Estudios de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas / E-ISSN 1851-9490 / Vol. 28 / Sección Dosier
Revista en línea del Grupo de Investigación de Filosofía Práctica e Historia de las Ideas /
Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales (INCIHUSA)
Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET)
www.estudiosdefilosofia.com.ar / Mendoza / 2025 /
The Passage to The Act of Hatred and
Anger
Marina
LLao
Centro de Investigaciones y Estudios
sobre Cultura y Sociedad (CIECS),
Consejo Nacional de Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET) y
Universidad Nacional de Córdoba (UNC),
Argentina
Recibido: 28-07-2024
Aceptado: 11-04-2025
Resumen. El presente artículo examina el
libro de Guillermo Lariguet titulado “El odio y la ira. Furias desatadas de la
democracia actual” (2023), expandiendo sus hallazgos mediante la noción de paso
al acto, derivada del psicoanálisis. Para situar la relevancia de este
concepto, se revisa parte del debate sobre la distinción entre afectos y
emociones. Asimismo, se propone un análisis político aplicando estas nociones
al intento de femimagnicidio perpetrado por Sabag Montiel contra la ex
vicepresidenta de Argentina el 1 de septiembre de 2022. El objetivo es
contribuir al enfoque político de los afectos mencionados en el libro de
Lariguet.
Palabras clave. Paso al Acto; Odio; Ira;
Afectos; Guillermo Lariguet
Abstract. This article examines the book entitled
"El odio y la ira. Furias desatadas de la democracia actual" (2023)
by Guillermo Lariguet, expanding his findings by means of the notion of passage
to the act, derived from psychoanalysis. In order to situate the relevance of
this concept, part of the debate on the distinction between affection and
emotions is reviewed. Likewise, a political analysis is proposed by applying
these notions to the attempted femimagnicide perpetrated by Sabag Montiel
against the former vice-president of Argentina on September 1, 2022. The aim of
this work is to contribute to the political approach to affection mentioned in
Lariguet's book.
Keywords. Passage to the Act; Hatred; Anger; Affection;
Guillermo Lariguet.
En
el análisis de Lariguet, la entidad metafórica, mítica y poética de la furia
se presenta en dos aspectos, a veces contrapuestos y otras veces equilibrados
en una dinámica de retroalimentación. Se trata de dos afectividades morales con
distintos grados de adecuación a la convivencia democrática: el odio y la ira.
Ambas son examinadas en la obra de manera comprensible para diversos ámbitos
sociales y políticos. No obstante, la distinción entre estas y respecto a otras
furias constituye un objeto de investigación por sí mismo. Lo cual requiere restablecer,
en la medida de lo posible, algunas otras distinciones como la existente entre
los afectos y las emociones.
El autor parte de una tradición que
reconoce a las emociones como las responsables de la aprehensión, de la forma
en que se organiza lo mental: “El sujeto emocionado y el objeto emocionante
están unidos en una síntesis insoluble” (Sartre, 1955, p.11). A partir de la
confluencia entre diferentes vertientes filosóficas dentro de esa tradición,
Lariguet capitula su libro realizando una distinción de furias en función de
las manifestaciones emocionales corporales y sus consecuencias políticas en las
democracias liberales. El odio y la ira son abordados según las formas en que
expresan la relación del cuerpo con el mundo. A partir de la emanación
fenomenológica estas afectividades pueden ser captadas empíricamente. Sin embargo, es posible
ampliar esta distinción para analizarlas con mayor profundidad, sin necesidad
por ello de oponerlas o separarlas. Lo cual contribuye a una mejor comprensión del
rol de los afectos y las emociones en el ámbito político.
Los
afectos y las emociones, aunque estén intrínsecamente relacionados, no son lo
mismo. El campo de los estudios sobre éstos reconoce la interconexión, aunque
con diferentes énfasis teóricos y diferentes perspectivas. Algunos autores,
como Massumi, ven al afecto como una intensidad primaria y preconsciente
que es posteriormente moldeada y reconocida como emoción (Massumi, 2015, pp. 29-36).
Otros, como Wetherell, argumentan por una inseparabilidad entre el afecto y el
discurso en la práctica social afectiva (Wetherell, 2012, pp. 16-32).
Damasio, en cambio, pone el acento en la psicobiología de los sentimientos y
distingue entre la emoción como proceso orgánico y el sentimiento como su experiencia
subjetiva, ambos cruciales para la razón (Damasio, 2018, pp. 28-49). Mientras
que, en el psicoanálisis clásico, tradición teórica y clínica que nutre este debate,
es necesario localizar las diferencias fenomenológicas entre emoción y afecto
porque es una tarea ineludible en la construcción del caso clínico.
Lacan, en su seminario sobre la angustia (Seminario X), explica que la emoción
se entiende como una reacción asociada al movimiento, incluso a la desorganización.
Mientras que el afecto, ejemplificado por la angustia, se describe como
algo fundamentalmente ligado a la estructura del sujeto, no reprimido y
distinto de la mera reacción (Lacan, 1962-63, pp. 19-23). Esto no quiere decir
que sean dos elementos subjetivos opuestos, por el contrario, se encuentran
anudados en diferentes registros. Del mismo modo en que la teoría freudiana ordenó
las instancias psíquicas en una topología conocida como aparato psíquico
y evitó de esa manera incurrir en cualquier lógica dialéctica, la lacaniana ha
evitado los binarismos aplanantes apelando a la lógica del nudo borromeo,
según la cual los registros, real, simbólico e imaginario, se encuentran
mutuamente implicados, aunque diferenciados entre sí.
A
pesar de que afecto y
emoción sean conceptos que pueden diferenciarse por su objeto, corporeización, destino
o duración, el abordaje empírico de éstos puede presentar algunos desafíos. Estas
dificultades son particularmente evidentes cuando el ámbito de estudio se
centra en la cultura o la política y no el sujeto o su estructura de deseo. De
hecho, en el ámbito de la teoría cultural y el análisis del discurso se
sostiene enfáticamente que diferenciar afectos de emociones puede conllevar la
adopción de binarismos cuestionables (Solana, 2020; Lara y Dominguez,2023).
Mantener vigente estas distinciones en el campo del análisis político entraña
ciertos riesgos, particularmente en lo que respecta al método de abordaje y la
validación instrumental de las diferencias. El principal riesgo es la implicancia de quien
investiga, es decir, la proyección psicológica que es un modo defensivo de
exteriorizar el mundo interno poniendo en los otros lo propio. En este caso
sería la traslación del universo emocional íntimo a la descripción del objeto afectivo.
A este riesgo, quienes investigan en ciencias sociales pueden tenerle algo de aversión,
y por eso buscan racionalizar el abordaje de las prácticas afectivas aplanando
categorías. Por ejemplo, Massumi para analizar los afectos propone una teoría
impersonal (originaria en Raymond Ruyer y Paul Bains), sin sujeto, aunque transindividual
y maquínica (2025, p. 8). Por su parte, el análisis de discurso tiende a
buscar las prácticas de expresión afectiva por medio del lenguaje. Wetherell
propone el concepto de práctica afectiva como una forma de entender las
emociones en la vida social, centrada en cómo el afecto aparece en situaciones
concretas. La práctica afectiva se considera el entrelazamiento de las
posibilidades y rutinas corporales con la creación de significado y otras
figuraciones sociales y materiales. Un complejo orgánico donde todas las partes
se constituyen relacionalmente. Para Wetherell, el afecto se trata del sentido
como de la sensibilidad, siendo práctico, comunicativo y organizado
(2012, p. 13). Esta definición es contraria a la noción de la angustia como el
afecto en cuestión de todo síntoma, cimiento de las herramientas teóricas tradicionales
del psicoanálisis. Es decir que, en virtud de evitar las bifurcaciones y poder
abordar las practicas afectivas de un modo empírico, Wetherell propone un
ensamble excesivamente racional sobre la mutua implicancia entre emociones y afectos,
aunque con cierta validez en el abordaje de discursos.
El problema que surge de este riesgo se
puede abordar por diferentes vías. Lordon menciona que el psicologismo es temido,
como si investigar emociones se tratase de espiritualismo.
Sin embargo, existen zonas teóricas como el giro afectivo en las cuales se
le da lugar a cierto retorno teórico hacia las afectividades (Lordon, 2018, pp. 7-9). Desde este
enfoque las emociones son directivas que pertenecen tanto al campo sociológico
y político, como al psicológico, requiriéndose un enfoque interdisciplinario y
ecléctico. Esto no implica reivindicar una visión subjetivista sino reafirmar
que el estudio de las afectividades no puede ser ni estrictamente conductual ni
estrictamente observacional. Según este enfoque se puede ejercer críticamente
una suerte de psicología extendida que forje antinomias entre emociones y
estructura, entre lo particular y lo socialmente determinado. A este riesgo
Lariguet lo sortea señalando que su estudio sobre las furias desatadas es un ensayo y no un hallazgo de la ciencia
filosófica. Esto lo exime de potenciales críticas objetivistas y racionalistas.
Sin embargo, aunque se contraponen ensayo y producción científica, el trabajo
revisa rigurosamente las definiciones. La obra mantiene una rigurosidad
analítica y subjetiva, pese a ser clasificada como ensayo por el autor.
La afectividad suele ser considerada un elemento
secundario o marginal en el análisis político, aunque últimamente haya
adquirido más relevancia. No obstante, desempeñan un papel fundamental en la
vida pública
porque las estructuras afectivas son las que sostienen las estructuras
sociales y políticas, siendo esenciales en las relaciones de dominación que configuran
y moldean las experiencias públicas (Illouz, 2023, pp.19). En la actualidad, donde las
tecnologías de propaganda utilizan prácticas cada vez más sugestivas y explícitas
de manipulación emocional, es crucial avanzar hacia una perspectiva que considere
la dimensión libidinal o afectiva, reconociendo su importancia adicional respecto
de la discursiva. Esto implica no reducir los afectos y las emociones a los
discursos. Por el contrario, éstas necesitan un tratamiento específico que
requiere de nitidez en los conceptos, como de adecuados cruces entre diferentes
registros. Se puede avanzar
en la intersección entre los registros libidinales y discursivos efectuando
amarres adecuados entre los conceptos que emanen de hábitos investigativos
diferentes y hasta incluso a priori separados.
En torno a la distinción entre los afectos
y las emociones existen sendos e inagotables debates. Además, no se cuenta con
una lista finita de afectividades, como tampoco hay correlatos universales en
cuanto a sus variaciones semánticas significativas. Por ejemplo, el odio tiene
menos vinculaciones semánticas en lenguajes indoeuropeos que en el promedio
universal (Jackson et al., 2019). En Argentina, otro ejemplo, la polarización afectiva
es asimétrica, o al menos presenta una asimetría estadísticamente significativa.
Una porción del electorado exhibe niveles significativamente mayores de
partidismo negativo, hostilidad, demonización y odio hacia el espacio político contrario
en comparación con la aversión inversa (Ramírez y Falak, 2023).
Un argumento para cuestionar a las nomenclaturas utilizadas sostiene
que las investigaciones que utilizan métodos experimentales fisiológicos, enfocados
en áreas cerebrales, han demostrado que la información social y emocional se
procesa de manera conjunta en las mismas áreas del cerebro, específicamente en
las áreas límbicas. Sin
embargo, tanto en el campo de las neurociencias como en el psicoanálisis, existen
algunas afirmaciones bastante consensuadas. Una de las más reconocidas es la
existencia de diferencias entre los afectos y las emociones. Esta
diferenciación funciona como un principio clasificatorio abierto, aunque significativo,
como parte de un consenso clínico y experimental. Los afectos y las emociones son
considerados fenómenos distintos, aunque ambos estén implicados conjuntamente
en ciertas tareas mentales. Por lo cual, si bien puede ser instrumentalmente
válido proponer que toda la afectividad está integrada en una práctica afectiva,
no obstante, esta integración resulta insuficiente para comprender ciertos
eventos psicológicos como pueden ser el trauma, la angustia y su sintomatología.
Estos eventos, además, pueden tener repercusiones políticas si se manifiestan
en situaciones extremas o delicadas.
Nos interesa reponer alguna distinción
posible entre los afectos y las emociones. Introducir la idea del paso al acto y
contribuir de este modo a complementar el trabajo de Lariguet sobre el odio y
la ira como problema para las democracias liberales. Cabe destacar que esta
distinción no es permanente ni necesita estar presente todo el tiempo. Wetherell, por ejemplo,
propone el concepto de prácticas afectivas que integran cuerpo, discurso y
contexto social, pero su foco está en cómo se experimentan y circulan los
afectos y las emociones, más que en el momento de la acción en sí. En ese contexto
teórico poder distinguirlas resulta un embrollo clasificatorio. A este embrollo
clasificatorio Lariguet lo resuelve con la figura retorica de las Furias de
Esquilo. Más allá del aporte retórico de unas criaturas griegas, lo cierto
es que “furia” es comúnmente entendida como sinónimo de ira, aunque en esta
oportunidad señalaría a un conjunto compuesto afectividades abyectas de
distinto calibre. En nuestro caso buscamos abordar específicamente la acción
en sí con la noción de paso al acto, porque en el campo social y político los
afectos y las emociones se vuelven llamativos o enigmáticos cuando rebasan un
estado de situación pública.
Los
afectos son un concepto amplio del cual se suele resaltar la diferencia, el
proceso y la fuerza o relación activa. Se caracterizan, según algunos autores
del giro afectivo, por tener cierta autonomía respecto de la conciencia. En ese
sentido se puede considerar que no son reductibles a la representación. Massumi
centra la primacía del afecto como una intensidad preconsciente que precede y
excede la representación discursiva y la cognición consciente, lo que podría
interpretarse como un impulso hacia la acción que no necesariamente está
mediado por la reflexión. En ese sentido lo describe más como fenómeno
corpóreo, preconsciente y pre individual. En oposición, las teorías discursivas
abogan por comprender a los afectos junto con los discursos, como aspectos de
la práctica social, pues de lo contrario resulta inasible su abordaje
empírico (Wetherell contra Massumi, 2012). Fundamenta esta critica que, aunque
el afecto no sea puramente discurso, sin embargo, no se puede saber del mismo sino
a través de este. Las formas y los significados entonces pueden emerger del cúmulo
de intensidades afectivas, aunque cabe la posibilidad de que el afecto desmienta
el movimiento del sujeto. No obstante, en el giro afectivo, el afecto suele
conceptualizarse bajo una idea energética que, aunque resulte problemática para
la investigación empírica, es compatible con las teorías sexuales en
psicoanálisis, en las cuales convergen el estructuralismo y la biología al
darle centralidad a la noción de libido (Bleichmar, 2014, p. 53-72). Esta
característica está también presente en lo que se entiende como paso al acto,
donde la acción surge de niveles no conscientes o deliberados.
Por
otra parte, las emociones son una parte evidente de la vida pública, encarnan la
forma en que las sociedades se interpretan o perciben (Lara y Domínguez, 2013,
p. 101-109). Esto quiere decir que las emociones pueden influir en la forma en que
se estructuran las relaciones sociales y las instituciones (Solana,
2020). Las herramientas de significación de las acciones pueden ser utilizadas
para entender las emociones. Las emociones le dan sentido a lo social, lo
afectivo y lo cultural a través del lenguaje y las convenciones sociales,
aunque no de un modo determinista (Solana, 2020). Para quienes sostienen
que deben distinguirse de los afectos, las emociones son más secundarias y
derivadas de éstos, una forma social de actualización de la potencia
indeterminada de los afectos (Solana, 2020). Las emociones suelen ser más
clasificables o nombrables como experiencia corporal (Massumi, 2015). Las emociones alteran nuestra
percepción del mundo, siendo una forma de conciencia (Sartre, 1959, p.
58). En síntesis y a grandes rasgos, las emociones son experiencias
mentales que siempre refieren al cuerpo. Se expresan corporalmente con mayor
intensidad ya que son programas de acción que confrontan con las situaciones,
teniendo repercusiones físicas que pueden ser captadas por un marcador
somático, lo que implica la toma de decisiones en corto plazo y se
construyen tanto a nivel consciente como inconsciente, de un modo socialmente
determinado y al servicio de una homeostasis sociocultural dinámica (Damasio
2018; Damasio y Verweij, 2019).
Por
último, existen varios autores, incluso del giro afectivo, que no adoptan esta
división entre los afectos y las emociones, aunque hayan realizado una
valoración sobre lo sensible. De hecho, Lariguet puede ser ubicado en ese
conjunto de autores que, como Sara Ahmed, no renuncia al término emoción, pero
aclara que lo emplea indistintamente para referirse tanto a la capacidad de un
cuerpo de afectar y ser afectado como a los valores y juicios que acompañan a
las sensaciones físicas. No obstante, para preservar la rigurosidad de los
conceptos y profundizar su comprensión tomamos aquí la siguiente ruta
conceptual: se trata de nociones que en sí mismas poseen diferencias en su carga
energética y en la forma de corporeizarse. Esta idea no es binaria, al
contrario, es espectral en términos experimentales psicobiológicos y nodal en
términos analíticos y políticos. Entre una noción y otra hay entonces un
conjunto de variaciones u otras formas de excitación (arousal) y motivación. Siguiendo
esta ruta conceptual el odio puede distinguirse como afecto porque es,
siguiendo las fuentes agrupadas por Lariguet, subrepticio y fijo.
Mientras que la ira es más bien una emoción, enrostrada y catártica.
Entre medio de ambos hay diferentes combinaciones o formas de excitación como
envidia, bronca, asco, crispación.
En
el análisis político, cuando se cuestionan las tradiciones teóricas, es
esencial los orígenes de los términos. En ese sentido hay un extenso campo de
trabajo en la relación entre emociones y manipulación. Afectar es una forma de condicionar la relación del sujeto con
lo que lo rodea. Lordon señala que si hay un efecto propio de las
instituciones del capitalismo cuya huella puede buscarse en los individuos es
la dominación (Lordon siguiendo a
Bordieu, 2018, p. 19). La dominación es una categoría densa que determina el
movimiento de los cuerpos (actividad, gestos) con efectos de poder visibles.
Este poder es de afección y
tiene variaciones como el consentimiento, la servidumbre voluntaria, o la alienación.
(2018, p. 288). Esta dominación, sin embargo, comprende un universo de
prácticas que pueden ser de coacción
o de consentimiento, según si la
determinación va acompañada de un afecto triste
o alegre (2018, p. 292). En uno u
otro sentido, lo que cuenta es que para afectar hay que manipular. Estas prácticas
de manipulación de los afectos merecen un abordaje específico, central frente
al avance de las mediaciones tecnológicas. Hoy, a fuerza de teorías
conspirativas o formas de pensamiento incompletas y distorsionadas, se
obstruyen los procesos democráticos y de formación cívica fomentándose los
procesos cognitivos protofascistas (Illouz, 2023). En esta forma
cognitiva hay un incremento del miedo a
la movilidad descendente y una falta de capacidad para comprender la cadena de causas que explican la propia
situación (Illouz, 2023, p. 14). En concreto, la promoción de algunas emociones
puede ser una estrategia de las clases dominantes. Esas emociones, evocadas a
fuerza de posverdades, pueden operar inclusive a nivel precognitivo o inconsciente, es decir hace mella
afectiva. Esto sucede, por ejemplo, en la inducción del asco y el consecuente racismo;
o del odio y sus consecuencias criminales. Las emociones impregnan los
espacios, imágenes y las historias que circulan en los vínculos sociales a
los que respondemos (Illouz, 2023, p. 19). Todo esto le otorga a la afectividad
un carácter central en la vida social y política que no es a priori solo discursivo.
Por ejemplo, el odio político desempeña un papel importante en la confrontación
de grupos porque es un separador (antagonismo)
y también un aglutinador (lealtad).
Junto con otras emociones reactivas, está ligado a una perspectiva excluyente
donde se desvaloriza a los demás; algo especialmente notorio en el caso de los movimientos
y estructuras políticas hostiles, como la misoginia y el fanatismo (Szanto
y Landweer, 2020).
Si
los afectos y las emociones expresan antagonismos o lealtades, se debe afirmar
que afectar es una práctica que participa de las estructuras sociales
contingentes. El patriarcado, la supremacía blanca o la heteronormatividad, son,
por lo tanto, modos de afección. Asimismo, las emociones también pueden ser una
fuente de crítica y resistencia en nuestras prácticas emancipadoras y en
nuestra lucha por la liberación (Giorgi y Kiffer, 2020; Szanto y Landweer,
2020; Farrán, 2021). A este aspecto, Lariguet le da bastante centralidad en su
obra al trenzar herencias y discusiones filosóficas entorno al odio y la ira. Reconoce
la centralidad de las fuerzas que las impulsan. De hecho, las distingue
especialmente según el sustrato ideológico que las alimenta. Es decir, por los dispositivos
morales e ideológicos de afección. “Hay emociones morales, como por ejemplo
el odio postfascista, viciadas y políticamente injustas. Esto no obsta a
admitir que hay emociones moralmente adecuadas y políticamente perspicuas: la
ira justificada” (Lariguet, 2023, p. 217).
Furias desatadas es un sintagma que alerta los riesgos de
desencadenamiento o desatadura. Señala una amenaza a la vida democrática
en los afectos que provoquen transformaciones degradantes de las estructuras
propia de la esfera pública o de los procesos de subjetivación política. Estos
afectos son preocupaciones históricas de las ciencias de la conducta como del psicoanálisis.
La capacidad de daño posible se reconoce por el paso al acto.
En el contexto psicoanalítico lacaniano, el
paso al acto se refiere a un momento en el que un sujeto actúa impulsivamente
de manera violenta o agresiva, como respuesta a una situación que percibe como
intolerable o que desencadena una gran ansiedad. Este acto es visto como una ruptura
con el orden simbólico y puede ser entendido como una forma de intentar
resolver o escapar de un conflicto psíquico. En este sentido, el paso al
acto está relacionado con la idea de actuar sin reflexión consciente, dejándose
llevar por impulsos inconscientes destructivos e inmorales. En el paso al acto
el discurso siempre llega tarde, porque los afectos que lo movilizan no son ni
prácticos, ni comunicativos, ni organizados. Aunque haya premeditación del paso
al acto, su interpretación no debe simplificarse con la idea de proceso
mediante el cual una idea, deseo o fantasía se traduce en una acción concreta.
Cabe distinguir que paso al acto no es el
pasaje al acto y no está relacionado con la actualización de potencialidades en
la cual algo que estaba en un estado de virtualidad se convierte en algo actual
y concreto. Es algo radicalmente distinto a la actualización donde las ideas o
deseos se convierten en realidad. No es un modo de transición en la acción o de
devenir (Deleuze y Guattari, 1991) sino una noción de impulsividad
disruptiva. Según Lacan, el pasaje al acto se caracteriza por una identificación
absoluta del sujeto con el objeto a, que representa la falta en la formación
del inconsciente. Una identificación plena al objeto a quiere decir la
desaparición o borramiento del sujeto. Es un momento complejo donde
predomina la fuerza de afección abyecta, acompañado de desorden emocional y
movimiento. En el pasaje al acto, el sujeto se precipita fuera de la escena
donde mantenía su estatuto de sujeto. Se mueve en dirección a evadirse de la
escena. Esto nosológicamente se describe como renegación, y es el fenómeno más
visible en la psicopatía o el narcisismo maligno.
Otra diferencia a considerar es entre paso
al acto y acting out, que es una acción demostrativa. El paso al acto
implica una identificación radical y un precipitarse fuera de la escena
simbólica, constituyendo un momento crucial de ruptura en el destino del
sujeto (Lacan, 1962-63). En cambio, en el acting out el sujeto busca afirmar
un deseo como verdad mostrándose como otro. En contraste, mientras el
acting out llama a la interpretación, el pasaje al acto implica una precipitación
o caída del sentido.
Massumi sostiene que el cuerpo actúa
primero y la mente reacciona posteriormente (medio segundo después) confirmando
o vetando la decisión inicial. Esta perspectiva sugiere algo similar a la
acción en juego en el pasaje al acto como también en el acting out. Se
trata de movimientos que pueden surgir de un nivel preconsciente, afectivo, más
que de una deliberación cognitiva e implicar ausencia del sujeto. Sin embargo,
esta idea es confusa y merecedora de sus críticas, porque no es certera en lo
que respecta a la rectificación subjetiva de la acción. El paso al acto, en
cambio, es una noción más precisa en el campo de los eventos sociales y
políticos porque, por ejemplo, nos orienta frente a identificaciones mesiánicas.
Explica cómo las personas pueden sentirse atraídas por aspectos de intensidades
corporales más que de cogniciones (Gould según Solana, 2020). Esta atracción
política, de tintes banales, representa otra forma de pasaje al acto influenciada
por fuerzas afectivas independientes del razonamiento consciente (Solana,
2020).
Lariguet
labra y reconstruye las definiciones del odio y la ira sobre la base de una
extensa investigación filosófica, en la cual conjuga diferentes tradiciones y
temporalidades. Se trata de un armado de conceptos polifónicos que conjuga
legados filosóficos, distinciones críticas y convites al debate. Un debate
central en su obra es con Nussbaum[1].
Así mismo, el libro cuenta con la curaduría de colegas vernáculos, además de
revisiones y ajustes sobre sus propias investigaciones antecedentes en torno a
la variada importancia del tema de
las emociones. Respecto al odio, precisamente, refiere al mismo como emoción,
aunque lo describe con características próximas a la de afecto. Señala que es acechante y dañino, con una capacidad de afección que redunda en desplazamientos de las esferas de
convivencia (Lariguet, 2023, p. 33). Esto sucede porque el odiador nato o básico se dirige a otro que es objeto y objetivo
de su odio (2023, p. 34): feministas, progresistas, homosexuales, pobres, otres.
Destaca también que el odio es
recalcitrante a la argumentación lógica. Esto implica que para su
mitigación hace falta tomar seriamente las estrategias
retóricas, así como darle más énfasis al contrabalanceo de otras emociones o de otro tipo de revulsivos
necesarios (Lariguet siguiendo a Nussbaum, 2023, p. 38). Asimismo, toma una
reseña a Strawson para señalar que además el odio promueve actitudes malévolas
que inducen resentimiento, lo cual fija al objeto del odio. La fijeza del odio (también señalada por Sartre)
sucede cuando existe un apego primario del odiador a su objeto de odio.
Siguiendo a Emeke, Lariguet señala que el odiador neto o básico tiende a
fabricar su objeto (2023, p. 63). Incluso, en caso de que el objeto se
extinguiese por el motivo que fuera, el odiador va a desplazar su objeto
perecido hacia nuevos objetos que restituyan o mantengan su odio como rasgo
de identidad o de estabilidad psicológica de carácter (2023, p. 53). El
objeto de odio, por lo tanto, pueda perecer y el odio desplazarse. Esto es un
aspecto estructurante, que confirma que el odio es un afecto más que una
emoción, pues tiene una duración temporal que excede a la experiencia corporal
intensa, pero de corto plazo, de las emociones. Este aspecto es, además, un
campo de indagaciones sobre las formas de captura y construcción del objeto
odiado, sobre las introyecciones necesarias para construir ese objeto en el
psiquismo. Aquí es donde conviene, para volver al campo social y político,
mencionar los dispositivos y estrategias manipuladoras que constituyen al
odiador y que posibilitan su afecto o acción odiante.
Por
otra parte, el objeto de odio siempre es parcial, es un objeto a, extraviado
en la virtualidad de los semblantes. Se forma por rasgos que construyen
categorías revulsivas para el odiante (Lariguet, 2024, p. 120; Llao, 2024). Esa
cualidad del objeto rectifica el carácter inconsciente (o precognitivo) del
odio, su vínculo con imágenes mentales fijadas y la tendencia a la estructura
de carácter rígida. Lariguet, para dale ímpetu al problema de la rigidez del
odiador se acerca al perfilamiento de la psicopatía, señalando
características como: la crueldad, la ausencia de culpa, la fijación en el
enemigo, la perdida de amplitud en la mirada, la autojustificación y las
pretensiones de superioridad moral.
El
que odia no siente la necesidad genuina de pedir perdón, de reconciliase, de
aceptar el castigo que le correspondería. Ello porque, como dije, el que odia
actúa bajo el resorte de un imperativo: suprimir al otro por lo que encarna o
es. (Lariguet, 2023, p. 67)
El
odio del que hablamos aquí, entonces, no es de baja intensidad sino un cimiento
caracterológico ingobernable, evidente, que hace cuerpo. El odiador siempre
tiene un enemigo y se cierra sobre eso que ve en el enemigo. Esa pérdida de
amplitud moral es propia de lo que se define como psicopatía. Esto quiere decir
que no cualquiera que experimente desagradado, ira, bronca es un insano
psicópata, para serlo hace faltan acciones explícitas de amplia y notable
crueldad sin culpa. Hace falta el paso al acto del odio,
que consiste en acciones significativas como la tortura o muerte. El pasaje al
acto es el movimiento específico de la identificación odiante del sujeto con un
objeto de destrucción y una fuerza desmedida que lo empuja fuera de la escena
simbólica. El acto violento, el crimen, es una precipitación fuera de la escena
donde el individuo puede verse desde afuera, como instrumento de una
fuerza suprema. Este fuera de sí es una dislocación de orden simbólico y el avance
de la intensa angustia que ocasiona habitar la subjetividad hacia una acción
sin mediaciones o estribos.
El acto de violencia es un paso al acto cuando
opera como salida radical de la escena simbólica, donde las interacciones se
rigen por normas y el lenguaje. En contraste, el acting out es otra cosa
porque se dirige esencialmente a mostrar algo en la conducta del sujeto,
con un acento demostrativo y una orientación. El deseo en el acting out
busca afirmarse como verdad mostrándose como otro. Si bien un intento de
asesinato involucra a otro, la motivación principal parece menos orientada a
una demostración simbólica y más a una descarga o una ruptura radical por parte
del sujeto y por eso es un paso al acto y no un acting out.
En el giro afectivo se proponen pensar a las
personalidades del poder como fenómenos transindividuales y de naturaleza
maquinica en cuya conformación son cruciales los medios y la circulación de
signos (Massumi, 2025). Desde una perspectiva más psicoanalítica estas
personalidades son semblantes intencionados o simulados (Llao, 2024).
Cabe mencionar esto, aún cuando no siempre se puede discernir cuánto en el paso
al acto es operado como exterioridad.
El paso al acto es una expresión de odio
radical, peligrosa. No todo afecto odiante tiene estos tintes. La mayoría
de las veces el odio se
encuentra en bajas dosis, contenido o reprimido y lo que se expresa
emocionalmente son acciones microfascistas,
una crueldad de baja intensidad (Feierstein, 2019). Estas acciones
tienden a impulsar a acting como el aglutinamiento de cuerpos en eventos
públicos donde se expresa la intolerancia, el racismo o la misoginia de manera
colectiva. Aunque sean de baja escala participativa, son movimientos que facilitan
la imposición o el incremento de más acciones protofascistas y performan la
lengua odiante (Giorgi, 2020). Los cuerpos se agrupan, usualmente en
minorías (por ahora), distinguiéndose por sus actitudes reivindicatorias de
alguna condición supremacista. Esto puede ser identificado como el dispositivo
de afección que tiene la política del odio.
Respecto
de los discursos de odio, destacamos que éstos nombran un malestar de época que
hay que merece análisis. Nombran una amplia degradación de las estructuras
fundamentales de la democracia y de los procesos de subjetivación (Ipar, 2023).
Aunque, cabe aclarar, que también los discursos de odio son un lenguaje
específico a partir de cual las ultraderechas irrumpen en las vidas políticas.
Es decir, ciertas fuerzas políticas se valen efectivamente de los discursos de
odio de manera deliberada y positiva para la construcción y el reclutamiento
político. Adherir, consumir, acordar con un discurso así es un modo de impulso para
la crueldad, a expensas de otros modos.
Ahora bien, la crueldad tiene que escalar para que el odiador sea
subjetivamente destacable como un odiador. El máximo escalón es,
fenomenológicamente, el paso al acto. La máxima de las furias desatadas es una
acción, es el paso al acto lo que hace del odio una reivindicación de minoría. Allí
se actúa, bajo efecto de sus fijaciones, de manera disruptiva para desplazar y
luego reemplazar al objeto odiado. La antesala a esto son los indicios de afectividad
odiante que se observan, por ejemplo, en las autopercepciones de gran
importancia como la identidad mesiánica (ser el Mesías en la tierra), el
sentirse agente de fuerzas naturales (operar por obra de las fuerzas del
cielo), ocupar roles de venganza (formar un brazo armado paraestatal). Estos
son algunos indicios discursivos posibles que anteceden a acciones propias del
borramiento del sujeto, o sea, antesalas a potenciales pasos al acto criminales.
Por lo que el odio es distintivo respecto a otras afectividades. Señala
Lariguet que el odio no solo puede ser irracional, es también inmoral
(2023, p. 103). El odio produce formas sistemáticas de segregación y es la
fuerza afectiva involucrada en crímenes, por eso es la principal amenaza
afectiva para la vida democrática y el principal problema moral para la
convivencia.
El
presente trabajo propone una mirada politológica sobre los conceptos de odio e
ira reconstruidos por Lariguet. En ese sentido, es que se aportan las evidencias.
Cuando se argumenta que el paso al acto puede tener severas repercusiones
políticas no hay una pretensión psicologista, sino un señalamiento sobre la
distinción de afectos de otro calibre, que pueden rebasar un estado de
situación que irrumpa la convivencia democrática.
Vamos
a la experiencia reciente para detallar mejor la importancia de distinguir el
odio radical de otras emociones y afectos: el 01 de septiembre del 2022, Sabag
Montiel, un hombre de 35 años que se dice cristiano
y adepto a la sabiduría hiperbórea,
delante de muchas personas, disparó dos veces contra la entonces presidenta
Cristina Fernández de Kirchner cuando ella regresaba a su casa. Las balas no
salieron y él fue preso. El 26 de junio del 2024, en su primera declaración
judicial, reconoció su pase al acto homicida y no mostró arrepentimiento[2]. Al contrario, señaló:
“yo fundamento mi acto [intento de femimagnicidio] porque es ladrona [Cristina]”.
También dijo que sostiene las razones para lo que hizo y que lo realizado está
conectado, además, con “las muertes [como la de su amigo Herrera] causadas por
las vacunas”, ya que “el coronavirus es un negocio”. Asimismo, señaló que el
intento de femimagnicidio “es un acto de justicia, tiene una connotación más
profunda, ética y comprometida con el bien social que otra cosa” (Sabag
Montiel, 26-06-2024).
Si
bien no es nuestro objetivo efectuar un perfil psicológico de Sabag Montiel,
nos interesa destacar su paso al acto como punto de inflexión democrática.
El intento de femimagnicidio fue un evento disruptivo en la política argentina,
representando una amenaza a la integridad física de una prominente figura
política como a sus seguidores y aliados. El hecho exacerbó las tensiones y
divisiones existentes, planteó interrogantes sobre la capacidad del Estado para
garantizar la seguridad y la convivencia, y afectó la estabilidad política. Se
trató de un intento de crimen por odio político que reforzó la generación de un
clima de terror y desconfianza política llevado adelante por alguien con comportamientos
extremistas y visión distorsionada de la realidad, cuyas acciones están
sustentadas por el discurso de odio y que cree vengar con ello cuestiones como el
malestar de la pandemia. Un individuo que se auto percibe importante y líder entre los suyos, aunque dominado por el discurso del otro
que le ordena y le permite salir de sí para ser un (supuesto) “defensor de la
ética y el bien social”. Su discurso es protofascista (las muertes son un
negocio) y claramente posee una fijación cruel (planificar matar) con el objeto
del odio (Cristina), además de presentar rigidez, ausencia de arrepentimiento
(el compromiso espiritual que justifica la misión), escasez lógica (matar es un
acto de justicia) y pérdida de amplitud en la mirada (la corrupción de
Cristina).
Este ejemplo aplica para poner en
relevancia la centralidad del paso al acto como móvil del odio radical y la
diferencia entre un afecto (el odio) estructurante y una emoción (la ira). En
este ejemplo es claro la operación de desplazar el objeto para luego fabricarse
otro (intentar matar nuevamente). Es significativo porque el paso al acto deja abierta
la posibilidad de que el agresor piense en intentarlo de nuevo, probablemente a
través de otro individuo que corporeice ese odio circulante y lleve adelante la
tarea de concluir con la acción de manera terminal. Con pocos fragmentos de su
declaración ya se puede evidenciar el complejo entramado de la afectividad
abyecta. De allí la relevancia de establecer diferentes niveles de análisis
para los afectos respecto de las emociones y usar las clasificaciones en su
comprensión sin negar que todo pertenece, a fin de cuentas, a un complejo
afectivo entramado.
Sabag
Montiel es un odiador de facto. Sin embargo, el asunto no debe clausurarse en
un diagnóstico individual. Eso, efectivamente, sería psicologismo. Si ampliamos
la mirada sobre el problema observamos una complejidad política y social
compuesta por varias cuestiones como la instigación al resentimiento que fijó
el objeto de odio, promoviendo actitudes malévolas y resentimiento social; la dificultad para contrabalancear un odio de
esta envergadura; el daño evidente causado al sistema de representación política,
que sobre una figura política ya menguada por la proscripción judicial se
agrega un intento de crimen político; la disputa por el sentido de los hechos,
lo que cuestiona el tratamiento mediático que boga por la hipótesis de que se
trató de un episodio aislado y de responsabilidad individual; el escaso
compromiso social en la búsqueda de rastros de coacción o afección, lo que no
se limita a la cadena de instigaciones, entre otros aspectos de máxima complejidad.
El
problema de detectar un odiador es situarlo como responsable y como construcción
social. Es desactivar las creencias que lo movilizaron. Ergo, argumentar que Sabag
Montiel es un lobo solitario desecha
aceptar que el odio socaba desde adentro a la democracia.
Lariguet
también establece distinciones entre odio e ira señala que éstas son, en primer
medida, políticas e ideológicas. Sobre este punto, siguiendo a Lakoff, va a
hablar de la arquitectura de los
conceptos morales y profundizar sobre la inmoralidad del odio versus la
moralidad de una ira que desafía en otros términos a la democracia (2023, p. 37).
En esa distinción, precisamente, es donde aparecen matices y desplazamientos
conceptuales que deben tomarse uno a uno, caso a caso.
La
gente que siente justa ira por la sistemática corrupción de un sistema político
y sus funcionarios, si no ve satisfechas sus demandas éticas al menos, a
mediano plazo, puede terminar en odio. Un odio a veces solapado por aparentes y
limpias actitudes apáticas al estilo “que se vayan todos” (Lariguet, 2023, p. 64)
Los
afectos y los discursos se conjugan en las prácticas afectivas de distintos
modos, pero con algunos patrones. Por ejemplo, el odio suele tener una historia
de resentimientos por detrás, lo que en sus efectos puede resultar lamentable,
con consecuencias sociales penosas. Algo diferente es lo que sucede con la ira.
La ira puede entenderse como una antesala al odio, por ejemplo, en expresiones
de microfascismos, pero no toda ira conduce al odio. Existe, sobre todo, una ira
muy emocional, es decir externalizada. Es importante reponer este matiz en las intensidades,
y por eso es importante preservar las distinciones entre afecto y emoción.
La
ira puede generar una descarga energética y concluir. Lariguet señala, sobre la
base de estudio de casos, que en la mayoría de las veces el odio tiene al menos
un posfascista detrás, lo cual es una
posición difícil de transformar. Mientras que, en el caso de la ira, puede
encontrarse a alguien con sentidos manejables (2023, p. 35). Sostiene
que la derecha postfascista tiende hacia el odio, mientras que la
izquierda tiende hacia la ira (2023, p. 35). Esto no es ideológico sino moral.
Lariguet refiere a diferencias éticas, en los modos. No obstante, la ira tiene
algunas semejanzas con el odio porque en ambos casos hay fantasías de daño, el
deseo de que otros sufran, solo que el destino expresivo de esas
afectividades es distinto en cada caso (2023, p. 40) y la diferencia se da
porque no tienen el mismo clivaje cognitivo. Lariguet, siguiendo a Sloterdijk y
a Haidt, va a señalar que el odio requiere tiempo mientras que la ira es más espontánea. Hay diferentes velocidades de razonamiento, la ira es
más veloz y ciertamente más pasajera. Además, el odio es difícil de
contrabalancear mientras que la ira tiene paliativos que deben instrumentarse
reconociendo que en ella se juegan componentes de defensa a la ofensa (al estatus, a la justicia, al
narcisismo) y deseos de lo correctivo (combatir
el error en el otro).
Este
aspecto reivindicatorio de la ira se valora de diferentes modos. Según Nussbaum
ninguna ira es deseable, porque puede ser combustible inestable y mutar
a odio. Según Lariguet esto es
cierto, pero no es una solución negarla u oprimirla (2023, p. 110).
Mientras Nussbaum propone una línea cancelatoria de toda aquella emoción que
pretenda el daño del otro, Lariguet se ancla en un principio de realidad o de inevitabilidad
y señala que hay cuotas de ira que las democracias deberían permitir y
que el desafío es fijar un umbral de tolerancia (2023, p .114). En este
punto se familiariza con aquellas autoras, como Kiffer, que encuentran en el
feminismo un modo colectivo de sublimar
las aversiones al macho violento que causa daño. Sublimar el odio es tramitar el
deseo de aniquilación de un modo íntegro, de separación constitutiva de
nuevas singularidades comunes a ser puestas en relación (Kiffer, 2020). En
este gesto el movimiento no está basado en oprimir al otro, al macho. Por el
contrario, la expansión de derechos requiere de esa justa ira para sus conquistas y sostenimiento. La libertad de
expresarse oxigena la democracia, pero demasiada ira u odio puede
destruirla (Lariguet, 2023, p. 119). Lo que cabe delimitar es hasta donde
una sociedad permite, en función de su grado de organización, alentar o no
la ira (2023, p. 23).
Pasemos
a un uso práctico de esta distinción. Retomemos la antesala o estado de ánimo
social previo al intento de femimagnicidio. Las
condiciones de posibilidad no solo materiales sino también anímicas. En la
Argentina previa al intento de femimagnicidio había un intenso clima de crispación.
Definimos de manera vernácula a la crispación como una excitación de repelencia
hacia el gobierno y específicamente contra la figura de Cristina. Tomémosla
como objeto anímico para el análisis y observemos su intensidad y modo de
impregnación social. Lo primero que se puede deducir es que la crispación es
parte de un conjunto de significantes que circulan en los discursos de odio
político. Giorgi, al respecto de la lengua del odio, señala que los
discursos de odio se detectan porque el afecto los performa de un modo
particular, moviendo el límite de lo decible. Es en las mutaciones del
lenguaje mismo donde se evidencia la circulación del odio. Sin embargo, parte
de esa lengua es, en efecto, una lengua de ira o de crispación. De hecho,
Giorgi señala que la crispación captó el sensorium[3] de la
esfera pública argentina durante los gobiernos kirchneristas, definiendo el
humor social de la intensificación de la polarización que marcó la agenda de
los últimos años. La crispación es el nombre de la conflictividad, un móvil
afectivo y corporal de la violencia verbal que marcaba el desfondamiento de
las retóricas del consenso democrático (Giorgi, 2020, p. 22). En el psicoanálisis
la noción de crispación lindera con la de inhibición, es una respuesta
de movimiento del cuerpo. Una respuesta de ocultamiento de un deseo impotente. La
crispación es una forma de ira permanente, crónica, como una contractura
corporal. Tiene anclaje político y social, además de localizarse en el cuerpo
social. Es muy argentina, no tiene traducción al inglés, lo que evidencia el
determinismo del lenguaje de las emociones y su homeostasis social dinámica. Su
significado literal, por último, alude a una contracción en el cuerpo
como a un estado psicológico o la atmósfera emocional de un sujeto o un
grupo (RAE). Se trata de algo saturante, un movimiento semántico que permanece en el cuerpo. Va del humor al gesto, traza un contorno de
cuerpos y de sus relaciones (Giorgi, 2020:23). Esta agencia de la
crispación reordenó cuerpos y escrituras, de un modo que pudo, cuan
combustible, colaborar a los argumentos odiantes. Finalmente, además, la
crispación se disipó cuando se gestionó la homónima oponente: “Cris-pasión”.
Amor y odio, extremados así, como la dualidad de esta exaltación.
Lariguet destaca y coincide en que la ira puede
ser un combustible peligroso. La crispación, como la excitación de la ira o
tensión manifiesta, fue y continúa siendo un elemento coactivo del intento de
crimen de odio político contra Cristina, pero esto no quiere decir que las
responsabilidades deban pulverizarse al conjunto social de sujetos crispados. Sino
que es importante reconstruir retóricamente dicha crispación identificando su
resortes afectivos y materiales; sus fuentes de alimentación, alcance y
capilarización social. En conclusión, la crispación en nuestra historia
política reciente es un estado de ánimo de alcances políticos. Logra promover
un problema en el campo de la representación política porque vulnera una figura
a partir de un condicionamiento que es disciplinante, al tiempo que restringe
la productividad vía la identificación o la capacidad de sintetizar algunas
demandas públicas que potencialmente se orientan hacia esta figura. Por la vía
emocional de la crispación, Cristina se acentúo en las subjetividades odiantes
como un objeto de odio (Llao, 2024). Por ello, el problema del odio político no
puede ser reducido a un epifenómeno esperable de la oposición entre modelos
políticos en pugna, ni tampoco es un problema exclusivo de los resultados de
las políticas económicas aplicadas por el kirchnerismo. Este afecto abyecto, y
sus consecuencias, son producto de una política
del odio que quiebra la disputa hegemónica y desplaza al pacto democrático
como regla de convivencia (Llao, 2024).
El presente artículo profundiza la
importancia de la distinción, aunque debatida, entre los afectos y las emociones
en el análisis político para contribuir a las nociones de odio e ira propuestas
por Lariguet, así mismo aporta la idea del paso al acto.
En primer lugar, revisa el debate sobre la
diferencia entre los afectos y las emociones, señalando que, aunque están
interconectados, algunos autores como Massumi ven al afecto como una intensidad
primaria y preconsciente, mientras que la emoción es su codificación social y
lingüística. Otros, como Wetherell, argumentan por su inseparabilidad en la
práctica social. A pesar de las dificultades empíricas, la distinción sigue
siendo instrumentalmente válida en ciertos campos como el psicoanálisis y las
neurociencias, y puede ser útil para comprender fenómenos como el trauma o el
paso al acto en el análisis político. Cabe destacar que se opta por una
distinción que no es binaria, sino espectral y nodal porque está basada en la
carga energética y en la forma de corporeizarse como de abordarse bajo una
distinción de registros de diferentes ordenes que están implicados entre sí.
Asimismo, refiere al papel fundamental de las emociones y los afectos en la
esfera política. Donde, contrario a ser elementos secundarios, desempeñan un
papel central en la vida pública. Las estructuras afectivas sostienen las
estructuras sociales y políticas, son esenciales en las relaciones de
dominación. Es crucial, por lo tanto, priorizar la dimensión libidinal/afectiva
y no reducir las afectividades a los discursos, aunque sean necesarias las
palabras para abordarlas.
El odio y la ira como furias desatadas tienen,
sostiene Lariguet, implicaciones políticas y morales. El artículo analiza el
odio y la ira como emociones morales con distintos grados de adecuación a la
convivencia democrática. El odio es descrito como un afecto más que una
emoción, siendo subrepticio, fijo y recalcitrante a la argumentación lógica; tiene
una duración que excede la experiencia corporal intensa de corto plazo, se
dirige a un objeto que el odiador fabrica o desplaza y está ligado a una
estructura de carácter rígida que, en sus formas más intensas, son propias de la
crueldad y la ausencia de culpa. El odio político es un separador (antagonismo)
y aglutinador (lealtad) que desvaloriza a los demás. La ira, en cambio, es más
una emoción: enrostrada, catártica, más veloz y pasajera. La crispación es
ubicada como una ira más crónica. Mientras el odio se asocia a la derecha
posfascista, la ira, por sus amarres, se vincula más con la izquierda. No obstante,
odio e ira son fronterizas y están imbricadas en un complejo en el cual tienen
elementos en común. El odio puede usar de combustible la ira diseminada
socialmente y por eso las sociedades liberales deben preguntarse hasta dónde
dejarla circular. Lariguet reconoce que en nuestro caso es inevitable permitir
ciertas pizcas de ira.
Otra contribución del artículo es la noción
de paso al acto, que es la manifestación extrema de los afectos políticos. La
noción psicoanalítica de paso al acto sirve para comprender las desataduras de
emociones preocupantes para la convivencia pacífica. Refiere a una acción
impulsiva y violenta, una ruptura con el orden simbólico y evasión de la escena
subjetiva. Se distingue del acting out porque, en el paso al acto, el
discurso llega siempre tarde. Los afectos que lo movilizan no son ni prácticos,
ni comunicativos, ni organizados.
El caso del criminal Sabag Montiel es
citado en el artículo como ilustración del paso al acto del odio, con evidentes
impactos políticos. El intento de femimagnicidio contra Cristina Fernández de
Kirchner es presentado como un ejemplo de pasaje al acto criminal, impulsado
por el odio. El análisis del caso muestra cómo se manifiestan en el agresor las
características del odiador descritas por Lariguet, cómo el discurso de odio
operativiza la fijación cruel en el objeto de odio; y confirma los aspectos
fenomenológicos como la rigidez, la ausencia de arrepentimiento y la escasez
lógica.
En contraste se aborda la otra emoción
trabajada por Lariguet, la ira. Se refiere a la crispación como un estado de
ánimo social de ira sostenida y probable precursor de odio. El concepto de
crispación describe con precisión al estado de ánimo social intenso previo al
ataque. La crispación es una palabra que encapsula la intensificación de la
polarización y moviliza la violencia verbal, marcando el desfondamiento del
consenso democrático y la habilitación de retóricas segregacionistas. Se
caracteriza por ser una tensión sin paliativos, aunque concluyente, Su
relevancia es útil en el debate sobre las políticas de mitigación de afectos
abyectos.
Finalmente, el articulo alude a la crítica
al psicologismo para comprender la dimensión social y política del odio. Enfatiza
que el análisis del caso Sabag Montiel no debe reducirse a un diagnóstico
individual (psicologismo). El problema del odio político es una construcción
social que involucra la instigación al resentimiento, el daño al sistema de
representación política, la disputa por el sentido de los hechos y la falta de
compromiso social para rastrear las cadenas de coacción/afección. El odio político
es, concluyentemente, una amenaza a la democracia. El artículo concluye que el
odio político, con sus consecuencias criminales, representa una amenaza para la
vida democrática porque no es un simple subproducto del conflicto político o
económico sino el resultado de una política del odio que quiebra la disputa
hegemónica y desplaza al pacto democrático como regla de convivencia.
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Licencia de uso: (CC BY-NC-SA 2.5 AR)
Derechos de autor © 2025: Marina LLao
Declaración de intereses
La autora declara
que no existen conflictos de intereses que puedan haber influido en los
resultados o interpretaciones del presente artículo.
[1] Como antecedente véase en: Lariguet,
G. Un estudio crítico de Political Emotions de Martha Nussbaum, Critica.
Revista hispanoamericana de filosofía, Vol. 47, nro. 141, México.
[2] En la Bibliografía se encuentran los links a la declaración de
Sabag Montiel en el Tribunal Oral Federal el día 26-6-204
[3] Sensorium es un concepto
propuesto por Walter Benjamín que describe, en síntesis, la relación que existe
entre el cambio de la tecnología y la percepción de la sociedad.