Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 28 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza / 2025 /
Hatred,
Democracy, and Law:
Universidad de Alicante, España
Recibido: 22-07-2024
Aceptado: 15-02-2025
Resumen.
Palabras clave: odio, ira, democracia
sustantiva, Derecho, derechos humanos.
Abstract.
Keywords: hatred, anger, substantive democracy, law,
human rights.
Es un tópico de nuestros días sostener que
la democracia –en su sentido sustantivo de vida compartida, racional y
razonable, garante de los derechos humanos— está en riesgo. Se suelen aducir, como
una de sus causas posibles, el rol que juega la mediación tecnológico-digital
en el deterioro democrático (Han, 2022)[2]. Dicha mediación contribuye a la formación de individuos acríticos
azuzados por “cámaras de eco” que reproducen sus prejuicios ideológicos. Otra
causa que se aduce es el fenómeno político del populismo (Illouz 2023), dado
que sus discursos y prácticas construyen alteridades distorsionadas que
estimulan el odio y la polarización, obturando todo diálogo posible. Independientemente
de la causa o causas de este fenómeno de crisis, considero que la democracia
sigue siendo un ideal valioso con el que organizar la vida en común y al que
orientar nuestros esfuerzos cooperativos.
Es en ese marco en el que este trabajo
parte del siguiente truismo: el odio afecta la calidad de nuestras democracias,
en tanto que éstas dependen de un diálogo en el que se reconozca a los demás
como iguales y es precisamente eso lo que el odio niega. En Estados Unidos,
desde la década de 1990 se desarrolló el campo interdisciplinar de los estudios
sobre el odio, impulsado por la universidad jesuita Gonzaga y específicamente
por el Instituto de Acción contra el Odio, que lleva adelante una revista exclusivamente
dedicada al tema: The Journal of Hate Studies[3]. Pero el enfoque de este trabajo es ligeramente distinto, en
principio no está anclado en un contexto geográfico específico, sino más bien
en las democracias occidentales, término tan amplio que puede incluir desde
Argentina a Corea del Sur. En segundo lugar, porque el enfoque es más bien
filosófico-práctico en el sentido que desde Aristóteles se le da a esa
expresión, es decir, de los aspectos ligados a la filosofía moral, política y
jurídica. En tercer lugar, la pregunta que guía el artículo es ¿qué se puede
hacer con el odio en las sociedades democráticas para evitar que este las
destruya desde dentro?
Esta reflexión tiene una doble inspiración.
Por un lado, la experiencia del odio que se destila en redes sociales a diario,
basta con leer algunos comentarios de los principales periódicos online para
perder la esperanza en la humanidad. Por otro lado, la reflexión profunda de
uno de mis maestros, Guillermo Lariguet, en su ensayo El odio y la ira:
furias desatadas de la democracia actual publicado en 2023. Comparto las
motivaciones de Lariguet y parte de su diagnóstico, pero disiento de algunas de
sus tesis. Principalmente disiento de la división ideológica entre odio de
derecha e ira de izquierda y en la relativización del rol del Derecho en la
gestión del odio a favor de una posible transmutación spinoziana de esa emoción
en amor por medio de la experiencia moral.
Con la finalidad de discutir esas tesis y
responder a la pregunta guía, el artículo está estructurado en cuatro
secciones. En la primera se hace un breve resumen de las tesis de Lariguet; en
la segunda se recuperan algunas distinciones de filósofos que relativizan las
tesis de Lariguet; en la tercera se hace lo mismo con filósofos contemporáneos
y, finalmente, se hace una crítica general a sus tesis y se defiende que,
lamentablemente, hay que contar con el odio como una emoción humana
ineliminable de nuestras democracias y que el mejor antídoto para gestionar el
conflicto, de un modo respetuoso de la dignidad humana, incluso cuando no se
pueda dialogar con el otro, es el del Derecho del Estado constitucional y
democrático de Derecho[4].
“Nadie puede odiar y pretender,
a la vez,
que el odio sea una ley
universal de la humanidad”
Lariguet (2023, p. 81)
En un libro reciente titulado El odio y
la ira: furias desatadas en la democracia actual, el filósofo argentino
Guillermo Lariguet ofrece un ensayo motivado, por un lado, por una concepción
de la filosofía como praxis vital –al estilo de los antiguos filósofos
grecorromanos—. Según sus propias palabras: “los filósofos no nos podemos
sentar cómodamente a esperar” (2023, p. 31). Por otro lado, y al igual que
algunos de esos filósofos clásicos, escribe motivado por la preocupación en
torno al rol que juegan las emociones en la vida contemporánea de las personas
y en su accionar político.
Una biografía intelectual de Lariguet
encontrará que nuestro autor pasó de la filosofía jurídica a la filosofía moral [5] y desde un enfoque analítico a un enfoque más aperturista hacia lo
que los analíticos llaman “filosofía continental”. Si bien ese proceso comenzó
con libros como Cuando los filósofos políticos se equivocan (Lariguet,
2019), en El odio y la ira su compromiso con la praxis se ve aún
más pronunciado y su quiebre con la tradición analítica y su apertura a autores
más posmodernos es evidente.
Las principales tesis que sostiene en El
odio y la ira se pueden resumir en los siguientes cinco enunciados:
1.
Las democracias actuales conviven con
formas predemocráticas –homéricas— de emocionalidad, cuyo ejemplo más patente
es el del odio.
2.
La democracia se complementa mejor con
emociones templadas o serenas (Lariguet 2023, p. 24). Esto explica que los
autores que se enfocaron en ella, como los filósofos John Rawls o Martha
Nussbaum, hayan priorizado ese tipo de emociones serenas (por ejemplo, la
amistad cívica).
3.
El odio –relacionado con el miedo y el
asco proyectivo— es más dañino para la democracia que la ira –relacionada con
la injusticia y el deshonor—, aunque ambas se apoyan en el deseo de que otro
sufra un mal (Lariguet 2023, pp. 23, 26, 33).
4.
Mientras la derecha posfascista tiende
hacia el odio, la izquierda radicalizada tiende hacia la ira (Lariguet, 202, p.
35).
5.
La argumentación racional es
insuficiente para lidiar con el odio (Lariguet, 2023, p. 38).
El primer capítulo del libro está dedicado
a la definición del concepto de odio, subrayando los problemas que su
definición presenta y ofreciendo algunos ejemplos contemporáneos de esta
emoción en las democracias actuales. Lariguet (2023, p. 40) comienza aclarando
que no todas las manifestaciones de pasiones extremas están prohibidas por los
Estados, lo que será importante para la distinción conceptual –e ideológica—
que trazará entre odio e ira. Entre las condiciones que Lariguet distingue para
que se pueda dar la emoción del odio están: primero, la capacidad de sentir; segundo,
el deseo de hacer desaparecer a otro por ser como es –tal como lo define el
odiador en tanto que grupo—; tercero, la ausencia de culpa; cuarto, la intencionalidad
–goce en el mal— y, quinto, el empleo tanto de medios discursivos como no
discursivos. Con respecto al primer elemento considera que el odio es un sentimiento
separador entre las personas y al mismo tiempo empobrecedor del odiador
(Lariguet, 2023, p. 53). Se apoya en el lingüista estadounidense George Lakoff,
para asociar como un posible rasgo de aquellos que odian el haber tenido un
padre estricto o propugnar dicho modelo de parentalidad (Lariguet, 2023, 58).
Entre los ejemplos que el filósofo
argentino enumera de “furias desatadas” contemporáneas, tomados de noticias en
torno a los años 2016 y 2018, están: primero, el de los veganos radicales
franceses, que atentan contra establecimientos cárnicos; segundo, el de las
“chetas” –mujeres ricas argentinas— de Nordelta, que discriminan y segregan al
personal de servicio; tercero, el de los defensores de las consignas “nadie
menos” y “no te metas con mis hijos”; cuarto, el de los “pro-vidas”, que
rechazan el aborto y presionan y amenazan a médicos y pacientes que están por
realizar dicho procedimiento donde es reconocido como un derecho, y, quinto, el
de los aporófobos, que discriminan a las personas con ingresos escasos o nulos
o en términos más simples: que odian a los pobres. Esa serie de casos tan
diversos intenta mostrar que el odio y la furia aparecen en una amplia gama
ideológica y que atraviesan todos los estratos sociales de las sociedades
democráticas occidentales. No obstante, luego Lariguet cribará esos ejemplos,
procurando mostrar que algunos cuadran mejor con el concepto de odio y otros
con el de ira.
En el segundo capítulo aborda las
distinciones, problemas, ejemplos y definiciones de la emoción de la ira. Allí
sostiene que odio e ira comparten el deseo de dañar al otro (Lariguet, 2023, 105).
Si la compasión nos insta a compartir el dolor inmerecido de otros, la ira nos
insta a combatir la injusticia (Lariguet, 2023, p. 116). Ya Aristóteles había
distinguido el odio de la ira, y construyendo a partir de la perspectiva del
estagirita y de las de Lakoff, Sloterdijk y Nussbaum, Lariguet diferencia la
ira del odio. Principalmente las distingue porque atribuye a la primera un elemento
objetivo que le daría legitimidad frente al odio, en tanto que éste sería una
construcción subjetiva que alteraría la percepción de la realidad y que, por
tanto, empobrecería la existencia incluso del propio odiador.
Resumiendo someramente las diversas
distinciones defendidas por Lariguet se puede hacer el siguiente cuadro.
Siempre aclarando que Lariguet considera que estas nociones no son
completamente dicotómicas, sino que la ira muchas veces puede mutar en odio.
ODIO |
IRA |
Incompatible
con la democracia |
Compatible
con la democracia |
Miedo
y asco proyectivo |
Injusticia
y deshonra |
Asociado
a derecha posfascista |
Asociada
a izquierda radicalizada |
Modelo
de “padre estricto” (Lakoff) |
Modelo
de “padre atento” (Lakoff) |
“Con
mis hijos no te metas” |
“Ni
una menos” |
Contra
grupos (Aristóteles) |
Contra
individuos (Aristóteles) |
Aniquilación |
Retribución |
Interno
(fabricado por el odiador) |
Externo |
Lento
(Sloterdijk) |
Rápido
y espontáneo (Sloterdijk) |
Contra
toda la persona (Nussbaum) |
Contra
un acto (Nussbaum) |
Lariguet vuelve sobre los ejemplos
propuestos tratando de mostrar que tras las emociones negativas de la izquierda
radicalizada lo que se encuentra es ira y no odio, porque estas se asientan en
un sentimiento de injusticia que impulsa esa emoción y que, aunque no siempre
esté articulada, podría justificarla, mientras que el odio nunca estaría
justificado. Asimismo, y en relación con la quinta tesis que enumeramos –la de
la insuficiencia de la argumentación racional—, Lariguet defiende la
legitimidad de la protesta social, siguiendo a Judith Butler (Lariguet, 2023,
p. 119). Ambos la consideran no como un ámbito discursivo sino performativo,
frente al elitismo de posturas como las de Arendt y Nussbaum, dado que
reconocen que “…podemos tener creencias y emociones desarticuladas” (Lariguet,
2023, p. 120).
El tercer capítulo se titula “La democracia
frente al odio y la ira” y aquí insiste en la idea de que la ira no sólo es
compatible con la democracia, sino que es en parte necesaria. Asimismo, insta a
desjuridificar el problema del odio, acuñando lo que denomina la “falacia
juridicista” (Lariguet, 2023, p. 140), según la cual el Derecho es el epicentro
de todos los fenómenos sociales. “El Derecho, qué duda cabe, es muy importante,
pero su luz puede cegarnos al momento de escarbar en los fenómenos sociales de
la ira y el odio” (Lariguet, 2023, p. 144). Luego distingue entre varias
definiciones de democracia liberal. Primero, una fundada en un liberalismo del
miedo –defendida por la filósofa Judith Shklar— que pone el foco exclusivamente
en las libertades negativas. Segundo, una fundada en el liberalismo del amor –defendida
por Martha Nussbaum— y que pone el foco en el Estado de Derecho y en la
independencia de los poderes. Tercero, una definición de democracia liberal
apoyada en la idea de principios en un orden lexicográfico que, además de la
libertad, incluye a la igualdad –defendida por John Rawls—. Y, cuarto, una
definición apoyada en la idea de racionalidad reflexiva y deliberación pública –defendida
por Jürgen Habermas—.
En el cuarto capítulo, el filósofo
argentino sostiene que en todas sus facetas la democracia liberal está en
peligro, entre otras cosas por la erosión de la subjetividad que se manifiesta
como empobrecimiento de la capacidad racional y la proclividad hacia emociones
destructivas como el odio. Contrapone como posible solución el amor, “entendido
como preocupación sana por el bienestar de los otros” (Lariguet, 2023, p. 195)
y considera que la ira es su complemento porque “quien no siente ira por los
dolores del mundo, no ama realmente a los otros” (Lariguet, 2023, p. 226).
Como se verá más adelante, se considera que
la motivación del filósofo argentino es loable, pero algunas de sus tesis son
como mínimo controvertidas. Una primera forma de debilitar su conceptualización
del odio y la ira es recurrir a lo que han sostenido al respecto otros
filósofos en su intento de abordar esta emoción, que ellos también llamaron
afecto o pasión.
En su Retórica, del siglo IV a. C.,
Aristóteles hace una distinción entre el odio y la ira que se mantiene hasta
nuestros días, como bien da cuenta Lariguet. Para el estagirita la ira se
caracteriza por ser “un anhelo de venganza manifiesta, acompañado de pesar,
provocado por un menosprecio manifiesto contra uno mismo o contra algún
allegado, sin que el menosprecio estuviera justificado” (Aristóteles, 2002, p.
141, 1378a). Sobre la base de esa primera definición Aristóteles (1382a) hace
una serie de distinciones que serán útiles para comprender el planteo del autor
de El odio y la ira y que se pueden resumir brevemente en el siguiente
cuadro.
IRA |
ODIO |
Surge de lo que a uno lo afecta |
Surge de lo que afecta a uno y de lo que no |
Siempre se refiere a un individuo |
Se puede referir a todo un género |
Puede curarse con el tiempo |
Es incurable |
Impulsa a hacer sufrir |
Impulsa a hacer un mal mayor |
Manifiesta |
Oculto |
Va acompañada de pesar |
No va acompañado de pesar |
Conmovible |
Inconmovible |
Busca venganza |
Busca la aniquilación |
Ahora bien, entrada la modernidad dicha
distinción no necesariamente es aceptada por todos los filósofos. Por ejemplo,
en su Leviatán, de 1651, el inglés Thomas Hobbes lleva adelante una
especie de exhaustivo diccionario de las emociones y define al odio de modo
distinto. En tanto que autor empirista y nominalista, cuyo modelo es la
flamante ciencia moderna, describe a las emociones como movimientos a partir de
un par de conceptos positivo/negativo: por un lado, la noción de deseo y, por
otro lado, su contraria, la aversión. Para el autor inglés el deseo nos impulsa
a acercarnos hacia un cierto objeto, mientras que la aversión nos insta a
alejarnos de él. Esa distancia con el objeto es clave para Hobbes porque le
permite distinguir entre, por un lado, deseo y aversión, y por otro lado, amor
y odio. El primer par implica que el objeto de la emoción está ausente,
mientras que el segundo par se daría cuando el objeto está presente (Hobbes,
2021, p. 96). Así, el odio sería un movimiento de alejamiento del cuerpo ante
un cierto objeto. Hobbes distingue entre aversiones innatas y adquiridas,
reconociendo que las primeras son muy escasas y que la mayoría son del segundo
tipo, producto de la experiencia del sujeto con cosas que le han hecho daño. Es
interesante notar, para nuestro estudio posterior, la perspectiva que tiene
Hobbes (2021, p. 100) de la ira, a la cual considera como un “coraje
repentino”, donde coraje significa la esperanza de que se pueda evitar un
cierto daño. Así, el odio tiene que ver más con la aversión de algo presente,
mientras que el miedo se apoya en una opinión de un daño posible que el coraje
– y su forma repentina, la ira— confía en evitar.
En el mismo siglo, en su Ética
demostrada según el orden geométrico, de 1677, el filósofo judeo-neerlandés
Baruch Spinoza dedica una buena parte de su tratado a lo que él denomina
“afectos del alma humana”, entre los que el odio juega un rol destacado. Si en
Hobbes el par conceptual primitivo es el deseo y la aversión, en Spinoza lo
componen la alegría y la tristeza. Por lo cual define al odio como “una
tristeza acompañada por la idea de una causa exterior” (Espinosa,[6] 1980, p. 230) y a la tristeza como “el paso del hombre de una mayor
a una menor perfección” (p. 228), donde la perfección hace referencia a la
capacidad de obrar. El que odia “se esfuerza por apartar y destruir la cosa que
odia” (p. 183) y se puede odiar y amar a una misma cosa a la vez (p. 185).
Asimismo, del odio Spinoza deriva la indignación como “odio hacia alguien que
ha hecho mal a otro” (p. 232) y la ira como “deseo que nos incita, por odio, a
hacer mal a quien odiamos” (p. 238).
Dado el carácter altamente sistemático del
planteo spinoziano vale la pena enumerar las proposiciones más relevantes para
nuestro tema (se indica entre paréntesis la parte del libro):
(III)XXXV. “Si alguien imagina que la cosa
amada se une a otro con el mismo vínculo de amistad, o con uno más estrecho,
que aquel por el que él solo la poseía, será afectado de odio hacia la cosa
amada, y envidiará a ese otro” (p. 201).
(III)XXXVIII. “Si alguien comenzara a odiar
una cosa amada, de tal modo que su amor quede enteramente suprimido, por esa
causa la odiará más que si nunca la hubiera amado, y con un odio tanto mayor
cuanto mayor haya sido antes su amor” (p. 203).
(III)XXXIX. “El que odia a alguien se
esforzará en hacerle mal, a menos que tema que de ello se origine para él un
mal mayor…” (p. 204).
(III)XL. “Quien imagina que alguien lo
odia, y no cree haberle dado causa alguna para ello, lo odiará a su vez” (p. 206).
(III)XLIII. “El odio aumenta con un odio
recíproco, y puede, al contrario, ser destruido por el amor” (p. 208).
(III)XLIV. “El odio que es completamente
vencido por el amor, se trueca en amor; y ese amor es por ello más grande que
si el odio no lo hubiera precedido” (p. 209).
(IV)XLV. “El odio nunca puede ser bueno” (p.
289).
(V)XVIII. “Nadie puede odiar a Dios” (p. 345).
Los aspectos más interesantes a destacar
son los siguientes. En primer lugar, que para Spinoza, el odio es una
imperfección humana, es una reducción de su capacidad de obrar y, por tanto, es
siempre negativo. Dos límites para el odio son, por un lado, la idea de Dios,
puesto que si bien el amor y el odio se pueden transmutar con más fuerza de uno
en otro, para Spinoza es imposible unir la idea de tristeza a la de Dios y, por
consiguiente, eso imposibilita odiarlo. Por otro lado, en la Ética, Spinoza
asocia el bien a la utilidad, por lo tanto, el hombre libre –aquél que se guía
por la razón— siempre rehuirá el odio. Pero aún más interesante es la
proposición XXXIX, puesto que es compatible con el razonamiento prudencial que
limitaría la conducta del odiador en un Estado constitucional y democrático de
Derecho, donde la manifestación del odio de forma física conllevaría un mal
mayor para el odiador y, de ese modo, protegería a los ciudadanos objeto de su
odio, aunque no haga desaparecer esa emoción.
En el siglo siguiente, en su Tratado de
la naturaleza humana, de 1739, el filósofo escocés David Hume, considerado
actualmente pionero de muchas perspectivas filosóficas que relativizan el
aspecto racional del ser humano en favor del emocional (Schmitter, 2021),
también se refirió al odio. Hume comienza diciendo que dado que pasiones como
el amor y el odio producen una impresión simple son indefinibles. Si en Hobbes
se define al odio a partir del par deseo/aversión y en Spinoza a partir de
alegría/tristeza, Hume parte del par orgullo/humildad, pero no como emociones
primitivas –ese lugar lo ocupan el placer y el displacer—, sino más cercanas al
sujeto que las siente, dado que el objeto consciente de estas es el yo.
Mientras que amor y odio están dirigidas hacia algún ser sensible y externo de
cuyos pensamientos, acciones y sensaciones no somos conscientes (Hume, 1981,
pp. 511-512). Asimismo, el filósofo escocés distingue entre la causa del odio
–la cualidad operante— y el objeto del odio –el sujeto en que inhiere—. Odio y
humildad están conectados por la impresión desagradable en la sensación y se
diferencian en el objeto: se odia a los otros y se siente humilde uno mismo.
Entre las personas que pueden suscitar nuestra cólera y nuestro odio están
quienes nos ofenden o nos disgustan. Es interesante que Hume no distingue
tajantemente entre cólera y odio, porque considera que están unidos. El odio es
la pasión y la cólera es un sentimiento que conduce al deseo de la desgracia
ajena. Si bien Hume identifica el rol de la intención del odiado en la
generación de nuestro odio, considera que este es independiente de ella, dado
que odiamos a personas por sus cualidades, aunque estas no tengan la intención
de ofendernos o disgustarnos.
Finalmente, en su Teoría de los
sentimientos morales, de 1759, el filósofo moral y economista Adam Smith,
amigo de –e influido por— Hume, describe al odio como una pasión antisocial.
Smith apoya su teoría en la idea de simpatía como pasión compartida, pero de
menor intensidad. Por eso distingue entre el odiador y el odiado y considera
que puede sentirse simpatía por ambos, pero siempre con un límite. El
simpatizante nunca puede sentir la pasión destructiva en la misma medida que el
odiador, e incluso quien la experimente debe tener en cuenta los sentimientos
de aquellos que atestigüen sus manifestaciones de odio, aunque no sean ellos
mismos odiados. Tampoco puede simpatizar si el odiado, en lugar de soportar el
odio con fortaleza, se muestra pusilánime. Si bien, Smith reconoce una cierta
utilidad en esa pasión para la justicia y la equidad, considera que “El odio y
la ira son el mayor veneno para la felicidad de una mente buena” (Smith, 2022,
p. 99).
En las
conceptualizaciones de los cinco autores expuestos hay una serie constantes que
pueden identificarse para reconceptualizar desde la contemporaneidad la emoción
que interesa a este artículo. En primer lugar, el odio es una emoción muy
básica humana proyectada en un cierto individuo, que mueve al que la siente a
apartarse de dicho individuo o a procurar destruirlo. En segundo lugar, el odio
y la ira se conectan de diversos modos, si en Aristóteles la ira le sirve para
definir y distinguir al odio, en otros autores la ira aparece como una forma
del odio más repentina y dirigida hacia un cierto individuo, más que a un
colectivo. Finalmente, en tercer lugar, el odio, aunque una emoción humana
frecuente, es negativa para el ser humano en tanto que atenta contra su propio
desarrollo, lo que lleva al corolario de la necesidad de evitarlo o, al menos,
de contenerlo.
En
su conjunto y en relación con las distinciones de Lariguet, este recuento de
filósofos clásicos buscó subrayar el carácter estipulativo de la distinción
entre odio e ira, del mismo modo que lo hará el recuento posterior de autores
contemporáneos. Asimismo, también se buscó subrayar la cercanía del pensamiento
de Lariguet no sólo con Aristóteles, que postula dicha distinción odio/ira,
sino con Spinoza, al acentuar ambos el carácter destructivo del odio y su
posibilidad de transformarlo en amor.
Teniendo en cuenta que las perspectivas
filosóficas de la sección anterior son previas a los grandes fenómenos de odio
del siglo XX –principalmente las guerras mundiales, los genocidios y la
segregación racial— que marcan parte de nuestra sensibilidad hacia este tema,
vale la pena detenerse un poco más en las perspectivas de autores
contemporáneos. Por ejemplo, en un libro de 1967, titulado El odio en el
mundo actual [7],el periodista suizo Alfred A. Häsler
entrevistó a varios pensadores con la finalidad de comprender la violencia que
caracterizaba a su presente. Häsler introduce el tema citando pasajes en los
que autores como Frantz Fanon o Ernesto “Che” Guevara instaban explícitamente a
la violencia como una forma de emancipación y autoafirmación de los oprimidos.
Uno de los veintiún entrevistados fue el filósofo alemán Ernst Bloch, quien
procuró diferenciar el odio racial y la xenofobia del odio de clase,
considerando que si el primero se agota en la mera agresión, el segundo “tiene
fundamentación desde Espartaco a Marx y sus motivos son en parte elevados”
(Häsler, 1973, p. 14). Para Bloch cuando el odio está justificado en motivos
superiores se transforma en ira –lo que recuerda un poco al planteo
aristotélico seguido en parte por Lariguet— y esa ira es una fuerza
transformadora, en tanto que indignación por la violación de la dignidad humana[8]. Para Bloch el odio es “pálido, encogido, cobarde, pestífero”
(Häsler, 1973, p. 16), mientras que la ira es abierta, no es cauta sino
repentina e incluso puede ir contra los mismos intereses del iracundo. Para el
filósofo alemán al odio no hay que superarlo, sino que hay que eliminar los
motivos para su existencia. Con esto se refiere al odio justificado, a ese que
se transforma en ira, puesto que una sociedad más igualitaria erradicaría ese
tipo de odio. Aunque Bloch considera que no desaparecería del todo, puesto que
el instinto de agresión se desplazaría al ámbito sexual, es decir, perdurarían
los crímenes pasionales incluso en una sociedad económicamente más igualitaria.
En el mismo libro, otro filósofo alemán,
Herbert Marcuse, distingue entre odio reprobable y odio constructivo y entre
odio individual y odio colectivo. En general, Marcuse afirma que el odio
individual –especialmente centrado en las relaciones de pareja— está asociado
al odio reprobable, mientras que el odio colectivo es ambivalente. Para él
cuando el odio colectivo está orientado hacia objetos como la crueldad o hacia
los opresores, entonces es constructivo y cumple una función útil, en tanto que
motiva a una acción transformadora (Häsler, 1973, p. 126). Al igual que Bloch,
pero apoyándose explícitamente en el pensamiento de Sigmund Freud, Marcuse
sostiene que la agresión es un rasgo instintivo del ser humano y que, por
tanto, debe ser aprovechado en pos de causas justas. Para Marcuse el peligro radica
en que, cuando se desencadena esa agresión asociada al odio, es muy difícil
detenerla y le atribuye a la educación la tarea de encauzarla estrictamente
contra las formas de opresión.
Por su parte, casi medio siglo más tarde,
el filósofo francés André Glucksmann analiza varios ejemplos de odio
contemporáneo en su libro El discurso del odio[9], de 2004. Los tres ejemplos más
salientes que menciona son el antisemitismo, el antiamericanismo y la
misoginia. Asimismo, Glucksmann aclara, controvertidamente, que el antisionismo
no es otra cosa que un antisemitismo disfrazado y que los franceses son la
fuente del antiamericanismo en Europa. Además, dice que la misoginia es el más
antiguo de esos tres discursos y compara la misoginia musulmana con la de los
antiguos griegos, representada en las figuras de Helena y Pandora. Para el
filósofo francés el odiador que describe el libro es el terrorista islámico
–“la bomba humana”— y el intelectual europeo que lo defiende. Dice que los
palestinos se convirtieron en las víctimas por antonomasia, independientemente
de lo que hagan, “el palestino cristaliza todas las esperanzas de los
oprimidos” (Glucksmann, 2005, p. 77). Esto es por lo menos controvertido,
mientras escribo esto se discute si lo que ocurre actualmente en Palestina es
catalogable como crimen contra la humanidad o genocidio. El libro tiene una
ideología muy marcada que es difícil de compartir, además de estar aún bajo el
impacto del ataque a las Torres Gemelas.
No obstante, lo interesante de El
discurso del odio es lo que Glucksmann resume en siete “flores” del odio
que condensan las ideas de todo el libro. Primero, el odio existe y es la
“pasión por agredir y por aniquilar (…) un deseo de destruir por destruir”
(Glucksmann, 2005, p. 11). Segundo, el odio “se maquilla de ternura” (p. 263), en
el sentido de que son los ideales de pureza los que justifican la destrucción
del otro por impuro o diferente. Tercero, el odio “es insaciable” (p. 264), en
tanto que imagen distorsionada de la realidad nunca encuentra realmente a su
objeto, por lo cual continua la destrucción bajo la sospecha de que aún no ha
acabado con él. Cuarto, el odio “promete el paraíso” (p. 265), en tanto que
recuperación de una supuesta armonía previa que aseguraría la destrucción del
odiado. Quinto, el odio “pretende ser Dios creador” (ibid.), en tanto que
intento de controlar lo múltiple de nuestras sociedades plurales y complejas,
podando lo diferente. Sexto, el odio “ama a muerte” y ama la muerte, porque
fuerza a aquellos que son objeto de su amor que mueran y/o maten (p. 266). Y,
séptimo y último, “se nutre de su devoración” en el sentido de que el odio
genera odio y destruye al propio odiador. Concluye Gluskman que es “exactamente
lo contrario del buen sentido” (Glucksmann, 2005, p. 267). Esos siete rasgos
pueden resumirse en una única tesis glucksmanniana: existe un odio radical, es
decir, un odio injustificado e injustificable, que es el ejercicio de la
destrucción por la destrucción misma. Por lo cual, el mensaje final del libro
es que hay que volver al consejo que da Michel de Montaigne en sus Ensayos
y despojar al odio de todos sus disfraces para exponer su crueldad desnuda [10]. Traduciendo ese lenguaje un tanto poético a uno más llano, podría
decirse que lo que propugna Glucksmann es poner de manifiesto el carácter
injustificado de los discursos de odio. Esto se puede extender no sólo a los
tres casos que él identifica sino a otras formas de odio como podrían ser la
islamofobia, que es la otra cara extrema de los discursos que el francés
identifica.
Finalmente, en Contra el odio, libro
de la periodista alemana Carolin Emcke (2017), se analiza el caso de un
pueblo sajón, Clausnitz, en el que durante 2016 se suscita una violencia
inusitada contra refugiados musulmanes –mujeres y niños—. Emcke se esfuerza por
tratar de interpretar las razones motivadoras de ese odio, aunque este sea
injustificable. Al igual que Hobbes, considera que el odio –a diferencia del
miedo— necesita de la cercanía. Además, Emcke sostiene que lo que hace el
odiador es construir al otro como algo a la vez monstruoso –en tanto que
deformación de lo real— y a la vez invisible –en tanto que no se capta a la
persona real sino a la deformación del colectivo que el odiador construye en su
mente—. La periodista alemana considera que muchas veces, para esa construcción
de odio, se cae en discursos identitarios que entronan la idea de pureza y,
sobre ello, da algunos ejemplos contemporáneos: el caso de la violencia
sistémica contra los negros en los Estados Unidos y el de la violencia construida
a partir de un relato de pureza del Estado Islámico, inclusivo y excluyente a
la vez.
Para Emcke el remedio contra el odio radica
en ir contra la retórica que engendra esos discursos deformadores del otro,
defendiendo la pluralidad como condición de la libertad y la parresía como alzar
la voz para decir la verdad frente a la injusticia. En otras palabras, desde
una perspectiva ideológica distinta a la de Glucksmann sostiene algo similar:
la necesidad de desmontar las mentiras bajo las que se construye la alteridad
odiada.
A modo de conclusión de esta sección, puede
decirse que en estas reflexiones de fines del siglo XX y principios del XXI lo
que más interesa para el argumento que sigue son dos ideas. Por un lado, la
distinción entre un odio injustificado y un odio justificado en el marco de la
lucha política por la emancipación y la igualdad –que Lariguet llamaría “ira”
en lugar de odio—. Por otro lado, la tarea epistémica de develar la distorsión
que generan los discursos de odio, en tanto que dirigidos contra un colectivo
al que se atribuyen cualidades negativas, de un modo injustificado o exagerado,
generando temor en otros, estigmatizando a grupos y obturando la posibilidad
del diálogo necesario para la democracia.
Hecho el anterior relevamiento de algunas
perspectivas alternativas a la de Lariguet en torno al odio, ahora se puede
volver críticamente sobre las tesis de nuestro autor. Vale aclarar que planteos
como los del autor de El odio y la ira son bienintencionados, pero, es
altamente controvertido separar ideológicamente a la ira del odio, atribuyendo grosso
modo la ira a la izquierda radical y el odio a la derecha posfascista. En
primer lugar, porque tanto “izquierda” como “derecha” tienen múltiples
significados en política. Por ejemplo, en su libro El mito de la izquierda, el
filósofo español Gustavo Bueno (2006) distingue dos grandes grupos de la
izquierda, que subdivide en nueve géneros. Por un lado, el grupo de las
izquierdas definidas: la liberal, la libertaria, la socialdemócrata, la
comunista y la asiática y, por otro lado, el grupo de las izquierdas
indefinidas: la extravagante, la divagante y la fundamentalista. ¿Es la
izquierda a la que se le atribuye la ira, como emoción parcialmente
justificada, la que Bueno llama “radical” o la “fundamentalista”? Asimismo, si
hiciéramos lo mismo con las múltiples derechas que pueden entrar bajo el
adjetivo posfascista ¿serían todas atribuibles al odio –como forma de deseo de
destrucción a partir de una construcción imaginaria del otro—? Y si la ira
puede mutar en odio ¿cuándo la ira de la izquierda pasa a convertirse en el
odio de la derecha?
En general, como ya advirtieron varios de
los filósofos citados más arriba, cualquier deseo de destrucción del otro
tiende a ser reprensible, aunque en algún contexto como el de la guerra
defensiva pudiera estar justificado. Pero los ejemplos de Lariguet no son los
de la guerra, sino de los que surgen de distintas fragmentaciones y
polarizaciones nacionales en las democracias occidentales. Dado ese recorte
metodológico, lo más productivo es indagar en las razones que motivan el odio y
en la interpretación de las consignas –aunque poco articuladas— de aquellos que
lo manifiestan por medio de distintos discursos. En eso parecen ofrecer la
clave Montaigne, Glucksmann y Emcke, si esas razones están inarticuladas y son
profundamente irracionales y crueles, exhibirlas como tales, desmontarlas, es
una tarea importante para el control del odio e, idealmente, para su reducción
en nuestras democracias.
Es cierto que esa tarea de desarticulación
de los discursos de odio es especialmente difícil en la actualidad. Entre otras
cosas porque el espacio público es múltiple y predominan espacios semipúblicos,
como las redes sociales, en los que hay un control velado del discurso.
“Velado” porque ese control del discurso puede darse por medio de los dueños de
las plataformas que sirven de base a las redes sociales, con sus políticas de
censura, o, por medio de los algoritmos, que seleccionan gradualmente, a partir
de las preferencias ideológicas de las personas, los resultados más acordes a
ciertos patrones, ocultando gradualmente los discursos con los que el usuario
discrepa. Con excepción de los discursos extremos, puesto que estos tienen
muchísimas interacciones en las redes sociales, independientemente de que el
usuario manifieste o no su asentimiento. Sobre esa base, las virtudes
epistémicas son cada vez más importantes y deberían ser enseñadas desde la más
tierna edad: ¿cuál es la fuente de esta información? ¿qué grado de
verosimilitud tiene? ¿A quién le interesaría que esto fuera cierto? ¿Qué otras
fuentes la avalan? Hoy en día parece que el criterio de verosimilitud es la
cantidad de visualizaciones, pero eso es fácilmente manipulable por quienes
controlan las plataformas y por grupos de interés que puedan aprovecharse de
ellas.
Ahora
bien, coincido con Lariguet en que la dimensión argumentativa no agota la
gestión del odio. No obstante, soy un tanto escéptico con respecto a la
posibilidad de la eliminación del odio o de su transmutación en “amor” como
podrían esperar Spinoza o Nussbaum. Se remonta a Aristóteles la idea de que las
emociones cumplen una función y que no se trata de eliminarlas sino de tenerlas
en la justa medida, en la ocasión y la relación adecuada [11]. No obstante, me inclino más por estoicos como Séneca (1985, p.
172, vol. II), quien sostiene que cuando la razón está en funcionamiento es
menos probable que haya espacio para pasiones como el odio. Es decir, cuando
ejercemos una reflexión fría sobre el fenómeno en cuestión tomamos el
distanciamiento necesario para no dejarnos manipular por la cercanía artificial
del objeto distorsionado del odio.
Sin embargo, como han mostrado psicólogos y
científicos cognitivos, somos un animal que no es constantemente racional, sino
que nos guiamos por impulsos emocionales e intuiciones. Asimismo, como denunció
la Escuela de Frankfurt (Horkheimer y Adorno 1971) la razón también puede estar
al servicio de la destrucción del hombre por el hombre. Por lo cual, el camino
más provechoso probablemente no radique en esperar la transmutación del odio en
amor, que sería ideal, sino más bien que donde la posibilidad discursiva se
acabe tiene que entrar la fuerza del Estado de Derecho constitucional y
democrático como garante de los derechos humanos ante el odio irreductible. No
se puede mantener una discusión racional en busca de construir una convivencia
razonable con aquel que sólo quiere destruirte y no te reconoce como un
interlocutor.
Ahora bien, esto no quiere decir que la
argumentación desaparezca por completo, sino que entra como un elemento clave
en la gestión del odio y en la justificación de las herramientas de su control.
Por ejemplo, en el debate entre el discurso del odio –en el sentido más
restringido de hate speech— y la libertad de expresión: ¿cuánta
violencia verbal es compatible con la dignidad humana de aquel contra el que se
dirige dicha violencia? El equilibrio es difícil y probablemente requiera una
ponderación en cada contexto particular. No obstante, ya hay algunos criterios
que suelen surgir como el de si la violencia verbal es meramente insultante o
instiga al ejercicio de violencia física[12].
A continuación, propongo repasar las cinco
tesis de Lariguet a la luz de los esbozos para una filosofía del odio
enunciados en las secciones segunda y tercera de este artículo.
1.
Tesis del odio como emoción
predemocrática. Creo que en esto tiene razón Lariguet,
no obstante, el problema es que casi todas nuestras emociones son
predemocráticas. Quizá hablar de naturaleza humana sea un problema para algunas
perspectivas contemporáneas, pero podría emplearse un término más abierto como
el de “condición humana”. El odio, en tanto que emoción, parece formar parte de
la condición humana. Varios de los filósofos mencionados lo asocian con una
violencia instintiva, pero el aspecto particular del odio tiene que ver con que
es una construcción imaginaria del otro que canaliza dicha violencia. Cuando
los autores utópicos diseñaban sus ideales sociales, incluso ellos solían
contar con este rasgo humano, por eso se acuñó el término Hagnópolis, “ciudad
de santos”, para distinguirla de los ideales sociales asequibles [13]. Una
democracia sin odio iría más allá de la utopía y perseguir tal ideal estaría
condenado al fracaso. Lo que no quiere decir que haya que claudicar ante el
odio y sus manifestaciones, pero pretender que desaparezca o que se transforme
en amor es demasiado optimista, incluso hasta para un utópico.
2.
Tesis de las emociones templadas. En
esto también tiene razón Lariguet. Las emociones templadas, que podríamos
asociar a un ideal de moderación compatible con la amistad y el amor en el
sentido de filía y fraternidad, son claves para una democracia
sustantiva sana. Pensar la convivencia como una empresa cooperativa, que busca
nivelar hacia arriba las desigualdades de la sociedad, es ver la democracia
desde su mejor luz. Pero lamentablemente también hay que tener en cuenta que
este es un ideal muy frágil que siempre se ve amenazado por las “furias
desatadas” que estudia Lariguet. Algunos autores en filosofía del Derecho
sostienen que es el Estado de Derecho o imperio de la ley (rule of law)
el garante de que el poder se mantenga templado –tempered— (Postema
2022: 100). Pero, desde Platón en adelante, se ha denunciado la manipulación
que puede ejercerse en regímenes democráticos; el desafío está en cultivar las
emociones templadas al tiempo que se controlan las destempladas.
3.
Tesis de que el odio es peor que la
ira. También concedo a Lariguet que el odio, en tanto que
doblemente destructivo –para el odiado y el odiador—, es peor que la ira.
Además el odio parece prolongarse más en el tiempo, de forma más velada y, en
tanto que distorsivo de la realidad, hace más daño. Mientras que la ira es a
veces descrita como una reacción repentina. No obstante, en muchos casos es
difícil diferenciarlos. A veces se distingue la emoción del sentimiento por su
duración[14],
quizá si la emoción de la ira perdura mucho tiempo, más allá de aquello que la
motivó –una ofensa, una injusticia— se convierta en el odio como un
sentimiento, que no sólo perdura en el tiempo sino que se transforma en parte
del rasgo identitario de un cierto individuo y/o grupo. “Somos los X y odiamos
a los Y” es una estructura muy frecuente entre los aficionados a los deportes
masivos. Pienso sobre todo en el fútbol, pero también en las ideologías
extremas, donde Y puede ser cualquier colectivo lo suficientemente desdibujado
como para ser manejable sin demasiado esfuerzo intelectual.
4.
Tesis de la tendencia de la derecha
hacia el odio y de la izquierda hacia la ira. Si bien me
identifico más con la izquierda, creo que esta tesis es desafortunada por las
razones que aduje más arriba. En primer lugar, porque izquierda radical y
derecha posfascista puede interpretarse en muchos sentidos y, en segundo lugar,
sobre todo porque creo que la ira puede devenir en odio, como el propio
Lariguet reconoce. Entiendo que Lariguet quiere salvar la distinción porque la
indignación es parte de lo que moviliza a la denuncia de la distorsión de los
discursos del odio y, por ello, es imprescindible como motor de cambio. Pero
muchas causas fueron presentadas como razones para la ira que luego derivaron
en atrocidades contra la humanidad. Piénsese en el caso del nazismo, que abrevó
en el descontento de los alemanes con respecto a las condiciones
económico-políticas paupérrimas de la primera posguerra mundial. El límite es
muy peligroso y creo que la templanza de la que habla Lariguet en la tesis
anterior es, como en la metáfora platónica del auriga, la encargada de cuidar
que el caballo de la ira no cruce al campo del odio.
5.
Tesis de la insuficiencia de la
argumentación contra el odio. De nuevo, estoy de acuerdo con
Lariguet; no se puede argumentar contra aquel que no está dispuesto a escuchar
a los otros. Pero disiento de él en lo que llama la “falacia juridicista”.
Reconozco que el Derecho puede ser disfuncional y que parte del discurso de los
derechos no se plasma ni siquiera en las democracias occidentales. No obstante,
sigue siendo la mejor opción para lidiar con aquellos que eligen el camino de
la violencia. No todo ordenamiento jurídico es la receta contra el odio, sino
incluso –como atestigua la historia— hay muchos ordenamientos que están
construidos sobre esa misma base: el odio racial, por ejemplo. Sin embargo, el
ideal de Estado constitucional y democrático de Derecho intenta ofrecer un
modelo de gestión del conflicto que tenga en cuenta no sólo la dignidad del
odiado sino también la del odiador. Seguramente no se pueda eliminar el odio de
nuestras democracias, pero con las medidas jurídicas adecuadas –donde adecuadas
quiere decir aquellas fundadas en argumentos establecidos por medio de
discursos prácticos democráticos— se lo puede limitar lo suficiente como para
preservar nuestro ideal de democracia sustantiva.
Este trabajo comenzó inspirado en El
odio y la ira: furias desatadas en la democracia actual del filósofo
argentino Guillermo Lariguet, pero permitió hacer un repaso por algunas
perspectivas para una “filosofía del odio”. Coincido con Lariguet en que este
es un problema acuciante, pero como quedó en evidencia en las páginas
anteriores, discrepo en una buena parte de su propuesta de solución. Creo que
la solución más factible radica en emplear herramientas jurídicas para limitar
aquellos discursos de odio que instigan al uso de la violencia física contra
individuos y grupos.
Actualmente, las redes sociales se muestran
como un arma muy peligrosa con respecto a ello, puesto que el carácter ambiguo
que hace parecer que uno se expresa en privado, en el entorno del propio grupo,
cuando el mensaje puede tener un alcance impensado. Lo que comienza como una
broma de mal gusto puede terminar en violencia física por un desconocido o
grupo de desconocidos que se inspiraron en el texto. No obstante, creo que la
censura también es peligrosa. Sólo la encuentro justificada en los casos explícitos
de incitación a la violencia física. Para el resto, creo que una democracia
sana tiene que estimular la virtud de sus ciudadanos, en el uso de redes
sociales y en el consumo de contenidos digitales. Probablemente en tiempos de
la posverdad, la clave esté en el cultivo de un sano escepticismo frente a las
noticias exageradas y los discursos violentos, al tiempo que en el estímulo de
formas de convivencia y de cooperación asociadas a las emociones templadas.
En un reciente libro Michael Sandel, La
tiranía del mérito, consideraba –siguiendo a James Truslow Adams— que uno
de los espacios fértiles para el cultivo de esas emociones y el encuentro con
el otro son las bibliotecas públicas (Sandel, 2020, p. 290). Estoy
completamente de acuerdo, pero además debería ser no sólo ese, porque aquel que
se acerca a leer ya viene parcialmente atemperado. Todo espacio de interacción
social masivo debería ser un espacio para el ejercicio de esas emociones y
aquellos que ocupan lugares de prestigio e influencia tienen un especial deber
de dar el ejemplo.
Mientras escribo esto, un subsecretario de
deportes argentino ha sido despedido por considerar que los futbolistas
campeones de la Copa América deberían pedir disculpas por entonar cánticos
discriminatorios en materia étnica y sexual[15]. Quizá sea pedirle demasiado a un futbolista que sea un ejemplo
moral, además de deportivo, pero el modo en el que encuadramos los discursos de
las figuras que tienen mucha influencia condiciona la recepción de lo aceptable
y lo no aceptable en muchas personas. No propugno sanciones en este tipo de
casos, pero creo que el aplauso tampoco ayuda. Insisto en este ejemplo porque
permite ver de modo simple como se entremezcla lo deportivo masivo con lo
político. No creo que los futbolistas tuvieran realmente una intención racista
o tránsfoba, pero la reproducción masiva y acrítica de ese mensaje puede ser
dañina.
Creo que como dicen Gluksmann o Emcke,
mostrar el absurdo de burlarse del origen de los padres de un futbolista o de
sus preferencias sexuales en parte desactiva el discurso de odio. Pero estoy
con Lariguet en que eso es algo que no puede hacer el Derecho, sino una
ciudadanía activa y crítica. En resumen, eduquemos en virtudes morales y
epistémicas y donde ellas no alcancen que actúe el Derecho, justificado y
proporcional. Probablemente sea la única manera de preservar esa forma de
convivencia sana y constructiva que llamamos democracia.
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Licencia de uso: (CC BY-NC-SA 2.5
AR)
Derechos de autor ©
2025: Lucas E. Misseri
Declaración de
intereses
El declara que no existen conflictos de intereses
que puedan haber influido en los resultados o interpretaciones del presente
artículo.
[1] Agradezco a los editores de este número especial y a los revisores
del artículo. Ahora que puedo escribir libremente, sin temor de afectar el
doble ciego, quiero agradecer especialmente esta oportunidad porque considero
que Guillermo Lariguet, además de un gran amigo, es uno de los maestros de los
que más he aprendido y un mentor clave en una etapa difícil de mi vida. Me
llena de orgullo que los revisores me critiquen las críticas que le hago a él y
me insten a matizarlas en su favor. Pone de manifiesto, lo que en realidad ya
era obvio, que aún puedo seguir aprendiendo mucho de Guillermo, a pesar de la
gran distancia geográfica que nos separa.
[2] Lo que hoy ocurre con internet y las redes sociales ya había tenido
un antecedente en el rol de la televisión en la manipulación de la ciudadanía y
la erosión del pensamiento crítico, véase Sartori (2002), quien denunció esto a
finales de los noventa y antes que él, Langdon Winner (2008), a mediados de los
ochenta. Pienso puntualmente en los conceptos de homo videns y de
“sonámbulos tecnológicos” de ambos autores que suponen la merma de la capacidad
crítica frente a la tecnología de la información y la comunicación que nos
media. Lo notable es que no sólo no desapareció ese influjo de la televisión,
aunque sí mermó en favor de otras tecnologías. Pero aún perdura como una capa
más de influencia sobre la formación de opinión que cada vez más refleja lo que
ocurre en redes sociales.
[3] En el primer volumen, hay una bibliografía muy amplia sobre el tema
del odio, pero la misma está centrada exclusivamente en los desafíos de Estados
Unidos al respecto y no necesariamente desde un enfoque filosófico-conceptual
sino uno más pragmático de los problemas puntuales (Thweatt 2002). Para una
perspectiva filosófica es interesante el texto de Lanning (2012) sobre el
vínculo entre el irracionalismo y la propaganda de odio.
[4] Para el concepto general de Estado de Derecho, entendido como rule
of law, véase Postema (2022) y para una defensa del Estado constitucional
de Derecho, véase Aguiló (2021), especialmente los capítulos 1 y 4, titulados
respectivamente “En defensa del Estado constitucional de Derecho” y “Acordar y
debatir”.
[5] Véanse, por ejemplo, los primeros libros de nuestro autor dedicados
a problemas de teoría y filosofía del Derecho (Lariguet 2007 y 2008), frente a
las temáticas más ético-políticas del resto de su producción. Aunque por la
conexión que existe entre las tres grandes disciplinas de la filosofía práctica
–la moral, la política y la jurídica— el interés por el Derecho no desapareció,
sino que se enfocó en el aspecto moral, como atestigua un reciente libro suyo
al respecto (Lariguet, 2022).
[6] La edición que sigo de la obra de Spinoza insiste en recuperar el
que habría sido el apellido original de Baruch, por eso al referirme al autor
empleo la grafía con el que es mayormente conocido, pero al citarlo respeto el
apellido como aparece en la edición.
[7] El título del libro en realidad debería ser Convivir con el
odio: 21 conversaciones, más cercano a la tesis que se defiende en este
artículo, dado que el original alemán es Leben mit dem Hass: 21 Gespräche.
[8] Vale recordar que en su Derecho natural y dignidad humana, Bloch
(1980) construye el concepto de dignidad humana por oposición a la opresión.
Para la recepción de este concepto de dignidad humana en la filosofía del
Derecho actual, véase Atienza (2022).
[9] El título no remite a lo que en términos jurídicos suele
denominarse “discurso de odio” (hate speech) sino a un sentido más
amplio, del mismo modo que en un libro previo, de 1967, había hablado de El
discurso de la guerra. Sobre el discurso de odio en sentido jurídico, véase
Anderson y Barnes (2023) y, en español, véase, por ejemplo, Cueva Fernández
(2012).
[10] En una revisión rápida de los Ensayos no he encontrado que
el filósofo francés del siglo XVI haya abordado directamente el tema del odio.
El ensayo XXXI versa sobre la “cólera” y está motivado por el maltrato de
padres a hijos y por una anécdota de Plutarco. Sobre ella dice (Montaigne. 1968,
p. 336, vol. II): “La cólera es pasión que de sí misma se lisonjea y en sí
misma se complace. Muchas veces si estamos alterados por alguna falsía, nos
enfadamos contra la misma verdad y la inocencia misma”. No obstante, lo que le interesa especialmente
a Glucksmann es la denuncia que hace Montaigne de la crueldad en las guerras de
religión, en las que el odio y el apetito por la destrucción se revisten de
argumentos teológicos para ocasionar sufrimientos y torturas a otros.
[11] Puntualmente al hablar de la ira en la Ética a Nicómaco,
Aristóteles defiende la virtud de la mansedumbre como un punto intermedio entre
la irascibilidad y la incapacidad de sentir ira que describe a quien “se irrita
por las cosas debidas y con quien es debido, y además como y cuando y por el
tiempo debido” (Aristóteles, 2007, p. 93, 1125b).
[12] Uno de los revisores considera que este planteo es insuficiente
porque no aborda el carácter contraproducente de la sanción jurídica en la
gestión del odio, tanto para el odiador como para el odiado. Pareciera
veladamente insistir en el planteo de Lariguet de la transmutación del odio en
amor. Pero el punto que defiendo es que esa expectativa es desmedida, que hay
que contar con que esa emoción humana pueda ser irreductible y, por tanto, no
se trata de hacerla desaparecer sino de evitar que llegue a sus extremos más
violentos. Es en ese sentido en el que creo que el Derecho, en tanto que último
recurso frente al odio, tiene la capacidad de evitar, en muchos escenarios
aunque no todos lamentablemente, que este se concrete en violencia física.
Coincido con Glucksmann y Emcke en que lo deseable sería que al desenmascarar
la distorsión del odiador el odio desapareciera, pero esto puede –y suele— no
ocurrir.
[13] Para el desarrollo de esta interpretación de la Utopía de
Moro y del pensamiento utópico en general como orientado hacia lo factible y el
contraste con otros ideales sociales, véase Davis (1985).
[14] Hay mucho desacuerdo sobre la distinción entre emociones y
sentimientos, dentro de la teoría de las emociones de acuerdo con Scarantino y
De Sousa (2021) una línea se apoya en la identificación de ambas –la ligada a
muchos de los autores que fueron resumidos en la sección 2 de este artículo—.
Cuando se intenta diferenciarlos más que a la duración suele apelarse al grado
de conciencia de dicha emoción, lo que la transformaría en un sentimiento según
autores como Damasio (2010), quien por ello considera a la ira un sentimiento
–emoción consciente— y no una mera emoción –respuesta fisiológica—.
[15] Puede verse la noticia aquí: https://www.infobae.com/politica/2024/07/17/el-gobierno-echo-a-julio-garro-por-decir-que-messi-tenia-que-pedir-disculpas-tras-la-polemica-con-francia/
[Consultado 19.07.2024].