G. y Sifuentes, R. 1996).
Mediante esta práctica, Gómez-Peña recrea ciertos “dioramas pseudoetnográficos”
que “parodian y subvierten ciertas prácticas de representación que se
originaron en la época colonial” (Gómez-Peña, G. 2002, 81). Estos dioramas
generan una nueva distribución de roles entre el artista y los espectadores.
Mientras los miembros del público aparentan ocupar la posición de aquellos que
observan la otredad cultural, es el artista quien, como un antropólogo inverso,
estudia y registra el comportamiento de los asistentes. De este modo, la antropología
inversa puede cumplir el objetivo de recopilar datos e información sobre la
audiencia. Las notas de dicho estudio constituyen documentos (si bien, claro
está, mediados por los artistas) de los comportamientos culturales en un
momento dado, los cuales nos permiten realizar una analítica racial, no para
juzgar moralmente la persistencia del colonialismo, sino para analizar cómo
opera en determinadas coordenadas sociohistóricas y en un sistema de
discursividad específico. Los imaginarios proyectados en las confesiones, que
luego performancean los artistas y que montan en la pista de sonido de la
instalación (como una reproducción de la lengua colonial), constituyen una
suerte de espejo[8] del
público participante. En su libro El
mexterminator, Gómez-Peña describe el proyecto The temple of confessions de la siguiente manera:
En este
performance-instalación combinamos el formato del diorama pseudoetnográfico con
el diorama religioso […] Por periodos de ocho horas diarias durante tres días
nos exhibimos dentro de plexiglass como “santos finiseculares” vivientes
[…] En la Capilla de los Deseos, Roberto
se exhibe como “El vato Precolombino”, un pandillero sagrado que ejecuta
acciones rituales en cámara lenta […] En el lado opuesto del espacio, en la
Capilla de los Temores, me encuentro yo [...] Estoy disfrazado de “San Pocho
Aztlaneca”, un chamán extraído de un curios shop […] Aquellos visitantes que
desean “confesarle” sus temores o deseos interculturales a los “santos
vivientes” tienen tres opciones. Pueden confesarse a través de micrófonos
colocados en los reclinatorios que se encuentran frente a los dioramas (en este
caso, sus voces son grabadas y luego alteradas en un estudio de sonido para
garantizarles el anonimato) […] pueden o bien escribir sus confesiones en una
tarjeta y depositarla en una urna, o llamar a un número telefónico, 1-800, sin
costo. Las confesiones más reveladoras son editadas e inmediatamente
incorporadas a la pista de sonido de la instalación. Las confesiones suelen ser
emotivas, íntimas y reveladoras. Hay desde confesiones de violencia extrema y
racismo en contra de mexicanos y otra “gente de color”, hasta expresiones
extremas de ternura y solidaridad inconmesurable con nosotros […] Durante el
último año de gira, creamos una versión “high-tech” del Templo, una suerte de
templo virtual que aceptaba las confesiones a través de la internet [...] las
transcripciones de las confesiones por teléfono, por internet, escritas y
grabadas, sirvieron de base para varios proyectos […] Esos proyectos
adicionales son documentos muy conmovedores sobre el racismo en los Estados
Unidos (Gómez-Peña, G. 2002, pp. 91, 92, 93).
Reconocemos
varios aspectos en la descripción que propone Gómez-Peña sobre los que nos
gustaría detenernos. En primer lugar, nos gustaría destacar el modo en que la
disposición de los cuerpos expuestos de los “santos finiseculares” incita al
habla, en el dispositivo de la instalación, que funciona, a su vez, como una
parodia del “dispositivo de la confesión” estudiado por Foucault (2014). Los
artistas invitan al espectador a confesar, en formato anónimo, los temores y
deseos que los cuerpos artificiales, montados en el formato del diorama,
suscitan. Por otra parte, esas confesiones, pertenecientes a una zona
específica de la discursividad social, son reagrupadas, archivadas y
retroalimentan la performance/instalación. No forman parte de un archivo quieto
u olvidado, sino que los artistas montan un archivo de la lengua colonial que
se vuelve contra el espectador como si se tratara una proyección audiovisual,
en la cual pueden ver y escuchar cómo operan sus propios temores y deseos sobre
los cuerpos racializados. Algunas
de las confesiones que luego editan en el libro (Gómez-Peña, G. y Sifuentes, R.
1996), son las siguientes: confesiones de deseo: “My desire is that I will get fucked by a Mexican” (44); “I desire that freaks like you stay in your
little closets” (49); “I badly want a
Mexican woman” (49); confesiones de temor: “I fear that America will become a two-language country” (54) “I fear Mexicans getting medical services and
Americans having to wait” (57) “I am
afraid of spicks; and beaners” (58); confesión entre el temor y la amenaza:
“Stop cleaning your gun with my flag, you
wetback!!”[9] (32).
El
montaje de la instalación, que imagina un espacio para la confesión de los
temores y otro para la de los deseos, coincide en su desarrollo conceptual con
el modo en que Bhabha (2013) reflexiona sobre la complejidad y ambivalencia del
estereotipo. Para Bhabha (2013, 91), el estereotipo es la mayor estrategia
discursiva del discurso colonial que, en su modo paradójico de representación,
opera como una forma de conocimiento e identificación que vacila entre lo ya
conocido y algo que debe ser repetido ansiosamente. Bhabha busca comprender la
productividad del poder, y los regímenes de verdad que produce. Desde ese
marco, analiza las relaciones que intervienen en un dispositivo[10] de
poder/saber para construir ciertas imágenes de la otredad, que es a la vez
objeto de deseo y de temor. Al considerar el discurso colonial como dispositivo
de poder, en términos foucaulteanos, Bhabha advierte que este discurso gira
entre el reconocimiento y la renegación, y su función estratégica es la
creación de un espacio para “sujetar pueblos” (Bhabha, H. 2013, 91) a través de
la producción de conocimiento.
Ahora
bien, en este trabajo queremos orientar el exhaustivo análisis de Bhabha sobre
el funcionamiento del estereotipo en el discurso colonial hacia otra dirección.
Porque entendemos que, si bien Bhabha advierte cierta performatividad en el
estereotipo (al señalar aquello que debe ser repetido ansiosamente), su
análisis se vuelca con mayor énfasis a la dimensión representacional del mismo,
como estrategia del discurso colonial. Proponemos un viraje hacia otras problemáticas
que nos permiten enfocarnos, más precisamente, en el carácter performativo de
la lengua y el discurso colonial.
Para
volver a The temple of confessions,
otro eje que nos parece importante destacar tiene que ver con el carácter
virtual que los artistas le dan a la instalación en el último año de la gira,
cuando crean una versión high-tech
del templo. A esta versión, la podemos emparentar con un tipo de escritura en
el espacio electrónico que va a cobrar gran relevancia en las décadas
posteriores. Gabriel Giorgi (2020) identifica en los comentarios electrónicos y
mayormente anónimos de foros, diarios y blogs un “nuevo agenciamiento colectivo
de enunciación” (Giorgi, G. 2020, 26). Este archivo de la lengua, recuperado
por los artistas, puede constituir, como dice Gómez-Peña (2002), un documento
sobre el racismo en los Estados Unidos. Dentro de ese marco, es que ponemos en
relación el proyecto de los performanceros chicanos, que buscó cartografiar el
racismo norteamericano de los noventa, con la instalación de Roberto Jacoby y
Syd Krochmalny, Diarios del Odio,
producida en Argentina en la segunda década de los dos mil. Si bien se trata de
obras que ponen en escena los modos en que operan los procesos de racialización
en situaciones discursivas muy diferentes (la de Estados Unidos y la de
Argentina), nos interesa señalar las tácticas desplegadas por los artistas
dentro de esos fragmentos de semiosis específicos.
Roberto
Jacoby y Syd Krochmalny recuperaron manifestaciones discursivas anónimas a
partir de los comentarios de foristas de los diarios Clarín y La nación. En
este caso no se puso a funcionar un dispositivo performático que parodiaba el
sacramento católico de la confesión, sin embargo, podemos reconocer que también
se proyecta allí un discurso desinhibido, alentado por una incitación al decir
generada por las plataformas electrónicas.
El
contexto de la obra es el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner. En
esa etapa se vuelven más explícitos ciertos discursos de odio de un fuerte
contenido clasista, sexista y racista que florece anónimamente en los
comentarios y foros de medios gráficos hegemónicos. A partir de ese material,
los artistas realizaron un trabajo de reagrupamiento de los enunciados y los
expusieron en una instalación. Luego, al igual que Gómez-Peña y Sifuentes,
publicaron un libro en donde organizaron dichos enunciados de modo tal que se
presentaban como poemas. El título del libro fue Diarios de odio. Silvio Lang y el grupo ORGIE trabajaron con esa
publicación para llevar a la escena los poemas musicalizados y cantados con un
tono de misa pseudoevangelista new age.[11] En compañía
del coro, un grupo de performanceros y bailarines ponían en escena los cuerpos
que entraban en relación en esos discursos. La performance, como declara en
diversas entrevistas Silvio Lang, le dio cuerpo a discursos que, si bien
construyen y producen performativamente un cuerpo, a su vez lo
“desmaterializan” en la fugacidad de las escrituras virtuales. En la nota final
sobre los poemas que componen Diarios del
odio los autores del libro (Jacoby y Krochmalny) describen el proyecto:
Todos los
días en las versiones electrónicas de los principales diarios de la Argentina
los lectores se encuentran habilitados para opinar libremente sobre las
noticias. Diarios del odio se basa en
estos comentarios de lectores. Algunas de estas frases fueron seleccionadas
para componer los poemas que encuentran en este libro. Los fragmentos elegidos
rastrean específicamente aquellos núcleos discursivos donde se produce la deshumanización
de sectores enteros de la sociedad argentina. La construcción del otro como
objeto del odio extremo que busca definir a determinadas personas como un
excedente social. Mierda, basura, desperdicio, son algunas de las metáforas que
convierten al otro en un excedente
que el cuerpo social debe expulsar (Jacoby, R. y Krochmalny, S. 2017, 43).
Si bien
las obras habilitan varias lecturas, especialmente el segundo proyecto en
relación a los denominados discursos del odio, en este artículo nos abocamos a
los procesos de racialización que las performances ponen en tensión, ya que
entendemos que allí se puede reconocer el modo en que se producen ciertos
cuerpos como monstruosos o, para recurrir al personaje de Shakespeare, como
cuerpos calibánicos. Como dicen Jacoby y Krochmalny, es en esos núcleos
discursivos en donde se despliega un proceso de deshumanización, sobre sectores
de la sociedad que son definidos como excedente social. Ese proceso no es
meramente descriptivo o denotativo, sino que produce los cuerpos a los que se
dirige el discurso como cuerpos naturalmente inferiores. En ese aspecto, se
trata de discursos performativos. Algunos de esos “fragmentos de discursos”
(Verón, E. 2011), que recortan y montan en sus poemas dicen lo siguiente: “Me confieso racista,/ no
por maldad,/simplemente está en mi/código cultural./La clase media
argentina/tiene sus raíces en Europa/y se enorgullece de ellas” (Jacoby, R. y
Krochmalny, S. 2017, 11) o “Querido negro de mierda: [...]/ ahora entendés por
qué somos diferentes,/ entendés porque te quiero/ ver romperte la cabeza […] No
es por tu color de piel,/ sos una rata/ y eso no se maquilla” (Jacoby, R. y
Krochmalny, S. 2017, 41).
Tanto
en The temple of confessions como en Diarios del odio, los artistas instalan
en el escenario, los discursos racistas de la lengua colonial. Los artistas
aceptan esa lengua y la resignifican. En ese gesto, de aprender la lengua del
amo para maldecirla (como dice Pedro Lemebel), reconocemos el gesto
performático de Calibán.
Para
finalizar este apartado, queremos sugerir que es en esa táctica calibánica que
despliegan los artistas, donde identificamos una forma de actuar ante una
situación “sin salida” (Fernández-Savater, A. y Varela Huerta, A. 2020), ya
que, como dijimos, creemos que de la lengua, como del cuerpo, no hay
escapatoria. Los artistas reinventan, en estos proyectos, aquello que se
arrastra de manera iterativa en el discurso. Frente a una lengua racista que
nos “obliga a decir”, las instalaciones proponen, como diría Barthes (2014),
“hacerle trampas a la lengua” (97). Allí reside la fuerza semiótica del arte y
de la literatura, en “actuar los signos
en vez de destruirlos […] en instituir en el seno de una lengua servil, una
verdadera heteronimia de las cosas” (Barthes, R. 2014, 104).
En un
ensayo de 1985, el filósofo Arturo Roig reconocía en el personaje de Calibán y
en las reversiones desde el discurso literario latinoamericano una figura
simbólica importante para “revertir el discurso opresor” (Roig, A. 1985, 48).
Para Roig, Calibán, tal como era resignificado por Brathwaite, Aimé Césaire o
Roberto Fernández Retamar, devenía el “fundamento para una simbólica
liberadora” (Roig, A. 1985, 48). Esta lectura de Calibán resulta pertinente en
la medida en que se detiene en caracterizar la dimensión sígnica de ciertos
conflictos en Latinoamérica, atravesados por el personaje-metáfora de Calibán.
Roig entiende, como asumimos en este trabajo, que toda realidad está mediada
por el lenguaje y por un sistema semiótico. A ese punto nos referíamos cuando
afirmábamos que no hay escapatoria ni de la lengua, ni de la codificación en
que se inscriben los cuerpos. Para el pensador mendocino, la figura de Calibán
anuncia una nueva simbología para Latinoamérica. Lo que nos interesa señalar
aquí es que Roig reconoce que Calibán interviene drásticamente en la disrupción
de un código semiótico. El filósofo describe uno de los aspectos de esa
intervención, que es el de la reversión del símbolo, en donde Calibán deja de
ser un personaje monstruoso, como lo era en
La tempestad de Shakespeare, para
devenir, como dice Fernández-Retamar (2004), símbolo de Nuestra América.
Nuestra atención se dirige, más bien, hacia otro aspecto de esa recodificación,
que no tiene que ver con la figura de Calibán en sí, sino con los escenarios en
que Calibán se rebela, dado que, según sostenemos, es a partir de esos
escenarios que se puede desarticular la eficacia performativa del discurso
racista. Los escenarios, para Diana Taylor (2015), constituyen una herramienta
teórico-metodológica que nos ayuda a dar cuenta de prácticas corporalizadas en
la dimensión del repertorio. Dicha noción permite abarcar un campo más amplio
de objetos culturales que no ingresaban en el abanico de otras categorías
provenientes de la teoría literaria:
El
escenario incluye características bien teorizadas en el análisis literario,
como la narrativa y la trama, pero demanda que pongamos atención al ambiente y
a los comportamientos corporales como gestos, actitudes y tonos no reductibles
al lenguaje. Simultáneamente, con la preparación y la acción, los escenarios
estructuran y activan dramas sociales (Taylor, D. 2015, 67)
Para la
autora, los escenarios funcionan como “paradigmas dadores de significado, que
estructuran ambientes sociales, comportamientos y potenciales resultados”
(Taylor, D. 2015, 66). Así, ante los escenarios que producen la racialización
como comportamiento normado y efecto performativo del discurso colonial, las
performances artísticas que analizamos proponen nuevos comportamientos
potenciales que activan el desacuerdo de Calibán. El escenario calibánico hace
fallar la eficacia performativa del discurso racista.
A
partir de lo dicho, nos parece oportuno traer a colación una observación de
Alejandro De Oto en torno al despliegue de la lengua colonial. En un estudio
sobre lo que llama los “lugares fanonianos de la política”, De Oto (2013)
analiza en la escritura de Fanon los momentos de emergencia de una subjetividad
subalterna. En su ensayo reconoce un carácter ambivalente de la lengua
colonial, y señala que no solo tiene una dimensión representacional, sino
también performativa. Dice De Oto:
La visión
no representacional implica una noción de la lengua colonial como performance del mundo enunciado por
ella. En ese sentido, la animalización del colonizado no es un truco de la
representación, un modo de poner en el lenguaje los cuerpos colonizados que los
termina sustituyendo en su realidad, sino la producción de un mundo sin mayores
alcances que su propia ejecución (De Oto, A. 2013, 75)
La
animalización del colonizado en la lengua colonial, a la que se refiere De Oto,
la podemos encontrar también en diferentes contextos de los discursos
artístico-literarios. Está presente tanto de La tempestad de Shakespeare o de
Una tempestad de Césaire (cuando Próspero se dirige a Calibán como
“salvaje” o “simio”), como en los enunciados racistas que reúnen las
instalaciones que analizamos: “sos una rata” (Diarios del odio). La focalización en la dimensión performativa de
la lengua colonial, que propone De Oto, nos brinda algunos indicios para
entender cómo opera la raza y la racialización en el discurso, y de qué modo
produce un código en donde ciertos sujetos (el “beaner”, el “wetback”, o
el “negro de mierda”) se reducen a una escala de inferioridad naturalizada.
Si a la raza la podemos entender como
signo (Segato, R. 2007), arriesgamos que la racialización tiene que ver con una
práctica iterativa y performativa. Aunque, insistimos, este es tan solo en uno
de los aspectos de la racialización, al menos el que nos interesa señalar
dentro de los límites del presente artículo. Para sostener esta hipótesis
recurrimos a algunos aportes de Rita Segato y de Judith Butler.
Segato
enfatiza que la raza (el principal atributo y efecto de la “colonialidad del
poder”, según Aníbal Quijano, 2014) es signo, y por tanto, en términos
semióticos “depende de contextos definidos y delimitados para obtener
significación […] Esos contextos están localizados y profundamente afectados
por los procesos históricos de cada nación” (Segato, R. 2007, 137). El contexto
definido y delimitado del cual depende la raza para producir significación,
puede ser descripto en su especificidad y varía de una formación nacional a
otra y de un Estado a otro. La articulación variable del signo tiene que ver
con que las marcas raciales, según Segato, se identifican generalmente con un
paisaje geocultural y con una posición en la historia, que es la posición de la
derrota, de los vencidos y de los colonizados (por ende, de los otros de la
nación).
Para la
antropóloga argentina la raza es la huella en el cuerpo de una historia de
dominación colonial cuyos efectos persisten hasta nuestros días. Si bien no nos
detendremos en la descripción de cada proceso, dado que excedería los límites y
los objetivos de este trabajo, en el caso de la performance de Gómez-Peña y
Sifuentes podemos mencionar, para dar tan solo un ejemplo, que ambos portan
marcas que, en el contexto específico norteamericano, los sitúan como
doblemente vencidos. En primer lugar, por el proceso que comenzó con la
conquista europea de México/Tenochtitlan en el siglo XVI. Y, en segundo lugar,
por la derrota de México en la guerra contra Estados Unidos en el siglo XIX (que
culminó en 1848 con la firma del Tratado de Guadalupe-Hidalgo). Para el caso de
Argentina podríamos hablar de otros procesos de conquista, que producen un tipo
diferente de sujeto racializado. Lo que queremos enfatizar, es que cada sujeto
racializado se inscribe en una discursividad social específica. Segato señala
que no es necesario pertenecer directamente, como descendiente, a un pueblo
conquistado y colonizado, sino que basta con exhibir (aunque sea trágicamente,
dado que del cuerpo no hay salida), los rasgos raciales. Cuando un espectador
le confiesa a Roberto Sifuentes Stop
cleaning your gun with our flag wetback!!, no importa que Roberto Sifuentes
sea (y de hecho lo es), ciudadano estadounidense ni que haya nacido en dicho
país. Lo único que percibe el ojo entrenado en el código del racismo son las
marcas raciales de la alteridad. Inmediatamente el insulto sitúa a Sifuentes (y
al mismo tiempo lo produce) como un otro
de la nación (wetback), alguien que
no participa del nosotros al que le
pertenece el símbolo de “nuestra” bandera [our
flag]. Lo mismo ocurre en Diarios del
odio: “La clase media argentina/tiene sus raíces en Europa” (Jacoby, R. y
Krochmalny, S. 2017, 11) “ahora entendés por qué somos diferentes” (Jacoby, R.
y Krochmalny, S. 2017, 41). El sujeto argentino que produjo este enunciado se
sitúa a sí mismo en el grado cero de la argentinidad, no porta en su
autopercepción marca racial alguna. Desde esa perspectiva, el otro, o más bien los otros de la nación, son constituidos como sujetos racializados.
Desde
las aproximaciones que venimos referenciando, entendemos que la raza
(interpretada desde distintas marcas performáticas) opera como signo. Como tal,
si queremos desentrañar el funcionamiento histórico y político de la raza en
contextos delimitados, debemos analizarla, como dice Segato (2007), como un
índice, es decir como la huella en el cuerpo de un pasado de subyugación, que
produce significación en una formación nacional específica y en un sistema
discursivo atravesado por la “colonialidad” (Quijano, A. 2014). Una vez
entendida la raza como signo, nos parece necesario describir un aspecto de la
racialización. En primer lugar, creemos que un punto clave en este proceso
tiene que ver con la naturalización de las marcas raciales como índice de
inferioridad. En el ejercicio del racismo, como decíamos, el “ojo entrenado” en
el código semiótico lee las marcas raciales en los cuerpos de la alteridad de
la nación, pero no interpreta necesariamente la historia de guerra y de
conflicto que sitúa al cuerpo racializado del lado de los vencidos. Más bien
percibe al otro racializado como inferior, y asume dicha inferioridad como si
fuera ahistórica. Es decir, en las prácticas racistas se naturaliza la
inferioridad del sujeto racializado. Paradójicamente, en el ejercicio del
racismo se lee la posición en la historia de los sujetos racializados de manera
ahistórica, es decir, natural.
En esta
instancia consideramos relevante introducir los aportes del ensayo Cuerpos que importan, de la pensadora Judith Butler (2011),
quien afirma, siguiendo a Derrida, que no hay cuerpos naturales, sino que hay
efectos de naturalización o desnaturalización de los cuerpos. Desde la
perspectiva de la autora, categorías como “raza” y “sexo” se materializan e
imponen de manera performativa mediante comportamientos sumamente regulados. La
filósofa norteamericana reformula la teoría de los actos de habla del lingüista
J.L. Austin, en función de ciertas lecturas postestructuralistas
(particularmente de la deconstrucción de Derrida).
Para
Butler, la performatividad no implica un acto de habla singular y deliberado de
un sujeto soberano de su propio discurso, sino, más bien, la “práctica
reiterativa y referencial mediante la cual el discurso produce los efectos que
nombra” (Butler, J. 2011, 58). El discurso apela, así, a la cita y a lo
iterativo. La performatividad, agrega Butler, “no es, pues, un acto singular,
porque siempre es la reiteración de una norma o un conjunto de normas y, en la
medida en que adquiera la condición de acto en el presente, oculta o disimula
las convenciones de las que es una repetición” (Butler, J. 2011, 72). Diana
Taylor enfatiza en la distinción entre los actos de habla de Austin y la teoría
de la performatividad de Butler, ya que entiende que es un eje clave para
analizar cómo se produce la identidad sexual o racial, y qué estrategias pueden
idearse para subvertirla. En relación a ese punto, Taylor (2011) afirma que
performatividad, para Butler, es “el proceso de socialización por el cual
nociones como género e identidad sexual o racial se producen a través de
prácticas regulatorias y citacionales” (Taylor, D. 2011, 23). Ese proceso es
difícil de identificar debido a que la normalización lo ha invisibilizado. Así,
continúa Taylor, “mientras que en Austin el performativo apunta al «lenguaje
que hace», acentuando de esta manera la voluntad personal, en Butler la
performatividad va en dirección contraria al subordinar subjetividad y acción
cultural a la práctica discursiva normativa” (Taylor, D. 2011, 23-24).
Vemos
que para Butler, la dimensión performativa del discurso no solo actúa como
norma reguladora, sino que también disimula las convenciones mediante las
cuales actúa. De este modo, podemos entender la racialización, en una de sus
dimensiones, como un proceso discursivo performativo que produce, a través de
prácticas regulatorias y citacionales, la inferioridad de un otro a partir de
marcas (índices en el cuerpo), y que a la vez oculta las convenciones mediante
las cuales produce esa racialización. En consecuencia, uno de los efectos de
ese proceso es que la raza, con todo lo que dicho signo implica, se percibe, en
el código semiótico en el cual se inscribe, como natural. A partir de esa
práctica regulada y repetida, tanto el forista parodiado de Diarios del odio, como ciertos
participantes de The Temple of
confessions, naturalizan y contribuyen a producir la animalización (o
deshumanización) de los sujetos que portan marcas raciales.
En otro
ensayo, Butler reflexiona, en un diálogo explícito con Austin sobre la eficacia
de los llamados discursos de odio. Austin (1990) argumenta a lo largo de sus
conferencias que para que ciertos performativos sean eficaces o “felices”
precisan de un contexto que les garantice dicha eficacia. Si en Austin, por
ejemplo, lo que garantiza que el acto de habla de un juez sea un performativo
feliz es el hecho de que ese sujeto sea verdaderamente un magistrado y que
produzca el acto de habla en el marco de un ritual judicial, en Butler, en
cambio, ese contexto va a estar determinado por la iteración de una norma
reguladora. La lectura de Butler está mediada, como decíamos, por la crítica
que Derrida le realiza a Austin en su célebre y polémico ensayo Firma, acontecimiento, contexto. Allí el
pensador francés advierte que la posibilidad de fracaso del performativo no es
una excepción, ni un funcionamiento parasitario del acto de habla (como lo
había descripto Austin), sino su condición misma de posibilidad. Para Derrida
no existe un contexto totalmente definido, ni una transparencia del sujeto
hablante que garantice la eficacia plena del performativo. En consecuencia,
todo signo puede “romper con todo contexto dado, engendrar al infinito nuevos
contextos, de manera absolutamente no saturable” (Derrida, J. 1994, 361-362).
De esa lectura parte la filósofa norteamericana para analizar las distintas
estrategias que interrumpen la eficacia performativa de ciertos discursos.
Podemos extrapolar los análisis de Butler a nuestro propio objeto si, en lugar
de lenguaje de odio, leemos lengua colonial o discurso racista:
Lo que hace
el lenguaje de odio es colocar al sujeto en una posición subordinada […] Por el
momento, me gustaría poner en cuestión la suposición según la cual el lenguaje
de odio funciona siempre y en todos los casos. No se trata de minimizar el
dolor que se sufre a causa del lenguaje de odio, sino de dejar abierta la
posibilidad de su fracaso, puesto que esta apertura es la condición de una
respuesta crítica […] ¿Puede existir un enunciado que rompa la continuidad de
esa estructura, o que subvierta la estructura a través de la repetición en el
lenguaje? En tanto que invocación, el lenguaje de odio es una acción que invoca
actos previos, y que requiere una repetición en el futuro para sobrevivir.
¿Existe una repetición que pueda separar el acto de habla de las convenciones
que lo sostienen de tal modo que su repetición, en lugar de consolidarlo, eche
por tierra su eficacia nociva? (Butler, J. 2004, 41-42).
El
problema que plantea Butler sobre las formas de hacer fracasar los lenguajes de
odio deviene fundamental para entender los modos en que se puede interrumpir el
código regulador de la lengua colonial y la eficacia performativa del discurso
racista. Creemos que las instalaciones artísticas que analizamos intervienen
justamente allí, en una separación del discurso racista de las convenciones que
lo sostienen y que garantizan su eficacia. Las performances que estudiamos
crean nuevos contextos, o escenarios, para esos discursos en donde se produce
una inevitable recodificación. El despliegue de esa táctica, en donde se monta
en otro contexto el discurso racista de manera tal que pierde su eficacia a la
hora de producir cuerpos racializados (y por ende susceptibles de
inferiorización), puede entenderse mejor a la luz de la noción de “animativo
político” de Diana Taylor. La autora define esta categoría como una “expresión
codificada de no conformidad” (Taylor, D. 2020, 90).
Si
tanto en la teoría de Austin como, en cierta medida, en la de Butler hace falta
una convención (ya sea un ritual o una norma regulatoria citacional) para que
el discurso performativo tenga eficacia, Taylor analiza cómo ciertos gestos lo
hacen fallar al desarticular las convenciones en que se produce. El animativo
sería un gesto que involucra al cuerpo (como el gesto de Calibán), y que mina
por dentro el reconocimiento necesario (la lengua colonial) para que el
performativo (el discurso racista) sea eficaz. Por lo tanto, se trata de una
resistencia tácita, una forma de estar presente, pero no del todo —un “Sí, pero
no”, dice la autora (Taylor, D. 2020, 101)—. Según los ejemplos que brinda
Taylor, podemos reconocer el animativo político en la actitud del estudiante
que mira por la ventana cuando el profesor da la clase, como forma de
desautorización, o en los atletas que se arrodillan a medias cuando suena el
himno nacional. El animativo, entonces, no es ni un performativo, ni un
performativo negativo, es “un acto o gesto que interrumpe las convenciones de
las que el performativo depende” (Taylor, D. 2020, 90). Sin embargo, Taylor
aclara que esto no quiere decir que el animativo esté por fuera de las
convenciones. Arrodillarse al cantar el himno, o aprender la lengua del amo
para poderlo maldecir (agregaríamos nosotros), son gestos codificados dentro de
una convención que los hace reconocibles.
Los que
aquí llamamos “escenarios calibánicos” se inscriben en una convención
(extrapolada del discurso literario) que estructura un resultado potencial. El
objetivo táctico de dicho escenario radica en recrear el contexto necesario para
que pueda acontecer la performance codificada de Calibán, la cual consiste en
apropiarse de la lengua colonial para maldecirla. Las instalaciones que
reseñamos en este artículo comparten como punto en común ese gesto de
desacuerdo. Montan la lengua colonial para comenzar a desmontarla, exponen los
discursos racistas para minarlos por dentro, hacen fallar la eficacia
performativa de la racialización, aunque solo sea en el espacio efímero y
temporal en el cual las obras se producen. Tanto The temple of confessions como
Diarios del odio, se inscriben dentro de un mismo género de escenarios.
Crean un lugar desde donde se puede hacer frente a los discursos racistas,
interrumpiendo su continuidad reguladora y desarticulando las convenciones en
que se produce.
En el
artículo buscamos señalar de qué manera ciertos proyectos artísticos,
producidos en lugares y tiempos diferentes, recurren a tácticas similares como
forma de oponer resistencia a los discursos racistas y a los procesos de
racialización. Los procedimientos a los que apelan los artistas que estudiamos
aquí se despliegan al menos en tres momentos (no necesariamente sucesivos). En
primer lugar, buscan constituir un archivo de los discursos que producen
ciertos cuerpos como racializados. En segundo lugar, montan y exhiben esos
fragmentos discursivos en instalaciones artísticas y escenarios performáticos
con el fin de enfrentar al público asistente con una suerte de espejo de la
lengua colonial y producir, de este modo, un proceso de desnaturalización del
código semiótico racial. Por último, apuntan a saturar los discursos, primero
repitiéndolos hasta el vértigo y el hartazgo, y luego sacándolos de contexto,
convirtiéndolos en una performance, un poema, o una pista de sonido.
De este
modo, los artistas desarticulan la convención necesaria para que la dimensión
performativa del discurso racista sea eficaz, al menos en el espacio delimitado
en que se produce la performance y la instalación. En ese sentido, al construir
otros escenarios para los discursos, y para los sujetos a quienes esos
discursos van dirigidos, logran producir una nueva codificación. Sin embargo,
esta nueva codificación ya no está focalizada en el aspecto simbólico del signo
racial, como lo proponía la reivindicación de Calibán como símbolo
latinoamericano, sino que, más bien, busca desarticular su dimensión
performativa. Es decir, apunta a desmontar el proceso que habilita que ciertos
discursos iterativos, producidos en contextos regulados y según ciertas
convenciones, produzcan a Calibán como un monstruo. Desde esa perspectiva, los
artistas buscan anular la eficacia performativa de los discursos racistas.
Guillermo
Gómez-Peña y Silvio Lang confluyen, desde posiciones diferentes, en cierta
conceptualización de las prácticas performáticas y escénicas. Para Gómez-Peña,
el arte del performance es un “territorio conceptual con clima caprichoso y
fronteras cambiantes” (Gómez-Peña, G. 2011, 496), justo en el acto de cruzar
una frontera, dice el artista, “encontramos nuestra emancipación...temporal”
(Gómez-Peña, G. 2011, 497). Por otra parte, Lang afirma que en el arte la obra
es secundaria, lo que hacen los artistas es “inventar prácticas sensibles”
(Lang, S. 2019, p.113). Creemos que estas dos miradas nos ayudan a reflexionar
sobre qué herramientas pueden aportarnos las performances, aquí analizadas,
para enfrentar los discursos racistas en la cotidianidad. En este punto
compartimos la pregunta retórica de Gabriel Giorgi: “¿Qué cosa es el arte sino
ese laboratorio de lo sensible en donde se forjan las herramientas para las
luchas que nos tocan?” (Giorgi, G. 2020, 21).
Desde
esa perspectiva, sostenemos que las instalaciones nos presentan prácticas
sensibles para oponer resistencia al racismo. Los escenarios calibánicos que
identificamos en las obras no se limitan solamente a los teatros o a los museos
de arte contemporáneo, sino que pueden recrearse en cualquier situación de la
vida cotidiana, como formas de interrupción y de desvío, o como una vía de
escape en situaciones donde parece que “no hay salida” (Fernández-Savater, A. y
Varela Huerta, A. 2020), aun cuando esa emancipación sea “temporal”
(Gómez-Peña, G. 2011, 497). Estos espacios efímeros nos inducen a repetir la
performance calibánica por excelencia de “hacerle trampas a la lengua”
(Barthes, R. 2014, 97). En ese ejercicio y en su incitación al hacer y al
decir, los escenarios calibánicos suman una opción más a la demanda que enuncia
Taylor, cuando se pregunta “¿Qué hacer cuando nada puede hacerse, pero no hacer
nada no es una opción? (Taylor, D. 2020, 379). La respuesta es la misma de hace
500 años: aprender la lengua colonial para maldecirla.
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[1] Si bien a lo largo del
artículo usamos la referencia a tácticas y estrategias indistintamente, el
sentido que le conferimos reconoce la distinción que hace Michel De Certeau, en
La invención de lo cotidiano, al
destacar las asimetrías de poder entre ambas prácticas. Desde esta perspectiva,
cuando nos referimos a tácticas o estrategias en referencia al trabajo de los
artistas, las entendemos tal como De Certeau entiende las tácticas, es decir
como un arte del débil (De Certeau, M. 2000, 43).
[2] Cuando nos referimos a la
“lengua colonial”, lo hacemos desde una perspectiva sociodiscursiva. Por lo
tanto, nos ubicamos en un campo de análisis translingüísticos, más abocado al
análisis de los discursos y a cartografiar las marcas que los discursos dejan
en la lengua. Con esto queremos aclarar que no es de nuestro interés señalar
los aspectos sintácticos o gramaticales, ni tampoco atender a los enunciados
posibles dentro de un sistema de la lengua. Más bien adoptamos, por un lado,
una perspectiva foucaulteana que atiende a la materialidad de los enunciados
efectivamente producidos para describir sus condiciones de posibilidad
(Foucault, M. 2015); y, por el otro, nos focalizamos, como propone Verón
(2011), en los procesos de semiosis y de producción social de sentido en que se
inscriben los discursos.
[3] Diana Taylor (2011) propone
una distinción entre performático y performativo que asumimos en este trabajo.
Al hablar de “performativo”, Taylor evoca una propiedad del discurso. Este
término, como señala la autora, tiene una larga trayectoria, que se remonta a
las teorías del lingüista J.L Austin expuestas en su libro ¿Cómo hacer cosas con palabras? En cambio, cuando alude a lo
“performático”, Taylor se refiere a la forma adjetivada del aspecto no
discursivo de la performance.
[4] Aquí jugamos con la frase, a
partir de una intertextualidad que establecemos con el ensayo “Loco afán”
(2000) de Pedro Lemebel, en donde el poeta chileno escribe “aprendo la lengua
patriarcal para maldecirla”. El cambio en el objeto de la sintaxis que propone
Lemebel produce una significación relevante. Ya no se trata de usar la lengua
como instrumento para maldecir a un otro, que en el universo diegético de
Shakespeare sería Próspero. De lo que se trata, más bien, es de maldecir la
propia lengua, de deconstruirla, de minarla por dentro.
[5] Alejandro De Oto (2013)
profundizó, en diversos ensayos, en los análisis de Frantz Fanon en torno a los
procesos de subjetivación producidos por el colonialismo. Asimismo, destacamos
también, en esa misma línea, los trabajos de Laura Catelli (2020; 2021) en
torno a cómo intervienen los imaginarios en la vida política de los cuerpos y
los sujetos coloniales, y de Carlos Aguirre Aguirre (2020) sobre la dimensión
trágica del cuerpo colonial en Fanon.
[6] O, más bien, que se leen como
marcas raciales en contextos discursivos específicos, ya sea de Estados Unidos
o de Argentina, para nombrar los países en donde se presentan las performances
que estudiamos en este artículo.
[7] Temple of confessions (1996, Dir.:
Guillermo Gómez-Peña y Roberto Sifuentes).
[8] Insistimos, se trata de
proyecciones recopiladas y mediadas por la subjetividad de los artistas. Esto
no quiere decir que sean falsas, o que no sean válidas para el análisis. Más
bien nos habilita a investigar sobre de las interacciones semióticas
conflictivas en una situación colonial específica.
[9] Esta confesión se produce
como una réplica a un acto ritual, realizado por Sifuentes, que consistía en
limpiar una pistola con la bandera estadounidense.
[10] Laura Catelli propone un
análisis interesante, que nos parece pertinente destacar por el modo en que
profundiza en la relación entre dispositivo, imaginarios, estereotipos y
procesos de racialización. Catelli (2021) piensa la implicancia del estereotipo
en la relación colonial al entender lo racial como dispositivo y como formación
imaginaria relacional. De esta manera, pone el foco en atender a la
relacionalidad de los elementos que entran en juego en la racialización. La
autora elabora un entramado teórico desde aportes de Foucault, Castoriadis,
Bhabha y Fanon, que sirve de herramienta para analizar los modos en que opera
la raza en escenarios latinoamericanos. Desde el andamiaje teórico de los autores
mencionados, propone una “analítica racial”, que se aleja de la noción de raza
para enfocarse, más bien en “la relacionalidad de los elementos en juego en la
racialización (discursos, prácticas, espacios, sujetos)” (Catelli, L. 2021,
101). Esta perspectiva, según la autora, permitiría reflexionar, con más
cuidado y en situaciones específicas, sobre procesos dinámicos y en
articulaciones complejas.
[11] Se puede acceder a un trailer
de la performance a partir del siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=KwkYb9lP-bM