Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 27 / Sección Artículos
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza / 2024 /
.
The
Exemplary Validity as a Criterion Of Moral Discernment In Hannah Arendt's
Thought
María de los Ángeles Cantero
Universidad Católica de Santa Fe,
Argentina.
Recibido:
11-02-2024
Aceptado:
05-09-2024
Resumen. En este artículo se analizan
los argumentos que presenta Hannah Arendt para postular la validez ejemplar
como criterio de discernimiento moral. En la introducción se presenta la
valoración arendtiana del status ontológico de lo singular como punto de partida
de la reflexión moral. Luego, se analizan las características y el alcance del
derrumbe moral acontecido en el siglo XX, a continuación, se aborda la
recepción arendtiana del paradigma del juicio, para concluir con sus argumentos
y valoraciones acerca de la validez de las vidas ejemplares que, por su
atractivo y su fuerza persuasiva, se constituyen en criterio de discernimiento
moral que orienta la existencia humana y posee potencialidad de transformar el
mundo.
Palabras clave. ejemplaridad; universalidad; particularidad; juicio;
discernimiento moral.
Abstract. This article analyzes the arguments put forth by Hannah Arendt to
postulate the exemplary validity as a criterion of moral discernment. The introduction presents Arendtian
assessment of the ontological status of the singular and the starting point for moral reflection. Later, the characteristics and scope of the
moral collapse that occurred the 20th century are examined. Following that, the Arendtian reception of the
paradigm of judgment is addressed, concluding with his arguments and
assessments regarding the validity of exemplary lives that, due to their attractiveness and
persuasive strength, establish themselves as a criterion of moral discernment
that guides human existence and holds the potential to transform the world.
Keywords. exemplarity; universality;
particularity; judgment; moral discernment.
Al
abordar las cuestiones referidas a la filosofía moral y a los asuntos de la
vida política, Arendt expresa de manera recurrente su valoración y
reconocimiento del status ontológico de lo singular concreto como verdadera
realidad, y como punto de partida de la reflexión acerca de la esfera de los
asuntos humanos. La preeminencia de lo singular se fundamenta en la convicción
de que “el pensamiento surge de los acontecimientos de la experiencia vivida y
debe mantenerse vinculado a ellos como a los únicos indicadores para poder
orientarse” (Birules, 1996, p. 8).
Para
justificar la acertada proposición de Simona Forti “La rehabilitación
ontológica de lo singular” (Forti, 2001, p. 398), resulta provechoso considerar
que las actividades mentales tienen en común una retirada del mundo de la apariencia, y este apartamiento
se torna problemático puesto que, en la visión arendtiana, “Ser y Apariencia
coinciden para los hombres, esto supone que solo se puede huir de la apariencia
dentro de la apariencia.” (Arendt, 2002, p. 47) Desde el inicio mismo del
ejercicio del pensamiento y de las otras actividades del espíritu la autora
plantea la cuestión de su vinculación con la realidad, y, por lo tanto, se
puede afirmar que el pensamiento, desde el comienzo hasta el final de su
actividad, ha de responder al reto de evitar que el apartamiento del mundo de
la apariencia que lo caracteriza implique una huida de la realidad hacia el
recinto de una construcción especulativa alejada y despreocupada de los asuntos
humanos que acontecen en la cotidianeidad. “[…] pues es en este mundo de las
apariencias donde se desarrolla stricto sensu la vida humana”. (Arendt,
2008, p. 53)
Si ser
y apariencia coinciden, no hay dos mundos sino que la única realidad está
constituida por el mundo de las apariencias. Sin embargo, la búsqueda de los
fundamentos de lo fenoménico es una necesidad del espíritu de la que no puede
abdicar sin que su vida quede sumergida en el transcurrir sin sentido. Examinar
la realidad y buscar su significado es una tarea tan distintiva del ser humano
que su vida carece de razonabilidad y fundamento si no se la asume y se la
ejercita continuamente, tal como dice Sócrates en la célebre frase de la
Apología “Una vida sin examen no merece ser vivida.” La cultura de masas crea
condiciones para que los individuos transiten su existencia adoptando de manera
acrítica los criterios de la moda, de la mayoría, de los poderes dominantes, o
de las fuentes hegemónicas acerca de los asuntos más relevantes de la vida
humana, sustituyendo los interrogantes últimos de la existencia por el
entretenimiento y el consumo.
Al
referirse a la sociedad y a la cultura de masas Arendt afirma:
“[…] ésta
es una sociedad de consumidores donde el tiempo de ocio ya no se usa para el
perfeccionamiento personal o la adquisición de una posición social superior
sino para más y mas consumo y más y más entretenimiento” (Arendt, 1996, p. 223)
“La cultura de masas se concreta cuando la sociedad de masas se apodera de los
objetos culturales, y su peligro está en que el proceso vital de la sociedad
[…] consuma literalmente los objetos culturales, los fagocite y los destruya” (Arendt, 1996, p. 219)
Es
preciso entonces, que el pensamiento se aboque a la búsqueda de los fundamentos
de lo que aparece, y éstos no se hallan -según Arendt- en una realidad
trascendente de orden superior y separada sino en la misma apariencia. Por esta razón el desafío al que debe dar
respuesta el pensamiento es regresar
continuamente a la apariencia como movimiento que sucede y precede a sus
innúmeros apartamientos. De este modo, apartamientos
y regresos son las polaridades constitutivas del pensar cuya tensión ha de
mantenerse constantemente como tarea humana de la que es necesario hacerse
cargo, y así evitar, por un lado, la evasión de la realidad y por otro el
hundimiento en el sucederse de una existencia sin sentido ni razones. Sobre
esta tensión entre pensamiento y apariencia, escribe Arendt:
El primado
de la apariencia es un hecho de la vida cotidiana al que no pueden escapar ni
científicos ni filósofos; siempre deben
regresar a ella desde los laboratorios e investigaciones, y siempre
manifiesta su potencia al no verse afectada o alterada en lo más mínimo por
mucho que hayan descubierto al intentar trascenderla. […] La creencia de que
una causa debería ostentar un rango de realidad mayor que el efecto (de modo
que este último puede ser degradado con facilidad remitiéndolo a su causa)
puede figurar entre las más antiguas y tercas falacias metafísicas. (Arendt,
2002, p. 48 y 49 – cursiva propia)
Conforme
a este modo de concebir la actividad del pensamiento, para indagar sobre el
fundamento de lo fenoménico es necesario renunciar a la presunción de construir
un sistema especulativo de ideas al margen de la exigencia de confrontarlas,
verificarlas y retroalimentarlas a cada paso con la realidad misma de lo que
aparece. En los intentos de búsqueda del significado último de las cosas, el
pensamiento deberá siempre lidiar para vencer el riesgo de las elaboraciones de
sistemas de ideas que encuentran su validación en la coherencia interna y la
articulación entre ellas mismas como partes de un todo.
El
pensamiento habrá, entonces, de hacer frente al reto de que su apartamiento del
mundo no se extravíe en las creencias dogmáticas o los postulados arbitrarios,
para estar en condiciones de asumir las paradojas de la condición humana que
implican el doble movimiento continuo de la retirada y del regreso. El nexo
entre pensamiento y realidad que hace posible no transigir a las coartadas, a
las construcciones intelectuales propias del solipsismo abierto o soterrado o a
la autosuficiencia del yo pensante es el
sentido común, que es una suerte de sexto sentido que unifica las
sensaciones de los otros cinco, las incorpora en el mundo compartido por otros
que perciben del mismo modo y produce una
sensación de realidad que acompaña y otorga significado a todas las
sensaciones. Es un sentido “interno”, que actúa como raíz y principio común de
las facultades sensitivas externas, que “garantiza” la realidad de lo
percibido, y que posee una gran relevancia para evitar el divorcio sin retorno
del pensamiento con el mundo de las apariencias. Arendt afirma que “Cuando el
pensamiento se retira del mundo de las apariencias, también lo hace de aquello
que ofrecen los sentidos y, por lo tanto del sentimiento de realidad aportado
por el sentido común” (Arendt, 2002, p. 77), pero tanto los pensadores
profesionales como los aficionados pueden afirmarse a sí mismos al margen del
sentimiento de realidad solo de manera temporal, pues continúan siendo hombres
de carne y hueso, dotados del sentido común que necesitan para sobrevivir. Para
evitar los extravíos en los complejos laberintos especulativos del yo pensante,
la sensación de realidad que emerge del sentido común constituye un reclamo
continuo de retorno y de anclaje del pensamiento a su relación con el mundo de
las apariencias.
Se puede afirmar entonces, que el pensamiento
y la búsqueda del significado no son posibles sin la experiencia como punto de
partida, y al mismo tiempo, que la experiencia puede lograr sentido y
coherencia si es pensada. Una vez más, la tensión entre apartamiento y regreso
se presenta como la clave de la concepción de Arendt sobre el pensamiento:
[…]todo
pensamiento surge de la experiencia, pero ninguna experiencia logra sentido o
coherencia sin someterse a las operaciones de la imaginación y del pensamiento.
Contemplada desde la perspectiva del pensamiento, la vida, en su puro
estar-ahí, carece de significado […] (Arendt, 2002, p. 109)
El
pensamiento hace posible irradiar la luz del significado sobre la vida humana
para que no quede sumergida en el puro transcurrir de sucesos carentes de
sentido.
En la
segunda parte de La vida del espíritu se puede observar otra perspectiva
de la rehabilitación ontológica de lo singular. Al referirse a la voluntad como
órgano mental del futuro, escribe Arendt:
En nuestro
contexto, el problema principal con la Voluntad es que ésta no solo opera con
cosas que están ausentes para nuestros sentidos y que necesitan hacerse
presentes a través del poder que tiene el espíritu para re-presentar, sino
también con cosas, visibles e invisibles, que nunca han existido. (Arendt,
2002, p. 246)
Por
estar orientada hacia el futuro, la voluntad es, entonces, la facultad de los proyectos. Cuando el pasado se presenta
al espíritu humano siempre lo hace con los rasgos de la certeza, en cambio, el
futuro se caracteriza por su incertidumbre
primordial, porque los asuntos de la voluntad nunca fueron, todavía no son
y hasta es probable que nunca sean. Esto significa que los asuntos que
conciernen a la voluntad se encuentran en el ámbito de lo contingente, de aquello que puede ser o no ser. Los actos de la voluntad
son aquellos que, por definición, podrían no haberse realizado o podrían haber
sido de alguna otra forma. Por ello, nada hay que sea más contingente que
los actos voluntarios de los seres humanos. Y ya desde la antigüedad, el
reino de lo contingente fue ubicado por los filósofos junto con el mundo de las
apariencias y de las cosas que pueden ser de manera distinta a como son, como
una realidad susceptible de “descrédito ontológico” (Cfr. Forti, 2001, p. 398).
En la jerarquía del ser, su rango es siempre inferior al de lo necesario, que
se caracteriza por la certidumbre, la previsibilidad y la seguridad frente al
riesgo de lo incierto y la zozobra de no tener certeza acerca de lo que
sucederá que son características intrínsecas y siempre anejas de lo
contingente. En la línea de pensamiento que considera de mediocre jerarquía
ontológica a los seres particulares y contingentes, algunos pensadores ubican a
los asuntos humanos como un recinto que está completamente inmerso en la maldición
de la contingencia. (Cfr. Arendt, 2002, p. 261)
La
corriente de pensamiento que se refiere al mundo de las apariencias y
de lo
contingente en términos de “maldición” y
“descrédito ontológico” se inscribe en
una cosmovisión que menosprecia la realidad de lo
particular-concreto, y que
sostiene la necesidad de superarla mediante la elevación de la reflexión
hacia el reino de lo necesario y eterno, es decir, hacia una vida contemplativa
en la que todo lo que en este mundo parecía contingente y sin sentido adquiere
su verdadero significado y se torna cristalino.
Para
Arendt en cambio, la proposición de una filosofía en la que lo contingente
queda subsumido y purificado en lo necesario es una pseudosolución al problema
de la maldición de la contingencia. En realidad, ella piensa que no hay tal
maldición y, que, no es necesario superarla, sino reconsiderar la valoración de
lo contingente y posicionarlo en el lugar que le corresponde. Para este
propósito de rehabilitación
ontológica de lo singular y
comprender su significado resulta muy esclarecedor el análisis de las
apreciaciones de Arendt acerca de las ideas de Duns Escoto (Cfr. Arendt, 2002,
pp. 357-381). Ella califica el concepto de la contingencia como la quintaescencia del pensamiento escotista
y lo destaca por la absoluta originalidad de su contenido y del método adoptado
para su estudio. Todos los seres del universo son contingentes, es decir, que
podrían no haber existido, posibilidad que es válida para cada uno de ellos y
también para el conjunto.
Según
Escoto la contingencia de los seres no deriva de un razonamiento deductivo ni
resulta de un pensamiento sistemático, sino que son intuiciones (algo semejante
a “bruscos flashes”, comenta Arendt) que dependen de una experiencia interna del espíritu, cuya evidencia solo puede ser
negada por quienes no la tienen, como un ciego de nacimiento puede negar la
experiencia del color. Escribe Arendt: “Escoto es el único pensador para quien
la palabra contingente carece de connotación peyorativa” Las citas del mismo
Escoto tomadas por Arendt de diversos estudios corroboran este juicio: “Afirmo
que la contingencia no es simplemente una privación o defecto del Ser como la
deformidad […]. La contingencia, más bien, es un modo positivo del Ser, igual
que la necesidad es de otro modo” (Arendt, 2002, p. 368). Esta positividad de
la contingencia, según Escoto, se funda en el hecho de que Dios creó a los
hombres a su imagen y semejanza, es decir con una capacidad mental para afirmar
o negar libremente los objetos que se le presentan, sin estar coaccionada por
la razón o el deseo.
De
acuerdo con estas ideas, la comprensión de la realidad exige, según Escoto,
considerar que los fenómenos han sido causados contingentemente, y que, en
consecuencia, son impredecibles. La preferencia ontológica de Escoto por lo
contingente sobre lo necesario se encuentra estrechamente vinculada con la otra
predilección fundamental que lo distingue como un pensador sorprendentemente
original que es la de lo particular
existente sobre lo universal. (Arendt, 2002, pp. 379). Para él, el ser en
su universalidad no es más que un pensamiento, carece de realidad; mientras que
solo de las cosas particulares puede decirse que son reales para el hombre.
Ahora
bien, la rehabilitación ontológica de lo singular concreto, es solo el
punto de partida de la reflexión arendtiana sobre las cuestiones morales y la
condición necesaria del inicio del discernimiento de la diferencia entre el
bien y el mal, entre la justicia y la injustica, puesto que la reflexión moral
es para Arendt un movimiento que se realiza desde los hechos o acontecimientos
singulares-concretos a los principios, y no al contrario. Al respecto afirma
Victoria Camp “El juicio moral de Arendt carece de principios a priori”
(Camp, 2006, p. 80).
Sin
embargo, la consistencia y positividad de lo contingente y singular constituye
uno de los polos que se encuentra en continua tensión con el de los principios
y criterios de juicio moral universalmente válidos para los seres humanos, que,
como pretensión es irrenunciable a la condición humana si se desea vivir con
sentido, sobre todo si se tiene en consideración que en la actualidad los seres
humanos nos encontramos en una situación de profunda desorientación e
incertidumbre, como consecuencia del derrumbe de todas pautas y criterios
morales que orientaron su vida en los siglos anteriores.
Arendt
afirma en varios de sus textos (Cfr. Arendt, 1996, 1999, 2004, 2005, 2007) y de
diversas maneras, que los criterios y las normas que permiten a los hombres
distinguir las acciones moralmente buenas de las malas en la vida pública y
privada, y que se reconocían por sí mismos como evidentes a lo largo de dos
mil quinientos años se han desmoronado completamente en las décadas de 1930 y
1940 tanto en la Alemania de Hitler como en la Rusia de Stalin.
En Algunas
cuestiones de filosofía moral, escrito por Arendt en 1965/66 afirma que
todos los filósofos que alguna vez abordaron los asuntos relativos a la moral y
a la ética reconocen que entre lo correcto y lo incorrecto hay una distinción
absoluta, y que todo ser humano en su sano juicio está capacitado para hacer
esta distinción. (Cfr. Arendt, 2007, p. 95). Sin embargo, como escribió
Churchill en los años 1930 en palabras que con el paso del tiempo se pueden
considerar premonitorias: “Apenas nada de cuanto, material o establecido, se me
educó para creer que era permanente y vital ha perdurado. Todo aquello de lo
que estaba seguro, o se me había enseñado a estar seguro, de que era imposible,
ha sucedido” Arendt, 2007, p. 75, y entre estos asuntos que se han transformado
significativamente, Arendt focaliza su consideración analítica en las
cuestiones
morales, aquellas que tienen que ver con la conducta y el comportamiento
individuales, las pocas reglas y normas con arreglo a las cuales los hombres
solían distinguir lo que está bien y lo que está mal […] y cuya validez se
suponía evidente por sí misma para cualquier persona en su sano juicio, como
parte de la ley divina o natural. (Arendt, 2007, p. 76)
Sin
embargo, se puede constatar que la predicción de Churchill se cumplió, dado que
los criterios de juicio moral, los hábitos y las costumbres habían sido
sustituidos por otro conjunto análogo de sentido contrario en un corto período
de tiempo. A la vista de todos, las evidencias de “la existencia de una
conciencia que habla con idéntica voz a todos los hombres” (Arendt, 2007, p.
76) habían estallado por los aires en los años de vigencia de los regímenes
totalitarios, resultando de ello el derrumbe completo de todas las pautas
morales establecidas en la vida pública y privada durante los siglos
anteriores.
Y este desmoronamiento de las pautas morales
no quedó circunscripto a los años de hegemonía totalitaria, sino que se
extendió́ en el tiempo y en el espacio más allá́ de la vigencia de estos
regímenes como un problema crucial que persiste e interpela dramáticamente a la
humanidad. Así́ expone Arendt su mirada acerca de la proyección del mencionado
colapso:
[...] hemos
de decir que fuimos testigos del total derrumbamiento de un orden ‘moral’ no
solo una vez, sino dos veces, y este súbito retorno a la ‘normalidad’, en
contra de lo que a menudo se supone de manera complaciente, solo puede reforzar
nuestras dudas. (Arendt, 2007, p. 79)
El
derrumbe del orden moral no es, entonces, un hecho del pasado que haya sido
superado, sino que perdura en el presente con toda su dramaticidad, por lo que
es necesario traspasar la acriticidad de una complacencia generalizada que
ignora y soslaya las consecuencias de la situación en la que está la humanidad
luego de este “nuevo derrumbamiento” sucedido en las décadas posteriores al fin
de la segunda guerra mundial, y ante el cual la conciencia moral parece
adormecida. En los párrafos finales de Los orígenes del totalitarismo Arendt
formula apreciaciones que interpelan y desafían de manera apremiante al
discernimiento que las generaciones que sucedieron a la dominación totalitaria
necesitan realizar, puesto que:
[...] queda
el hecho de que la crisis de nuestro tiempo y su experiencia central han
producido una forma enteramente nueva de gobierno que, como potencialidad y
como peligro siempre presente, es muy probable que permanezca con nosotros a
partir de ahora [...] (Arendt, 1999, p. 579)
Ahora
bien, si la experiencia central de una crisis tan arrasadora de lo humano está
entre nosotros y ha venido para quedarse, cabe preguntarse por las
responsabilidades que corresponden a los seres humanos ante este hecho, y ante
la posibilidad de que su núcleo axiológico, antropológico y teleológico se
manifieste de distintas maneras en la realidad cultural, política y social como
“atmósfera” que impregna los criterios de pensamiento y juicio de las
multitudes y configura una fase preparatoria para formas novedosas de
dominación total (Cfr. Di Pego, 2015).
En
efecto, tras la caída del nazismo y de la muerte de Stalin ya no hay regímenes
totalitarios en sentido estricto, y sin embargo, la crisis en sus rasgos más
profundos puede hacerse presente de manera menos cruel, pero no por eso menos
eficaz, socavando la capacidad humana de la acción (Cfr. Arendt, 1999, p.
559). ¿De qué depende que esto suceda? ¿Qué es lo que hace posible o impide
que la humanidad regrese a formas de flagrante barbarie o tenga que vivir otros
modos encubiertos de inhumanidad? En la perspectiva del pensamiento arendtiano,
hay que rechazar toda idea de que dependa de leyes supra humanas que rigen la
historia o cualquier tipo de determinismo histórico, sino que depende de los
propios hombres. La salvaguarda que necesita la dignidad humana, no provendrá
de ninguna entidad o fuerza superior, sino de la acción de las personas en
relación con sus semejantes y en las circunstancias históricas del mundo real
(Cfr. Arendt,1999, p. 11).
En su
discernimiento de la situación en la que se encuentra la humanidad en los años
posteriores a la caída de los totalitarismos, Arendt considera relevante
procurar la reconstrucción del sentido moral partiendo de las
experiencias concretas y de la reflexión sobre ellas, y no de la aplicación de
reglas y principios generales que ya no existen ni son creíbles, pues “partir
de lo singular y concreto es una de las obsesiones de Arendt, por lo menos cuando
se plantea la forma del juicio moral” (Camp, 2006, p. 67). No será́ posible
encontrar en las reflexiones arendtianas algo semejante a fórmulas inapelables
o reglas infalibles que permitan subsumir en ellas los casos particulares, de
tal modo que mediante su aplicación deductiva y mecánica, los individuos quedaren
eximidos de su discernimiento, juicio y el consiguiente riesgo personal (Cfr.
Fuentes, 2007).
La
ausencia de pensamiento es inadmisible porque inevitablemente deshumaniza la
existencia, pero su ejercicio requiere afrontar los continuos desafíos de una
potencia de búsqueda siempre inacabada. Así lo expresa Arendt:
La búsqueda
del sentido, que sin desfallecer disuelve y examina de nuevo todas las teorías
y reglas aceptadas, puede, en cualquier momento, volverse en contra suya, por
así decirlo, y producir una inversión en los antiguos valores y declararlos
como ‘nuevos valores’. […] Lo que suele llamarse ‘nihilismo’ es, en realidad,
un peligro inseparable de la misma actividad del pensamiento. (Arendt, 2002, p.
199)
Por
otra parte, esta energía destructiva que constituye al pensamiento puede
convertirse en un falaz subterfugio para evadir la responsabilidad del examen
crítico de la vida, convalidándose de esta manera una adhesión sin razones a
las reglas de conducta y los valores vigentes en una sociedad y en un tiempo
dados, así como su sustitución, también irracional, por criterios de juicio o
códigos totalmente contrarios. El supuesto resguardo de los peligros
destituyentes que se logran mediante la asunción de una vida sin examen solo
conduce a crear las condiciones para la imposición de las normas y los pilares
en los que se funda la existencia por parte de quienes detentan el poder, es
decir, para la configuración de un escenario que favorece la instalación de totalitarismos
abiertos o encubiertos.
La
búsqueda del significado es siempre una tarea riesgosa y problemática en razón
de la desproporción estructural que existe entre las energías del pensamiento
humano y el horizonte infinito al que dirige su empeño, por lo que
recurrentemente resurge en la historia la inclinación de eliminar el ímpetu del
espíritu, o más sutilmente, los intentos de domesticar sus exageradas
pretensiones con procedimientos que lo delimiten y lo ajusten a las medidas que
la razón pueda alcanzar y dominar. De estas tentativas deriva la censura de las
preguntas últimas y la consecuente reducción de la existencia a los asuntos en
los que los seres humanos pueden aferrarse a certezas y seguridades.
Arendt
es plenamente consciente de la índole de las dificultades que acarrea el pensar
y de los peligros que le son inherentes. Sin embargo, no cede ante las falaces
soluciones que procuran evitarlos, en tanto que, inexorablemente se convierten
en diferentes modos de evadir la realidad. Indica con claridad las graves
consecuencias de estas opciones:
Con todo,
el no pensar, que parece un estado tan recomendable para los asuntos políticos
y morales, también entraña peligros. Cuando se sustrae a la gente de los
riesgos del examen crítico, se le enseña que se adhiera de manera inmediata a
cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad y en un tiempo
dados. (Arendt, 2002, p. 200)
En
efecto, quienes se han habituado a aceptar de manera acrítica las reglas,
valores y criterios de juicio que rigen las dimensiones específicamente humanas
de la existencia, se someterán sin cuestionamientos ni impedimentos a las
órdenes de los que tengan el suficiente poder para abolirlos y sustituirlos por
nuevos códigos, cuyos contenidos sean absolutamente contradictorios con los
antiguos. Esta docilidad para cambiar radicalmente la orientación de las normas
de la vida moral, social y política, se ve incrementada en aquellos hombres que
sin pensar adhieren más firmemente a un determinado orden, como sucedió con la
mayoría de la sociedad de Alemania nazi y de la Rusia estalinista, cuando
fueron capaces de invertir las normas básicas que habían constituido los
fundamentos de la existencia personal y social hasta la irrupción de los
totalitarismos. En el capítulo X de Los orígenes del totalitarismo Arendt
describe minuciosamente las vías recorridas por los regímenes de la dominación
total para lograr que, en primer término los hombres del populacho y luego
también de la élite, experimenten en su propia vida la “pérdida radical del
interés por sí mismo” (Arendt, 1999, p. 397), conformen un nuevo tipo de
hombre, que según reza la definición de Himmler “en ninguna circunstancia hará
cosa alguna por su propio interés” (Arendt, 1999, p. 404), de tal modo que su
lealtad incondicional al líder al estar “desprovista de todo contenido
concreto” ( Arendt, 1999, p. 405) y de la que resulta una radical enajenación
de su yo (Arendt, 1999, p. 407), explican que sus convicciones y principios
varíen de forma absolutamente contradictoria, puesto que este proceso de toma
de posesión del hombre en su totalidad consigue que “[…] la diferencia entre la
verdad y la falsedad pudiera dejar de ser objetiva y convertirse en una simple
cuestión de poder y habilidad, de presión y de infinita repetición” (Arendt,
1999, p. 416)
Y el
hecho de que tras la caída de los regímenes totalitarios se haya producido una
nueva inversión de los valores no resulta en modo alguno confortante para
Arendt, sino que confirma el aciago resultado en el que concluye la abdicación
del pensamiento.
En
tanto que piensa puede el hombre descubrir el significado de los asuntos que
conciernen a su existencia, es decir que las cadenas de pensamiento en tensión
al infinito posibilitan colocar los hechos de la vida concreta en relación con
la totalidad y el sentido, y de este modo rescatarlos de su natural
deslizamiento hacia su inexorable desaparición. Sin la relación con la
totalidad y el infinito que realiza el pensamiento, el devenir inevitable de lo
singular es su declinación, su ruina, y en última instancia su confluencia en
la transitoriedad, en el sinsentido, en la nada misma. Y, una vez más, es
preciso subrayar que el descubrimiento del significado es una posibilidad que cada generación y cada ser humano debe actualizar
por sí de un modo nuevo, para trascender su propia finitud. (Cfr. Arendt, 2002,
pp. 229-230). Para Arendt, es esta una tarea tan ineludible como compleja,
puesto que, en su opinión, el hilo de la tradición se ha roto porque se ha
perdido la continuidad del pasado que cada generación transmitía a la
siguiente, de tal modo que los seres humanos de su tiempo solo se encuentran
con un pasado fragmentado que ya no puede
evaluarse con certeza. No obstante, esta particular situación de
fragmentación e incertidumbre que se prolonga más allá de los años aludidos por
la pensadora hasta las primeras décadas del siglo XXI, configura un escenario
de naufragio en el que, sin embargo, es necesario rescatar los tesoros más
valiosos del pasado como un legado que permite encontrar algunos mojones o
puntos de referencia en los que sustentar y orientar el itinerario de la frágil
y riesgosa empresa de existir humanamente en el mundo.
Con el
derrumbe de las normas y criterios morales la brújula con la que los seres
humanos pertenecientes a la cultura occidental orientaron durante más de dos
mil años su existencia personal, comunitaria y política se ha tornado
completamente inútil, y en esta situación de oscuridad resulta apremiante e
ineludible la formulación de los interrogantes fundamentales de la existencia y
considerar luego las respuestas que se pueden hallar en el pensamiento de H.
Arendt.
¿Es posible
reconciliar el universalismo y el pluralismo, de tal manera que aún puedan
plantearse legítimamente intereses comunes, al igual que espacios de
negociación cooperativa, desde plataformas intercontextuales? ¿Qué criterios de
validez normativa podrían orientar la deliberación racional encaminada a la
resolución de problemas prácticos (éticos o políticos), sin que se atropellen
los distintos contextos de procedencia de los actores? ¿Qué fundamentos
medianamente sólidos y estables puede encontrar la acción social y colectiva
que le permita conquistar cierta coherencia, continuidad y vinculatividad en el
espacio y en el tiempo, de tal manera que le posibiliten elevarse más allá de
un aquí y ahora determinados? (Castro-Hernández, 2020, p. 183)
La
reflexión arendtiana en procura de respuestas a los interrogantes planteados en
el apartado anterior se focaliza principalmente en el análisis de la facultad
de juzgar, sobre la que proyectaba dedicar la tercera parte de La vida del
espíritu y que no alcanzó a escribir debido a su fallecimiento, pero que
consideraba de capital importancia y esperaba asumir y dar respuestas a las
problemáticas abiertas en sus análisis sobre el Pensamiento y la Voluntad.
(Cfr. Arendt, 2002, pp. 91, 92, 9, 114-120, 134, 151-152. 161-162, 214-215,
227-228, 232-236.). Los textos en los que Arendt se refirió a la facultad de juzgar son “Comprensión y política” publicado en De la historia a la acción (1995), “Verdad y Política” y “La
crisis de la cultura” en Entre Pasado y
futuro (1996), “Algunas cuestiones de filosofía moral” y “El pensar y las
reflexiones morales” en Responsabilidad y Juicio (2007), y
principalmente Las conferencias sobre la Filosofía política de Kant (2003)
En este apartado se analizará la recepción arendtiana
del denominado paradigma del juicio que “[…] pretende reedificar la noción de
normatividad con aspiraciones universalistas, arraigada ya no en principios
rectores de carácter general, sino en la capacidad de juzgar y su
orientación hacia lo particular.” (Castro- Hernández, 2020, p. 186; Cfr.
Ferrara, 2008, pp. 37-66). Como en todos los asuntos abordados por Arendt, es
relevante considerar la experiencia de la que nace y a la que permanece
vinculada su comprensión de la facultad de juzgar. En este caso, el impacto que
le produjo el proceso de Eichmann en Jerusalén en 1961 y la posterior
publicación del Informe fue la experiencia que impulsó sus indagaciones acerca
de la naturaleza y la función del juicio humano como una de las más relevantes
cuestiones morales de todos los tiempos. La impresión que causó en Arendt el
nexo de la atrofia de la capacidad de juzgar de Eichmann con los monstruosos
crímenes que fue capaz de perpetrar orientó sus reflexiones hacia la hipótesis
de que es la facultad de juzgar la que hace posible que los seres humanos se
reconcilien con su pasado, asuman la responsabilidad de comprender, de hacer
inteligibles y de otorgar sentido a los acontecimientos que les conciernen.
Al respecto afirma Beiner:
El juicio,
pues, nos ayuda a dar sentido, a hacer humanamente inteligibles los
acontecimientos, que de otra forma, carecerían de él. La facultad de juzgar
está al servicio de la inteligibilidad humana- la misma función que Arendt
asigna a la narración de las grandes acciones en un relato- y el hecho de
conferir inteligibilidad es el sentido de la política. […] Juzgar una situación
verdaderamente humana es aceptar la potencial tragedia presente en las
circunstancias en las que se ejerce y se lleva a su límite la responsabilidad
humana. Esto ayuda a explicar por qué Arendt asocia la facultad de juzgar con
el sentido de la dignidad humana. (Beiner, 2003, pp. 175-176)
Se
puede afirmar entonces, que, desde la perspectiva arendtiana, sin los juicios
el mundo se torna ininteligible y la existencia humana carece de sentido y de
orientación. Por esta razón y tras haber constatado el derrumbe de los
principios éticos fundamentales de la civilización occidental, Arendt considera
de fundamental importancia desarrollar una teoría del juicio que culmine y
resuelva las perplejidades del pensamiento y de la voluntad. Para ello vuelve
su mirada hacia el análisis del gusto realizado por Kant en su tercera crítica,
en la que encuentra los conceptos de comunicación, acuerdo intersubjetivo y
juicio compartido, en los que sustenta su camino de reconstrucción de los
horizontes morales con los que los seres humanos pueden ejercitar su facultad
de juzgar, de distinguir lo bueno y lo bello, y de superar el grave riesgo de
la indiferencia y la abstención que disminuye su capacidad crítica y su
inclinación a evadir responsabilidades.
El impasse que Arendt espera superar
mediante el juicio es un punto de llegada caracterizado por la incierta
capacidad de algo tan contingente y efímero como la facultad de la voluntad
para proporcionar el sostén de la libertad humana. El punto al que arriban las reflexiones
de la segunda parte de La vida del espíritu, es el reconocimiento de que
la voluntad, en su radical contingencia, no ofrece una respuesta que sea capaz
de sostener la libertad. En el mencionado impasse
la idea de haber nacido para la libertad está asociada al “ser condenados” a
ser libres, mientras que el juicio abre la posibilidad de experimentar un
sentimiento de placer positivo en la contingencia de lo particular, mediante
los relatos retrospectivos de lo que acontece.
Y como estas narraciones son efectuadas por el
espectador, es relevante preguntarse por su “lugar” en la teoría arendtiana del
juicio. En la novena conferencia sobre la filosofía política de Kant dice
Arendt: “En el contexto de la Revolución francesa a Kant le parecía que la
perspectiva del espectador era portadora del sentido último del acontecimiento,
aunque no pudiera extraerse de ella ninguna máxima para la acción.” (Arendt, 2003,
p. 99)
Y en la
undécima conferencia:
Descubrimos
para nuestra sorpresa que el espectador tenía la primacía: lo importante de la
Revolución Francesa aquello que la convirtió en un acontecimiento de la
historia del mundo, un fenómeno inolvidable, no fueron las acciones gloriosas o
los errores de los actores, sino las opiniones y el aplauso de los
espectadores, de las personas que no estaban implicadas en el acontecimiento.
(Arendt, 2003, p. 122)
En
línea con la valoración kantiana de la posición del espectador, Arendt
considera que, por no estar implicado en los hechos y mantener la distancia
desinteresada de quien no participa, el espectador puede ver las cosas más
importantes y descubrir el sentido del curso de los acontecimientos que, sin
embargo, es ignorado por los actores. Es el espectador quien posee la capacidad
de juzgar de manera retrospectiva las secuelas y el significado de los
acontecimientos para las generaciones futuras. Solo el espectador ocupa una
posición que le permite una visión imparcial y abarcativa del conjunto,
mientras que, al tener que representar un papel en la obra, la mirada del actor
es inevitablemente parcial. La emisión de juicios exige no estar directamente
implicado en los acontecimientos, esto es: “[…] retirarse de toda participación
directa para situarse en una posición más allá del juego es una conditio sine qua non de todo juicio.”
(Arendt, 2003, p. 105) Sin embargo, el retiro del espectador no implica -para
Arendt- escapar de los asuntos humanos que son siempre contingentes para
emprender la búsqueda del reino de las verdades necesarias, sino adoptar la
perspectiva general e imparcial de un juez que es capaz de valorar y conferir
significado a lo singular y particular en relación con la totalidad del devenir
de los acontecimientos del género humano y su sentido. El espectador es quien
está en situación de “ver el todo que confiere sentido a las cosas
particulares.” (Arendt, 2003, p. 127)
Ahora
bien, en la analogía de la facultad de juzgar con el sentido del gusto que
juzga y decide sobre las obras de arte contenida en la tercera crítica
kantiana, Arendt observa que, así como la comunicabilidad es la conditio sine qua non de los objetos
bellos pues sin el juicio de los espectadores estos objetos no podrían
aparecer, también lo es respecto de la facultad de juzgar los asuntos humanos.
La facultad mental que discierne entre lo correcto y lo incorrecto, del mismo
modo que el sentido del gusto, exige la comunicabilidad con los demás
espectadores. Al respecto afirma Arendt: “Los espectadores existen solo en
plural. El espectador no está implicado en la acción pero siempre está
estrechamente complicado con los otros espectadores” (Arendt, 2003, p. 119)
El
fenómeno mental del juicio se deriva del sentido del gusto, que es, a la vez,
su vehículo, porque es un sentido discriminatorio por su misma naturaleza y se
relaciona con lo particular qua
particular, asemejándose con el olfato y diferenciándose de los sentidos
objetivos de la vista, el oído y el tacto cuyos objetos no son únicos porque
comparten sus propiedades con otros objetos. El agrado o desagrado distintivos
del gusto y el olfato tienen carácter inmediato, es decir que están presentes
sin mediación del pensamiento o la reflexión. Son sentidos subjetivos e
interiores que afectan directamente a quien huele o saborea, por lo que no es
pertinente discernir acerca de la verdad o falsedad de lo que a cada uno le
gusta o disgusta. Y es, precisamente, el hecho de que las cuestiones de gusto
no son comunicables el elemento sorprendente que perturba el sostenimiento de
su analogía con la facultad de juzgar. Siempre en el marco de su hermenéutica
de la tercera crítica kantiana, Arendt encuentra la solución de estos enigmas
en las facultades de la imaginación y
el sentido común.
La
imaginación es la facultad que hace posible hacer presente lo ausente. De este
modo, lo que agrada al sentido del gusto es interiorizado por la imaginación y
representado como algo bello.
Entonces, el placer que concierne al juicio estético no corresponde a una
gratificación inmediata, sino que es un placer mediado o de segundo orden, que
procede de la reflexión. Lo que agrada o desagrada procede de algo que afecta
por estar inmediatamente presente, mientras que “lo bello place en la
representación, puesto que la imaginación lo ha preparado de forma que yo ahora
puedo reflexionar sobre ello.” (Arendt, 2003, p. 124). De esta manera, mediante
la representación efectuada por la imaginación, se puede alcanzar el
distanciamiento y el desinterés requeridos para establecer las condiciones de
imparcialidad, y lo que es representado puede ser juzgado como bello o feo,
bueno o malo, importante o irrelevante. Es decir que, lo que agrada o desagrada
en la percepción es representado y por ello puede ser juzgado. La imaginación
es, entonces, la facultad mediadora entre el sentido del gusto y la facultad
mental del juicio. “Esta operación de la imaginación prepara el objeto para la
‘operación de la reflexión’. Y esta segunda operación – la operación de la
reflexión- es la auténtica actividad de juzgar algo” (Arendt, 2003, p. 127)
Por
otra parte, a través del sentido común,
el carácter privado y subjetivo que caracteriza el sentido del gusto se torna
intersubjetivo. Como los individuos humanos viven en compañía de otros y el
punto de vista de los demás es una referencia constante de sus gustos y
preferencias, juzgan como miembros de su comunidad. Se pueden reconocer dos
operaciones mentales en el juicio, en primer lugar, la de la imaginación en la
que se juzgan objetos que no están presentes y se instaura la condición de
imparcialidad del espectador, y en segundo término, la operación de la
reflexión que aprueba o desaprueba lo que agrada o desagrada en primera
instancia al sentido del gusto. Así lo presenta Arendt al comienzo de la
decimotercera Conferencia sobre la filosofía política de Kant:
El
me-agrada-o-me-desagrada, que como sentimiento parece ser tan radicalmente
privado e incomunicable, está enraizado en el sentido comunitario y, por tanto,
abierto a la comunicación una vez transformado por la reflexión, que toma en
consideración a los demás y sus sentimientos. (Arendt, 2003, p. 133)
El
criterio que adopta la operación de la reflexión para la aprobación o
desaprobación a posteriori en la que juzga algo como placentero o causante del
displacer es la comunicabilidad y es el sentido común el que procede al
discernimiento sobre este criterio como facultad de juzgar que tiene en cuenta
la perspectiva de los demás, comparando su juicio con los posibles juicios de
los otros y poniéndose en su lugar, para que sea atinente al punto de vista
general de la razón total humana. Arendt asume como propia la alusión kantiana
al término latino sensus communis como
facultad mental que capacita a los seres humanos para integrarse en una
comunidad, y que es el sentido distintivo de lo humano porque de él depende la
comunicación.
El
sentido común es, entonces, el sentido comunitario que permite ampliar la
propia mentalidad, esto es, alcanzar la mentalidad
amplia que caracteriza los juicios correctos, y que solo se logra por ser
capaces de pensar desde el punto de vista del otro. Esto significa que, puesto
que todos los sujetos humanos poseen las facultades de la imaginación y de la
reflexión, es razonable solicitar su aprobación, lo cual no quiere decir que se
pueda esperar que los demás quieran efectivamente coincidir con el juicio
emitido, sino que deberían hacerlo si se liberaran de los prejuicios y
consideraran el objeto desde otros puntos de vista. A propósito de los
planteamientos de Arendt acerca de la mentalidad amplia afirman Botero y Leal:
[…] el
ejercicio del pensar no solamente implica liberarnos de nuestros prejuicios,
para juzgar los acontecimientos en su particularidad; sino que además esta
capacidad de juzgar debe tomar como punto de partida un pensamiento
extensivo o una mentalidad amplia que permita construir un juicio
imparcial y objetivo. Y, por último, garantizar una coherencia ética entre lo
que se piensa, lo que se juzga y lo que se hace. Cuando esta coherencia ética
se convierte en una destreza o un hábito, emerge un modo de ser o carácter que
ilumina el sentido de la acción. (Botero y Leal, 2017, p. 116)
Llegados
a este punto, es oportuno abordar la articulación entre lo particular y lo
general que es una cuestión central en la teoría arendtiana del juicio y que es
tratado de modo recurrente en los análisis de la filosofía política de Kant,
particularmente en la segunda, séptima y decimotercera conferencia. (Cfr.
Arendt, 2003, pp. 33, 85 y 140). La definición del juicio como la facultad que
se ocupa de pensar lo particular revela que en ella se combinan lo general y lo
particular, dado que pensar es generalizar. Según los modos en que se produce
esta combinación se pueden distinguir dos tipos de juicio: a) los juicios determinantes, que se
caracterizan por subsumir lo particular en lo general que está dado como regla,
principio o ley, y b) los juicios
reflexionantes, que son aquellos en los que solo es dado lo particular, y
lo general es “derivado” de lo particular, o “encontrado” desde lo particular.
Este modo de juzgar posibilita ascender a horizontes generales a partir de
circunstancias concretas de la existencia colectiva.
Daniel
Mundo se refiere en los siguientes términos a los rasgos que caracterizan a los
juicios reflexionantes:
El
juicio aquí, ya no es un ejercicio lógico ni un camino de conocimiento; compete
más bien a la facultad práctica, a la sensibilidad, desde el momento que nos
ayuda a orientarnos por el mundo, a darle un sentido experiencial a los que
afecta y conmociona, sin reducirlo a concepto. […] En lugar de partir de un
universal o una ley para comprender lo particular, el juicio reflexionante
parte de lo singular, no para arribar al establecimiento de una norma, ni para
llegar a una síntesis concluyente, sino para descubrir en ese mismo
acontecimiento singular, la manifestación de lo universal. (Mundo, 2003, p. 200-201)
En
el mismo sentido afirma María Pía Lara que para comprender los problemas
relacionados con la crueldad humana que pertenecen al paradigma del mal “Sólo
al hallar formas expresivas originales que describen determinadas acciones
podemos, luego, esbozar un concepto general para describir una atrocidad
histórica” (Lara, 2009, p. 28)
Para
Simona Forti, la racionalidad de los juicios reflexivos sustentada en los
principios de la pluralidad y del ser-junto-y-con-otros constituyen un
paradigma sustitutivo de la racionalidad metafísica basada en el principio de
identidad del estar consigo mismo. (Cfr. Forti, 1996, p. 406)
Los
juicios reflexionantes se nutren de la riqueza fenoménica de las apariencias
para lograr una generalización que reconozca e incluya la diversidad de lo
particular; a través de estos juicios se puede comprender lo universal gracias
a la experiencia de sucesos particulares. Para hacer posible este procedimiento
que caracteriza a los juicios reflexionantes se requiere un término que esté
relacionado con los distintos particulares pero que, a la vez, sea distinto de
ellos: un tertium comparationis. Como
alternativas para resolver el problema de pensar lo general desde lo
particular, Kant presenta un primer camino que consiste en referir los
particulares a la idea de un “pacto originario” de la humanidad, que es
constituyente de lo específicamente humano y fundante de la idea de humanidad;
y en segundo término, la solución de la validez
ejemplar, a la que Arendt considera con creces la más acertada.
Acerca
de la relevancia de la idea de validez ejemplar en la teoría arendtiana del
juicio, afirma Beiner en su presentación del apartado referido a la Imaginación de los apuntes del Seminario
sobre la Crítica del Juicio de Kant impartido por Arendt en 1970:
La noción
de “validez ejemplar” resulta de
capital importancia ya que sirve de base para una concepción de la ciencia
política centrada en los particulares (las
narraciones [stories], los ejemplos históricos) y no en los universales (el concepto de proceso histórico, las leyes generales
de la historia [history]). La
referencia a Kant conduce al hecho de que los ejemplos operan respecto del
juicio del mismo modo que los esquemas en relación con el conocimiento.
(Beiner, 2003, p. 143)
Si entonces, los ejemplos son al juicio lo que
los esquemas al conocimiento, se requiere comprender la función de la
imaginación en el esquematismo de los conceptos puros del entendimiento de la Crítica de la razón pura, puesto que es
la facultad que aporta los esquemas al conocimiento y los ejemplos al juicio.
Para Kant, la imaginación es la facultad de hacer presente aquello que está
ausente y tiene la función de interrelacionar, de establecer una conexión entre
las intuiciones de la sensibilidad y
los conceptos del entendimiento, es
la raíz común de estas dos facultades cognoscitivas. Este “enlace” entre lo
particular y lo general es realizado por la imaginación a través de los
esquemas, que resultan de una especie de “temporalización” de las categorías.
Estos esquemas, que solo existen en el pensamiento, no son, sin embargo, un
producto del pensamiento, no proceden de la sensibilidad, ni son abstraídos de
los datos sensibles, sino un producto de la capacidad empírica de la
imaginación productiva, un producto de la facultad imaginativa pura a priori, de su capacidad de esquematizar. (Arendt, 2003, p. 149) Los esquemas hacen posible que los
particulares sean cognoscibles y comunicables.
Los
ejemplos son algo análogo a los esquemas, y cumplen en relación con los juicios
la misma función que éstos tienen en sus vínculos con el conocimiento, por lo
que Kant los califica como “las andaderas del juicio”. Al focalizar la atención
a lo particular que presenta las características de lo ejemplar, quien juzga
puede descubrir lo universal sin que esto signifique reducir lo particular a lo
universal: “El ejemplo es lo particular que contiene en sí, o se supone que
contiene, un concepto o regla general” (Arendt, 2003, p. 152) Si en el contexto
cultural de los griegos se menciona la valentía, en las profundidades de las
mentes humanas emergerá el ejemplo de Aquiles, y si en Occidente se menciona la
bondad surgirán los ejemplos de Francisco de Asís o de Jesús de Nazaret. Se podría
conjeturar, en línea con estas ideas, que el comportamiento y juicio
responsables evocan en el fondo de la mente de los hombres del siglo XX que han
vivido o conocido posteriormente la experiencia del fenómeno totalitario los
ejemplos del sargento Anton Schmidt, de los hermanos Sophie y Hans Scholl,
Alexander Schmorell, Christoph Probst, Wlli Graf, del profesor Kart Huber, de
Maximiliano Kolbe o del pueblo danés.[2]
La
“rehabilitación ontológica de lo singular” y el rescate del “descrédito
ontológico” de lo particular ( Cfr. Forti, 1996, p. 398), considerados en el
primer apartado de este trabajo, se lleva a cabo de manera preferencial
mediante la valoración de los ejemplos de algunas personas que en
circunstancias históricas concretas actuaron de tal modo que indican que
sus comportamientos son moralmente buenos y justos para todos, y por lo tanto,
se constituyen en criterios orientadores de la acción que poseen validez
intersubjetiva en el reino de los asuntos humanos. Los ejemplos señalan un
camino para afrontar situaciones prácticas concretas, según las pautas del
sentido común.
Al
respecto sostienen Botero y Leal que, aunque desde el punto de vista de Arendt
no existen reglas o esquemas previos que permiten determinar de antemano qué es
lo bello, lo feo, lo bueno, lo malo, lo justo y lo injusto; sin embargo,
podemos
encontrar casos o instancias particulares que manifiesten la belleza, la
justicia, la bondad. Estos casos son ejemplos que revelan una generalidad. El
ejemplo hace inteligible el concepto. En la medida en que el ejemplo tiene esta
capacidad de iluminar un concepto, adquiere una validez ejemplar. (Botero y
Leal, 2017, p. 101)
Aunque
en primera instancia, el ejemplo represente una solución vinculada a una
circunstancia particular y concreta, posee una fuerza normativa capaz de
proponer horizontes de validez universal en razón de su potencia y atracción,
de índole preferentemente retórico-persuasiva, más que lógico-demostrativa
(Cfr. Castro Hernández, 2020) La validez normativa de los ejemplos no deviene
de una inducción completa, sino de su constituirse en el efectivo cumplimiento
de los valores universales, y de convertirse en “faros”, “puntos de referencia”
o “mojones”, en los que el sentido común puede reconocer en los hechos
concretos de la realidad, una correspondencia con exigencias fundamentales de
justicia, verdad y bondad constitutivas de todos los seres humanos. En razón de
esta correspondencia vital e intuitiva emerge el deseo y el ideal de
asemejarse, o mejor aún de ensimismarse con las personas o las acciones que son
reconocidas como ejemplos.
María
Pía Lara subraya que “El juicio reflexionante que hizo Arendt también tuvo el
mérito de mostrarnos lo que significa un ejemplar negativo personificado
en un agente que carece de profundidad moral” (Lara, M. P., 1999, p. 99). Esta
autora indica que, a diferencia de la ejemplaridad positiva que propone el
modelo moral kantiano de lo bueno “Arendt nos aporta la idea de que el juicio
reflexionante se puede utilizar de mejor manera cuando se concentra en figuras
concretas para ejemplificar el mal” (Lara, M. P., 2009, p. 41)
De
cualquier manera, el criterio de discernimiento moral fundado en la
ejemplaridad tanto en sus significados positivo como negativo, no es puramente
formal y no posee la pretensión de constituirse en norma incondicional y
obligatoria para todos los seres humanos independientemente de las
circunstancias en las que realizan sus acciones. Tampoco circunscribe su
validez a cada hecho particular replegándose en una moral de situaciones
equivalente o muy próxima al relativismo ético en el que cualquier comportamiento
puede ser justificado y que concluye convalidando la imposición de la voluntad
de los poderosos sobre los débiles. La ejemplaridad reúne en un
particular-concreto el “contenido” que se ha constatado y reconocido como
éticamente valioso, y la “formalidad” de elevarse como criterio modélico de
todas las acciones humanas. Es, al mismo tiempo, una moralidad de contenidos
(particulares) y de las formas (universales). Se podrá objetar que esta
perspectiva de la ejemplaridad como criterio de discernimiento moral, ha
procedido a licuar la exigencia incondicional y absoluta que caracteriza a las
posiciones que juzgan las acciones particulares de los seres humanos a partir
de normas morales universalmente válidas para todos los casos y todas las
circunstancias. Sin embargo, la descripción y el análisis realizado por Arendt
acerca del derrumbe moral acontecido en el siglo XX, presentados en segundo
apartado de este trabajo, ha mostrado con claridad que estas normas ya no son
reconocidas como tales ni orientan la existencia. Y aunque, a primera vista
pareciera que el postulado de la ejemplaridad ha disminuido la altura de la
exigencia en la que se coloca el criterio de la moralidad, en realidad se trata
de una propuesta acorde a una época en la que los hechos tienen mayores
posibilidades de credibilidad que las teorías y las argumentaciones,
especialmente si en la realidad cotidiana se vive en sentido opuesto a sus
postulados.
La
conocida expresión “postes indicadores” de la existencia humana elegida por
Arendt para designar a los ejemplos (Cfr. Arendt, 2007, p. 199) permite
comprender que la función de la ejemplaridad en relación a las acciones humanas
es regulativa, es decir que en ella prevalece el carácter atractivo
sobre el prescriptivo, y ello incrementa significativamente su potencia
persuasiva. La función regulativa implica que los ejemplos constituyen el
criterio de discernimiento moral con el que las acciones deben “medirse”, y
que, por tratarse de parámetros de elevada exigencia, tensionan la vida hacia
su plenitud, impiden que los hombres aquieten su deseo de bien y felicidad
absolutos y se detengan en valores de menor estatura. Por otra parte,
considerando que los ejemplos son acciones realizadas por personas reales y no
simples expresiones de deseo o modelos inalcanzables, su función regulativa
también implica la viabilidad existencial de actuar de manera similar, de
secundarlos, de aproximarse al ideal encarnado que representan.
En su
informe sobre el juicio a Eichmann, Arendt relata que los testigos de los
hechos que sucedieron durante la dominación totalitaria narraron innumerables
historias de horror, crueldad y sufrimiento, pero la valía de los testimonios
no se circunscribió a visibilizar la salvaje brutalidad de los nazis, sino que
también radicó en rescatar del silencioso anonimato a quienes salvaguardaron la
dignidad humana en situaciones de extremo riesgo. Arendt destaca las
declaraciones del testigo Abba Kovner que en un momento del juicio de Jerusalén
relató la ayuda que le había prestado el sargento Anton Schmidt, quien
sobresale entre las escasas historias de alemanes que tuvieron lucidez de
juicio moral y valentía para obrar conforme a su conciencia moral. Arendt se
refiere a los escasos minutos del relato de Kovner con estas palabras:
Y en el
transcurso de estos dos minutos, que fueron como una súbita claridad surgida en medio de impenetrables tinieblas, un
solo pensamiento destacaba sobre los demás, un pensamiento irrefutable, fuera
de toda duda: cuán distinto hubiera sido todo en esta sala de audiencia,
en Israel, en Alemania, en toda Europa, quizá en todo el mundo, si se hubieran podido contar más historias
como aquella. (Arendt, 2004, p. 337 cursiva propia)
En la expresión “cuán
distinto hubiera sido todo …en todo el mundo” Arendt indica que las historias
reales como las de Schmidt revisten una
ejemplaridad de inmenso valor moral para la orientación de la existencia
humana, porque de ella se deriva que todo podría haber acontecido de otro modo
no solo en el pasado, sino que presupone la proyección en el tiempo de la
potencia transformadora de la multiplicación de personas que deciden actuar de
manera similar a quienes reconocen como ejemplos. La ejemplaridad de las
personas que encarnan en su vida aquello que es valioso y bueno para todos los
hombres deviene un tesoro de extraordinaria relevancia para el presente y el
futuro del mundo.
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[1] El presente
trabajo fue desarrollado en el marco del Proyecto de Investigación “La validez ejemplar como criterio de discernimiento moral en el
pensamiento de Hannah Arendt” aprobado por Res. N° 7378 del Consejo Superior de
la Universidad Católica de Santa Fe, en el que, además de la autora, participa
Renata Fornillo como becaria de investigación.
[2] Los comportamientos de las personas
mencionadas se constituyeron en ejemplos con potencialidad de incidir en los
criterios de juicio de la sociedad en la medida en que fueron narrados por
testigos, conocidos y valorados por las generaciones posteriores a los actores
que protagonizaron las acciones ejemplares.
Botero y Leal
destacan que los numerosos ejemplos que presenta Arendt en Eichmann en
Jerusalén pusieron de manifiesto la relevancia de los juicios
reflexionantes en relación con la capacidad de distinguir el bien del mal, aún
en contextos que propician la maldad. Se refieren a los casos de un artesano
que renunció a ser un exitoso empresario si ingresaba al partido nazi, a la
negativa de Karl Jaspers de hacer juramento a Hitler, a los ciudadanos alemanes
que hicieron posible la huída de judios, a los jóvenes campesinos que pagaron
con su vida la decision de no alistarse en las S.S., y al movimiento “La rosa
blanca” liderado por los hermanos Scholl. (Botero y Leal, 2017, pp. 112-113)