Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 26

Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 26 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
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Calibán 2.0: imágenes en crisis

Calibán 2.0: Images In Crisis

Rodrigo Browne Sartori

Universidad Austral de Chile, Chile

Recibido: 24-03-2023

Aceptado: 04-07-2023


Resumen. En su momento, en el pasado, la imagen se transformó para construir o inventar realidades, logrando incrustarse en los imaginarios sociales y dejando en la conformación y consolidación del pensamiento occidental grandes “verdades” que han superado las líneas de los tiempos y los espacios. Ahora, en este momento, las imágenes se han ido desplazando a una versión digitalizada. Hipermedialidades que han potenciado la presencia indiscriminada de las mismas y que, en cada uno de los dispositivos que las sostienen, nos incita a apelar a un nuevo Calibán. Un Calibán 2.0, indisciplinado que resista antropofágicamente las más mediatizadas tempestades, plenas de algoritmos y devaneos tecnológicos, exacerbadas por Prósperos dominados y dominantes, bajo la lógica de la inteligencia artificial.  Calibán fuera de borda, inédito y al margen de las lógicas “post” de la imágenes-mercancía-spam-en crisis.

Palabras clave. Calibán, antropofagia, imágenes en crisis.


Abstract. At the time, in the past, the image was transformed to construct or invent realities, managing to embed itself in social imaginaries and leaving great "truths" in the conformation and consolidation of Western thought that have gone beyond the lines of time and space.  Now, at this moment, the images have been moved to a digitized version. Hypermedialities that have enhanced the indiscriminate presence of them and that, in each of the devices that support them, encourages us to appeal to a new Caliban. An undisciplined Caliban 2.0 that anthropophagically resists the most mediatized storms, full of algorithms and technological devaneos, exacerbated by dominated and dominant Prosperos, under the logic of artificial intelligence. Caliban outboard, unpublished and outside the logic "post" images-merchandise-spam-in crisis.

Keywords. Caliban, anthropophagy, images in crisis.



Las imágenes son dispositivos ambiguos

que al mostrar ocultan.

V.S.E.

“(…) una imagen con la que soñar de un modo masoquista siendo absolutamente consciente de ello”.

Imma Ávalos


Calibán en el patio de atrás


Tanto América Latina como la antropofagia -léase para estos efectos también el canibalismo- han estado siempre en el patio trasero. América Latina como chivo expiatorio de toda posible aventura política, social e incluso sanitaria. El enclave canibalismo-antropofagia, por ser de trastiendas -como América Latina y África- y por ser uno de los ritos más nefastos, si lo vemos en el marco de las instaladas definiciones de nuestra cultura occidental.  

La antropofagia como tal es satanizable y, por lo mismo, se debe al patio trasero, tal cual como fue instalado Calibán en la clásica La Tempestad (1611) de W. Shakespeare dando paso, nada más y nada menos, que a la puesta en escena del concepto caníbal y su acto concebido como canibalismo, “(…) en nuestra lengua, después de todo la madre del cordero, Colón, de la palabra caribe, hizo caniba, y luego caníbal, cuyo anagrama lógico es Caliban…” (Fernández Retamar, R. 1999, 203). El mismo Roberto Fernández Retamar (1998) redondea su lectura dando a entender que, para el dramaturgo británico, Calibán es un salvaje, que se debe a la esclavitud, amorfo y digno de merecer los más altos desprecios.

Este Calibán no sólo se comprende como esa diferencia mal tratada ancestralmente, sino también -en su prospectiva- como parte del cuerpo del proletario y las mujeres que se podían equiparar a esos “salvajes indios”, sobre todo a través de una denigración literaria y cultural siempre en acople a una estrategia de expropiación (Federici, S. 2015), siendo, incluso, este efecto proyectable y asimilable con el pasar de los acontecimientos en la línea cronológica que predispone la historia oficial.

Así observamos en nuestra historia este patio trasero como retaguardia y emplazamiento de “calibanes” -en el sentido amplio del concepto- propios de los trasteros y las trastiendas, como personajes sintomáticos de una inclinación a la barbarie, una “República de Carives”, si recordamos las sensibilidades históricas de José Pedro Barrán (1993) publicadas en los inicios de los noventa en la República Oriental del Uruguay.[1]

Este efecto residual, de segunda o tercera línea, lo podemos equiparar a lo que con claridad expuso Gilbert Durand (1981) al proponer que nuestra cultura se divide en clasificaciones que van del día a la noche, de lo diurno a lo nocturno y que -dentro de esta categorización- se deberían establecer las fundaciones imaginarias de nuestras sociedades euro-occidentales (Browne Sartori, R. 2013). En este campo y, por tanto, con Durand (1981) podríamos decir que la fuerza de esta construcción imaginaria define específicamente dónde se encasilla lo positivo y dónde se encasilla lo negativo: pulcro, blanco, diurno y belleza versus negro, oscuro, fealdad y nocturno. Cuestión que, si trasladamos a las reflexiones que nos ocupan en este texto, podríamos sintetizar en, por una parte, “Próspero” como la lucidez más precisa, exacta, blanca y perfecta de lo diurno, de la “diurnidad”, de la luz del día; y, por otra, Calibán, militante de lúgubres y oscuros trasteros, marginal, incivilizado, negro, miembro representativo de las más sombrías noches, del régimen de lo nocturno, de la más tenebrosa “nocturnidad”[2]. Mário de Andrade (1988) sobre lo mismo, pero desde otra perspectiva, lo cataloga en su “calibana” versión del antihéroe Macunaíma: “Negro retinto e hijo del miedo de la noche. Niño feo que pasó más de seis años sin hablar” (de Andrade, 1988). Macunaíma no habla, además, la lengua del colonizador.

Así la noche se instala como foco residual y cuna de marginalidad, distanciamiento, poca luz y poca vida, tétricos suburbios y momentos de incertidumbre y exigua claridad. “Calibanes”, por ejemplo, fueron aquellas y aquellos exiliados, perseguidos, torturados y asesinados en las mismas Américas de Calibán a lo largo de orquestadas dictaduras que los llevaron a hundirse en las más profundas latitudes -como nunca- del patio trasero del cual habíamos sido, siempre, activos protagonistas. Las decisiones políticas en esa década de los ’70 del siglo XX hicieron que cada uno de estos países formaran parte de una eterna noche, generalizada y pávida: sin vida y con toque de queda. Decisión que impuso esa noche eterna y que satanizó a un colectivo completo, a un colectivo social que, al mismo tiempo, instaló a los sectores privilegiados -y afines con ese régimen diurno- en lo más próximo de la blanca Cordillera de Los Andes. Así lo precisa el poeta Ennio Moltedo al escribir sobre la “nocturnidad” -en palabras de Durand- de las dictaduras, de su dictadura, de sus actores y secuelas:

“Noche”, del latín nocte; éste del griego nyntos; y éste, a su vez, del sánscrito nakta. En alemán se dice nacht; en inglés night; en italiano, notte; en portugués, noite; en francés nuit; en catalán, nit; en walon, nute”. En Chile la noche es eterna (Moltedo, E. 1995, 19).


Caníbales que comen imágenes


Hurgando en los clásicos textos sobre la antropofagia y el canibalismo, recuperamos las ideas de un anti-canibalista, William Arens (1981) que sentencia que hasta el siglo XV el vocablo antropófago estaba relacionado con los salvajes hombres de la prehistoria que se ubicaban en “(...) los límites de la civilización occidental que comían carne humana” (Arens, W. 1981, 47). Poco después de referirse a lo complejo que es señalar con exactitud el inicio de la práctica caníbal, y con respecto al caso específico del “nuevo mundo”, este antropólogo no escatima comentarios acerca de que el primer tema relativamente concreto de estudio antropófago es -como ya lo precisamos- el de los cariba, “(...) de cuyo nombre derivó, a través del español de la época, la palabra caníbal” (Arens, W. 1981, 47).

Asimismo, y desde estas Américas, Fernández Retamar (1995) agrega que el nombre caribe y su degeneración a caníbal quedaron estampados entre los europeos, “(...) sobre todo de manera infamante” (Fernández Retamar, R. 1995, 27). A modo de ejemplo, para la proyección en el “nuevo mundo” de las imágenes que circulaban y circularon por la vieja Europa, este autor expone la visión que sobre Calibán presenta el propio Shakespeare:

Calibán es anagrama forjado por Shakespeare a partir de “caníbal” -expresión que, en el sentido de antropófago, ya había empleado en otras obras, como la tercera parte del Rey Enrique VI y Otelo- y este término, a su vez, proviene de “caribe” (...) en Shakespeare (...) Calibán/caníbal es un esclavo salvaje y deforme para quien son pocas las injurias (Fernández Retamar, R. 1995, 27-30).

Vale decir, Calibán se encuentra en el último eslabón del patio de atrás y las imágenes -como la montada por Shakespeare[3]- lo hacen dar la vuelta al mundo como uno de los primeros actos de difusión, (pre)viralización y globalización de carácter masivo, cruzando el charco y yendo de un continente a otro en frágiles naves de ultramar. En este caso, el teatro como una especie de red social a-tecnificada y presencial que, a través de la masificación de sus contenidos, llega desde las Américas a Europa y de ahí a la libre y absoluta definición de canibalismo. Carlos A. Jáuregui afirma que en los siglos XVI y XVII este “nuevo mundo” fue erigido cultural, religiosa y geográficamente “(…) como una especie de Canibalia” (2008, 14).

No es menor, por tanto, indicar que el canibalismo proviene de la construcción de una imagen de carácter público que se define en América Latina y que luego se “mediatiza” -al ritmo de esos tiempos- en Europa, a partir de los informes de Colón a los Reyes Católicos y de los cronistas que se aventuraron acompañando a los colonizadores. Era la multiplicación de las más horrorosas imágenes: “(…) mujeres y niños atiborrándose de vísceras humanas o de la comunidad caníbal reunida alrededor de una parrilla, deleitándose con piernas y brazos mientras observan como se asan restos humanos” (Federici, S. 2015, 348).

Pareciera que los caníbales se comían sólo por una cuestión de alimentación carnal, que su fin era agotar el hambre y adquirir los nutrientes que le permitiesen continuar con su cotidianeidad. Entonces, las culturas antropófagas se comían entre ellas porque carnalmente debían contribuir con su vivir y emplazamiento en el mundo. Pero también, este acto de deglución podría acarrear aspectos que fuesen condición central para hacerse del otro. Perspectiva que ya no necesariamente es física o carnal, sino simbólica. Con esto, y por ende, nos atreveríamos a decir que, en el marco de un proceso de alimentación de un otro, se acometen dos acciones que trataremos de explicar en su más justa división:

1. Física: el caníbal se come a su par porque tiene hambre y requiere de los nutrientes básicos que el otro puede dar para su funcionamiento vital. Me alimento para sobrevivir porque lo necesito para equilibrar dieta y potenciales proteínas que mi cuerpo demanda para funcionar día a día.

2. Simbólica: el caníbal satisfecho por su nutritiva alimentación carnal requiere, ahora, una dosis de nutrientes simbólicos que le permitan crecer en un ámbito extra-carnal y más emocional. La causa, por tanto, de este acto de deglución carnal tiene como razón principal el comerse al otro -ya no sólo por la sensación de hambre-, sino porque quiere hacerse parte de características físicas, sociales y políticas que puede tener el comido. Con esto, se quiere decir que también era prioritario comerse al otro para obtener características consideradas positivas y que requiere el alimentado apoderarse de ellas. Pertinente era comerse al líder de una tribu, de la tribu vecina, por ejemplo, a destacados guerreros, a quienes sobresalen por sus particularidades y peculiaridades. Simbólicamente, se comían los atributos que aquel antropófago necesitaba para sí y no poseía.

Sin querer transformar esta breve clasificación en un ejercicio lineal y automático de alimentación ancestral, en miles de ocasiones dichas fórmulas de acción deglutoria se podían ejecutar en órdenes diferentes. A veces, se debía a que había hambre y era fundamental saldar esa básica necesidad. En otras ocasiones, se podría deber a la fuerte atracción que la imagen de ese otro irradiaba y que le provocaba la necesidad de adquirirlas para sí mismo. En el mejor de los casos, podían coincidir ambas intenciones logrando cumplir con una pretensión mayor del acto deglutorio caníbal-antropófago carnal y simbólico.

En este sentido, cobra un relevante valor la noción de icono, de imagen, permitiendo, ésta, una recepción en el consumidor de carne humana que la pone en valor frente a pares de otras tribus. Si el caníbal se logra comer a alguien que no solo le otorga beneficios nutritivos físicos, sino simbólicos -asimila las virtudes que proyecta la imagen del comido- le hace virtualmente más fuerte y completo, ya que cumple con dos de los frentes que debe cuidar, cautelar y proyectar de su existencia. Nutrición y dieta caníbal por partida doble.

Empero, el tema de la imagen puede, -podría-, incluso, ir más allá. Como lo dijimos, fueron imágenes las que construyeron el imaginario de América Latina en Europa. Grabados, bocetos, obras de teatro, relatos de historias y aventureros que hicieron imaginarse en el “viejo continente” al “nuevo”, y donde, además, el canibalismo de Colón -como “madre del cordero”- se diseminó por todos los rincones de la civilización occidental. Asentamiento en la mayor oscuridad de la noche, de las nocturnidades del patio de atrás y donde aquel Calibán que come carne humana es un fiel representante de este tipo de in-humanidad, distanciada de las blancas, diurnas e impolutas creencias, costumbres y tradiciones de la humana Europa del momento. “Esa reducción histórica, estética y antropológica de la larga data incrementa la desilusión de la imagen, dividiéndola y cerrándola, no permitiéndole deambular por territorios antropológicos, estéticos y mediáticos” (Silva Echeto, V. 2016, 12), dejando, a modo de palimpsesto, un cúmulo de huellas que marcan y sobrepasan épocas y culturas que podrían ir desde el encubrimiento de las Américas hasta nuestras sociedades.

El canibalismo se difundió por Europa a través de imágenes erigidas trágicamente para fundamentar en potencia el “descubrimiento”. Sin embargo, esas mismas imágenes representadas por los grabadores de los navegantes y aventureros eran parte de otro juego de intercambio de imágenes que convocaba a los caníbales a hacerse comidos entre ellos. Valga la clasificación en comprensión y atención a la noción de imagen:

1. Los caníbales, entre otras cosas, pueden comerse entre sí atraídos y atrapados por la imagen del otro, y quieren hacerla suya a través de ese acto de digestión y asimilación.

2. Los conquistadores levantaron desde los actos antropófagos que presenciaron un conjunto de registros que derivaron de las imágenes que hacían que los caníbales se comieran entre sí, estimulando una deriva que va desde una imagen que invita a comer a otra imagen, que registra ese acto y lo construye en un imaginario irradiado, multiplicado y (pre)viralizado por occidente y los occidentales.

Estos dos pasos muestran la canibalización tal como la podemos interpretar de cara a un análisis donde la imagen comienza a tornarse en la vuelta de tuerca, en el giro visual que -en su simulacro y consumo- da vida a una distancia radical de la realidad y de lo vivido. Una suerte de ocultamiento y develamiento por parte de la propia imagen. Así lo sostiene, por ejemplo, Eduardo Viveiros de Castro (2010) al indicar que en algunos sectores “(…) la tesis según la cual la antropología, exotista y primitivista de nacimiento, no puede ser otra cosa que un teatro perverso en el que el «otro» siempre es «representado» o «inventado» de acuerdo con los sórdidos intereses de Occidente” (2010, 15).

En su momento, en el pasado, la imagen se transformó para construir, representar o inventar realidades, logrando incrustarse en los imaginarios sociales y dejando en la conformación y consolidación del pensamiento occidental grandes “verdades” que han superado las líneas de los tiempos y los espacios. Las historias se cuentan más allá de lo que son y en virtud de la versión que cada una de ellas debía tener, en atención a los intereses y fines del contexto social de la época. Historias inflamadas –sedadas y sentadas diría Baitello Junior (2012)- que en su máximo esplendor saturan las verdades, reventándolas, desbordándolas y haciéndolas parte de una simulada ficción que las consume. Un cuento occidental que se construye a partir de un cúmulo de verdades simuladas, maquilladas: aglomeración de posverdades que embarga todos los tiempos, supeditada a la estricta línea cronológica de la Historia Universal.

Con Jáuregui (2008) podemos sostener este punto como una fuerte carga simbólica que entiende a una América Latina construida “imaginadamente”, una Calibania asumida en un espacio cultural reducido a la imagen del monstruo americano consumidor de carne humana.

Sumado a lo anterior, en la actualidad, presenciamos otro accionar de las imágenes y sus efectos. Ya no sólo recurrimos a ellas para hacerlas representar discursos de otras latitudes, versionar a mi ritmo la cultura de “otras” culturas (por lo general, poco civilizadas a la sazón de Occidente), sino que las utilizamos para, en esa representación, simular las realidades, impostarlas y darles tribuna a través de un sunami imperceptible de imágenes que no permiten discernir cuál es el fin, los objetivos y para dónde nos quieren llevar. He ahí el efecto sedante de las imágenes.

Sin perder el hilo de lo que estamos desarrollando, a estas alturas parece importante indicar que el canibalismo -según Jáuregui (2008)- se ha tornado en un tropo trascendental para la definición de la identidad de las Américas. Acción que podemos develar, como ya lo dijimos, desde las primeras imágenes y visiones de los europeos sobre el “nuevo mundo”, “(…) como monstruos y salvajes, hasta las narrativas y producción cultural de los siglos XX y XXI en las que el caníbal se ha re-definido de diversas maneras en relación con la construcción de identidades (pos)coloniales y «posmodernas»” (Jáuregui, C. 2008, 15).


Imágenes comidas por Calibán


Como pudimos ver, primero fue la antropofagia y luego y vinculado con el “nuevo continente”, la invención “imaginaria” del canibalismo. Desde los tupinambas brasileños, los pueblos occidentales del golfo de México, los costeños de la África central, hasta los rugbistas que cayeron en la Cordillera de Los Andes, pasando por Viernes -el fiel amigo de Robinson Crusoe que provenía de una cultura que se alimentaba de sus enemigos-, han ejercido este particular y mal visto ejercicio, siempre dejado en el patio de atrás. 

Como ya lo adelantamos y ahora lo detallamos, si nos alejamos un tanto del canon occidental, y salvo el caso de los deportistas uruguayos perdidos en Chile -cuyo acto antropófago fue sólo por supervivencia-, la tradición indica que uno de los motivos fundamentales por lo que se ejercía el canibalismo -por lo menos en el actual Brasil- era bajo la creencia de que los nativos que consumían el cuerpo de otro adquirían las cualidades de éste, sobre todo si se trataba de un enemigo valiente y líder de su tribu.     

El objetivo era incorporarse o empaparse de las virtudes que el cuerpo del enemigo proyectaba. Mientras más irradiaba aquel banquete humano una imagen de hombre fuerte, poderoso e indestructible, más ganas daban de comérselo. En el fondo, te haces más fuerte comiéndote al que tiene más fuerza. Te apoderas de su destreza, depositada dentro de ti.

Las imágenes son algo que el cuerpo del enemigo proyecta o proyectaba y que, por varias razones, querría hacer mías. Lo importante para este tipo de antropofagia son las imágenes que yo percibo, o que mi círculo o las masas perciben de un cuerpo que se expone en un momento determinado, donde -como admirador de ese cuerpo- quisiera tenerlo conmigo o ser como él. Adelantándonos, especulando un poco y en palabras más actuales, se trataría de una especie de deglución de mercado, vender un producto a través de una imagen, cuestión muy similar que, por ejemplo, podemos observar con la pirotecnia multimedial del retail, bajo el mágico concepto de consumo.

El aumentar la imagen personal en un entorno social determinado desarrolla y activa nuestras sensaciones corporales. Mientras más likes tengamos en una cibersociedad como la nuestra, creemos que somos mejores, nos empoderamos porque nuestro entorno nos avala y celebra. Juega con nuestros afectos, afecta nuestros afectos. Se entrega una imagen que alimenta a sus seguidores y, con todo gusto, los receptores devoran/consumen simbólicamente la imagen enviada por sus referentes. En tiempos de menos hipertecnologización, nos encontramos con Elvis o Madonna, por ejemplo. Hoy con las tendencias en redes dos o tres punto cero con Dua Lipa y la ventilación de los problemas matrimoniales -hechos virales- de Shakira.

Como consecuencia de esta reflexión, podemos darnos cuenta de que el tiempo ha pasado y, por supuesto y por suerte, dejamos de alimentarnos físicamente de otros, de mismos, pero continuamos devorando imágenes.

Y es aquí donde recogemos una lectura contemporánea del consumo de imágenes a través del paradigma antropófago de construcción de imaginarios, ligada a nuestros tiempos donde no deja de prevalecer el cliché que exclama a viva voz “una imagen vale más que mil palabras”. Jáuregui (2008) nos ayuda a alentar estas ideas al hablar de “transacciones digestivas”: “(…) cuando consumimos e incorporamos en nuestra vida mercancías, imágenes y mensajes, como cuando comemos, definimos quiénes somos…” (Jáuregui, C. 2008, 580). E insiste en que no son los alimentos ni las mercancías lo que ayuda a pensarnos, sino el comer, en un caso, y el consumir, en el otro, lo que nos lleva a entender nuestras nuevas sociedades aceleradamente pirotécnicas.

Así es como en São Paulo, tierra antropófaga, nace la noción teórica de iconofagia (Baitello Junior, N. 2014): imágenes que devoran otras imágenes para crear nuevas imágenes, e imágenes que son devoradas por los consumidores para, supuestamente, optimizar su imagen. La antropofagia brasileña como acción de consumir y digerir bienes simbólicos. En esta deglución se buscaba una correspondencia analógica “(…) entre el rito caníbal y los diversos procesos de producción, circulación y apropiación cultural” (Jáuregui, C. 2008, 39). Siguiendo en esta misma sucesión, se pueden diagnosticar prácticas que invitan a reconfigurar la impronta del Calibán latinoamericano y hacerlo parte de nuestros mundos digitales, a través de la alimentación masiva de bienes simbólicos y a partir de dispositivos comunicacionales para el consumo y su deglución: “Este consumo tendría las mismas matrices del canibalismo (apropiación y resistencia) y la antropofagia cultural (resignificación)” (Jáuregui, C. 2008, 45), atendiendo a una definición de esta hipercultura mediática como una “cultura caníbal”.

Para Víctor Silva Echeto (2016), el problema se agudiza cuando en esta era de la mundialización y globalización de las culturas se intenta iluminar la cara oculta de lo no-visto. Lo que Martin Jay (2009) llama el ocularcentrismo occidental, y que Silva Echeto devela al tratar de orientar una mirada que ha erigido mecanismos de marginación para con la imagen de la diferencia femenina, gay, trans, etc. Lo que se denominó, a la larga, “falogocularcentrismo”. “Por tanto, las imágenes se conforman a partir de una economía política, que distribuye en el espacio y en el tiempo signos imagónicos. La economía implica una distribución de objetos, sujetos, iconos, en resumen, imágenes” (Silva Echeto, V. 2016, 115).

Lo que sucede es que estamos permanentemente bombardeados por imágenes provenientes de todos los sectores y que producen una variedad incontenible de estímulos. La televisión, la música, la propaganda, la moda, la publicidad y en su conjunto de viralización: las redes sociales. A tal punto que, incluso, éstas nos indican cómo vestirnos, cómo salir a la calle, cómo vivir, qué ver, qué comer, a quién admirar, etc. Pensando que somos libres, formamos una sociedad que nos tiene “empantallados” (Silva Echeto, V. 2016 y Browne Sartori, R. 2023) y en la cual somos capaces de hacer sólo lo que los patrones -los mismos que deciden quiénes van en el patio de adelante y quiénes en el de atrás- aspiran proponer. Por ello, el colonialismo no es, necesariamente, una cuestión del pasado, sino también del presente, "(…) en sus formas renovadas de racismo, marginación económica y explotación laboral, sexual y biomédica” (Jáuregui, C. 2008, 602)

El punto atingente es que tanto comer y devorar imágenes nos lleva a que ellas se apoderen de nosotros. De todo esto surge un problema: qué sucedería si nos preguntamos ¿cómo podríamos botar, defecar la enorme cantidad de imágenes que consumimos iconofágicamente? Primero, ¿se puede? Si no lo hacemos, ¿qué pasaría? ¿Tendríamos una indigestión cultural-mediática, producto de esta saturación de imágenes? (Browne Sartori, R. 2006).

La iconofagia es una forma particular y simbólica de alimentación corporal en tres partes que van evolucionando de acuerdo con la inflación de imágenes que nos impone el medio y el mercado, a través de las secuelas que el consumo indiscriminado de éstas puede acarrear. El nivel básico es lo que asociamos con el fenómeno de la intertextualidad: proceso en el que las imágenes, en un ejercicio ilimitado, se devoran entre ellas para producir otras imágenes.

El segundo nivel de la iconofagia está compuesto por las imágenes que las personas devoran simbólicamente a través de la propaganda, la moda, los medios de comunicación, en redes, en el diario vivir por las calles, al vestirse, etc. Sin embargo, el tercer nivel surge cuando este segundo punto se extrema de tal manera que comienza a generar diversas patologías que pueden producir consecuencias debido a la posible consumición de imágenes que, en un efecto inverso, se alimenten de los sujetos y los anulan al incentivarles, permanentemente, que convengan con ellas y se tornen en simples imágenes. Así lo plantea quien propone este concepto, Norval Baitello Junior (2014), cuando dice que, de simbólicos devoradores indiscriminados de imágenes, pasamos a ser indiscriminadamente devorados por ellas. Eso que dicho autor llamó, en su momento, la devoración y el consumo de imágenes por las propias imágenes.

El último nivel de la iconofagia es el que nos invita a continuar con el juego de las actuales e hiperreales aplicaciones como Zoom, Teams y sus secuelas. ¿Qué pasará si llevamos -pandemia mediante- más de un año frente a una pantalla, devorando y devorando imágenes? Tanto comer y devorar imágenes puede acarrear, además de una indigestión icónica, una iconoadicción, casi iconorreica. ¿La posverdad no es resultado de una proyección iconofágica de nuestras sociedades? ¿Dónde quedan las fake news en estas divagaciones?

En síntesis, la idea de Baitello Junior (2007) al respecto se refiere al consumo mercantil de imágenes y esto puede llevar a un problema que se suscita cuando desde estos contextos hiperreales derivamos del comer imágenes a que ellas nos coman (Silva Echeto, V. y Browne Sartori, R. 2007). Baitello Junior (2007) lo detalla al decir que, como se sabe, los nativos ejercían la antropofagia ritual, los artistas del Brasil de primeros años del siglo XX la antropofagia cultural; no obstante, en las sociedades contemporáneas devoramos las imágenes y ellas nos pueden devorar a nosotros. “Se come un alimento que no contiene nutrientes. Se comen muchas imágenes que no tienen ninguna información nueva, ninguna sorpresa, ningún nutriente para el alma” (Baitello Junior, N. 2014, 80). Baitello Junior (2007) aproxima esta tensión a un efecto comunicacional “nulodimensional” que se produce con un acelerado incremento de las tecno-imágenes, imágenes técnicas creadas por dispositivos bajo una ecuación algorítmica, abstracta o simplemente numérica que tiende al ocultamiento, el develamiento y la sedación. Siguiendo la lectura que Flavia Costa (2022) hace sobre el “Tecnoceno”, se podría citar:

(…) con el entramado de datos, algoritmos y plataformas que organiza buena parte de nuestra vida social, que se expandió enormemente durante la pandemia, y que son otro signo -menos evidente quizá que la deforestación o el cambio climático- del salto de escala que estamos viviendo” (Costa, F. 2022: en línea).

Costa alarma, al respecto, sobre el incierto futuro de la pospandemia debido al enorme shock de virtualización y sus efectos “(…) al que condujeron las medidas de aislamiento de buena parte de la población mundial” (Costa, F. 2021, 20). En muy poco tiempo llegamos a un proceso apresurado de digitalización en el marco, sobre todo, de la experiencia cotidiana: “(…) buena parte de las personas ha adquirido por necesidad alguna clase de competencia tecnológica que hasta el momento no tenía, en un giro hacia lo digital” (Costa, F. 2021, 20).

Quizás en estos imprecisos momentos de vaivenes sociodigitales deberíamos hacer el esfuerzo de detenernos a reflexionar un tanto más sobre estas cuestiones, ya que podríamos estar a poco de trasladarnos -a modo de traslape- de un patio trasero presencial a otro virtual, donde nuestro metaverso sea más que nosotros mismos. Con mucha precisión lo ejemplifica Hito Steyerl en su libro Los condenados de la pantalla (2014), donde, al proponer una cartografía de la producción mediática en tiempos de sociocapitalismo, pone sobre la mesa en este contexto la noción de imagen-basura, de esas imágenes basura que se arrojan a los patios traseros de los ecosistemas digitales, concentrándose especialmente en la noción de “imágenes-spam”. Y dice:

La imagen-spam es nuestro mensaje al futuro (…). Densos clústeres de ondas electromagnéticas abandonan nuestro planeta cada segundo. Nuestras cartas y fotos, comunicaciones íntimas y oficiales, emisiones televisivas y mensajes de texto se distancian de la Tierra en anillos; una arquitectura tectónica de los deseos y los temores de nuestra época. En unos pocos cientos de años, formas de inteligencia extraterrestre podrían escudriñar incrédulas nuestras comunicaciones inalámbricas.

Pero imaginen la perplejidad de esas criaturas cuando miren detenidamente este material. Porque un enorme porcentaje de las imágenes enviadas inadvertidamente al espacio exterior es en realidad spam. Cualquier arqueólogo, forense o historiador -en este mundo o en otro- lo analizará como nuestro legado, un verdadero retrato de nuestro tiempo y de nosotros mismos. Imaginen una reconstrucción de la humanidad hecha a partir de esta basura digital. Probablemente se parezca a una imagen-spam (Steyerl, H. 2014, 167-168).

Entonces, desde estos nuevos residuales patios traseros digitales e hipermediales, deberíamos, para no perder su tradición, apelar a una suerte de nuevo Calibán, de Calibán 2.0, indisciplinado que resista antropofágicamente las más mediatizadas tempestades, plenas de algoritmos y devaneos tecnológicos, exacerbadas por Prósperos dominados y dominantes, bajo la lógica de la inteligencia artificial. Un Calibán 2.0, en nueva versión, estimulador de contraimágenes que vulneren las representaciones -incluso las de la web 2.0 y sus descendencias- establecidas por sus pasados, por sus ancestros y alienten nuevas formas de confrontar, contrarrestar a las imágenes del tercer estadio de la iconofagia.

Se trata, siguiendo a Silvia Federici (2015, 13), de luchar frente aquellas prácticas que estimulan las guerras contra la indisciplina, “(…) denigrando la ´naturaleza’ de aquéllos a quienes explota: mujeres, súbditos, coloniales, descendientes de esclavos africanos, inmigrantes desplazados por la globalización” (Federici, S. 2015, 31), estimulando, en sentido estricto, una resistencia al capitalismo también desde una perspectiva global contra imagen basura pirotécnica, encubierta, velada y simulada.

Incluso el Próspero de Shakespeare insiste en este hecho económico fundamental en un breve parlamento sobre el valor del trabajo, que él da a Miranda después de que ella manifestase el disgusto absoluto que le producía Calibán:

Sí, pero le necesitamos. Enciende

el fuego, trae la leña y nos hace

trabajos muy útiles

Shakespeare, La Tempestad, Acto I, Escena 2”. (Federici, S. 2015, 220)

Releyendo a Carlos Aguirre Aguirre (2020), lo podríamos ver como una forma de asimilar de otra manera el vocablo Calibán y -desde la différance derridiana- darle un giro que socave estos dispositivos. Para con esto deglutir las prácticas discursivas y simbólicas de la iconofagia y derribar los mitos e imaginarios, no sólo derivados desde los iconos de la colonización canibalista de antaño, sino que asolando los bombardeos indiscriminados de imágenes de nuestros tiempos, como una herramienta posoccidental que, por partida doble, “(…) busca deshacer los modos culturales ofrecidos por la cultura occidental” (Aguirre Aguirre, C. 2020, 23).

Un Calibán que permita abrir campos de mediadas diferencias contraculturales. Que indiscipline la arqueología de la imagen bajo un prisma que busque y exponga la crítica a esta época que, como precisa Silva Echeto (2016), ha desilusionado a la imagen. Un Calibán que aguante la avalancha de imágenes-spam -sus predecesoras icono-caníbales- y las posibilidades que se estimulan para no descomponernos y sorprendernos frente a sus excesos imagónicos de voracidad fagocitadora. Representaciones de referencia occidental refrendadas por las nuevas ferocidades de un Calibán fuera de borda, inédito y al margen de las lógicas “post” de la imágenes-mercancía-spam-en crisis.


Bibliografía


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[1] José Pedro Barrán (1993) en este texto menciona, entre otras cosas, que en el Uruguay del siglo XIX se le declaraba y llamaba a los sectores vulnerables y populares de “República de Carives”.

[2] Para conocer una versión reciente de La Tempestad y tratar de calibrar algunas de las ideas acá indicadas, revisar y visionar: “Tempest Project (Proyecto Tempestad)” de Peter Brook y Marie-Hélène Estienne, montada en Chile por la Fundación TEATROAMIL, recientemente. Mayor información: https://teatroamil.cl/que-hacemos/circulacion-nacional-e-internacional/catalogo/tempest-project/

[3] Cómo Shakespeare se enteró de las libres interpretaciones de Colón sobre los caníbales y el canibalismo lo trabajamos, en detalle, en el libro: Silva Echeto, Víctor y Browne Sartori, Rodrigo (2007): Antropofagias. Las indisciplinas de la comunicación. Biblioteca Nueva. Madrid. Otro ejemplo, al respecto, comenta Silvia Federici al referirse a las mujeres: “En este sentido, La fierecilla domada (1593) de Shakespeare era un manifiesto de la época. El castigo de la insubordinación femenina a la autoridad patriarcal fue evocado y celebrado en incontables obras de teatro y tratados breves” (Federici, S. 2015, 181).